domingo, 27 de junio de 2010

Un dedo para el Griego


“Que pues vato, ¿te animas?”, me preguntó sin más ni más. ¿Qué? ¿Un triatlón? ¿Yo? Mi corazón se aceleró mientras imaginaba el esfuerzo, las consecuencias, la competencia. ¡Nah! Era demasiado para mi. El griego me explicó, con la poca calma que le quedaba debido a la emoción que le producía la competencia en cuestión, de que se trataba el evento. La carrera consistía en 3 etapas. Natación, ciclismo y carrera a pie. En ese orden. 1,500 metros a nado, 40 kilómetros de bici y un cierre de 10 kilómetros corriendo. “Ni en pedo”, solté casi gritando mi expresión argentina favorita que denota una negativa terminante. “Pérate vato, hay un medio Triatlón, el Sprint. Y además es por edades”, aclaró sonriendo extasiado, con la respiración acelerada. “Tenemos 6 meses para prepararnos, fuel su último comentario. El gusanito de la competitividad comenzó a dominarme. Una dieta más o menos decente, un par de horas diarias de ejercicio, sesiones duras y largas los fines de semana. Maldita sea la hora en que acepté. El Griego se levantó casi de un brinco de su escritorio de director de finanzas, chocamos las manos fuertemente y nos dimos un abrazo de complicidad. Era un trato. Correríamos el medio Triatlón de Chapala a mediados de Junio.

Iniciaba febrero y aún no terminaba el agradable invierno tapatío cuando decidí inscribirme a un gimnasio súper moderno con ganas de meterle duro al ejercicio y extirpar los demonios del nuevo puesto, que tras una serie de rebotes y lances de valor, logré hacerme del lugar de director de sistemas en la empresa que laboraba.

Metido en los pisos inferiores de un elegante edifico de puerta de hierro, se encontraba aquel lujoso palacio dedicado al culto del físico. Escaladoras, bicicletas fijas, bandas para correr, bicicletas para spinning y un montón de otros aparatos que fui comprendiendo con el paso de los meses. La cereza del pastel era una pequeña alberca techada de 25 metros de largo. Con una limpieza virginal y una temperatura pecaminosa no había pretexto alguno para no lanzarse cada mañana y dar algunas vueltas.

Sin quererlo ni saberlo, me encontré corriendo, andando en bici y nadando 6 días a la semana. En algunos casos, dos veces al día. La energía fluyó con intensidad y una mañana de sábado en la oficina, de esas en que todos nos dedicábamos a entretenernos y distraernos mutuamente esperando la hora del fin de la tortura, El Griego me llamó a su oficina, a unos 10 pasos de distancia de la mía. El Griego miraba con pasión en su computadora la invitación a un triatlón en la laguna de Chapala. Me describió como, hacía muchos años, los triatlones habían sido retirados de Chapala a causa de los números accidentes y enfermos dentro de las turbias y contaminadas aguas de la laguna. Pies cortados, brazos enredados en alambres de púas y sobre todo, severas infecciones intestinales.

A partir de esa semana comencé a incrementar el ritmo del ejercicio, procurando nadar y correr en la banda el mismo día, uno tras otro. O correr en la banda y luego andar en bici. Si el tiempo lo permitía, regresaba a nadar en la noche después de trabajar. El entusiasmo es un sentimiento difícil de esconder. Como cuando se está enamorado, se nota, y los amigos comenzaron a preguntar. En menos de lo que canta un gallo teníamos otros dos participantes. El conde de la Garza, poderoso y disciplinado corredor y Juan, chilango asiduo al spinning y ejercicio bajo techo. Ninguno dominaba las tres disciplinas, excepto claro está, el Griego. Las ganas pudieron más que el sentido común. Correos iban y venían con sugerencias del Griego. Consejos de cómo entrenar, como medir los avances y algunas metodologías de entrenamiento.

Durante una reunión laboral a la que sólo tienen acceso los dioses del Olimpo, a quienes ahora lamentaba pertenecer, Jorge, con su gran entusiasmo y humanismo, compartió al resto del grupo el plan de los 4 directores de participar en un Triatlón. Sonrisas, abrazos, buenos deseos, albures, bromas y chistes fueron interrumpidos brutalmente por el director general quien cuestionó si disponíamos de vacaciones para faltar el sábado del evento. El toque personal de la empresa. Olvidamos el Triatlón y continuamos con la revisión del optimista plan de ventas y su frustrante realidad.

Los meses pasaron, las panzas disminuyeron, los kilos bajaron, los músculos crecieron, así como los gastos. El Griego nos abandonó casi desde el principio debido a una lesión en la rodilla que le impedía correr. Seguimos los tres inexperimentados pero motivados competidores. Llegó la semana de la competencia y el nerviosismo aumentaba por hora. El viernes por la mañana el conde y yo bajamos al patio de maniobras de la empresa a recoger la bicicleta de Juan, quien viviendo en la ciudad de México la envió en avanzada utilizando nuestros propios camiones. Él llegaría más tarde el mismo día. No lo podíamos creer. La bici era nueva, tan nueva que aún venía envuelta en el plástico de fábrica. Hasta entonces nos dimos cuenta que Juan, correría un Triatlón sin haberse subido a una bici en la calle. Reímos hasta que nos dolió el estómago.

Poco después de la comida, partimos Juan y yo hacia Chapala. Debíamos asistir a la plática informativa en al palacio municipal. Los nervios comenzaron a comerme por dentro. El conde viajaría también por la tarde con su familia, esposa e hijos, quienes lo acompañarían como porra.

Dentro del palacio municipal, mientras esperábamos el inicio la plática, pasamos por el proceso de inscripción. Registros, firmas, foto, entrega de playera, chip de control y demás artilugios. Sorprendente organización y dominio sobre el evento. Como cierre fuimos marcados en piernas y brazos con nuestro número de competencia con un plumón Sterbrook tan grande como una zanahoria. Sonrisas congeladas, músculos tensos y estómagos revueltos. Los nervios seguían creciendo. La plática fue muy ilustrativa. Miles de preguntas, todo se sucedía a gran velocidad. Al salir del palacio municipal, nos encontramos con el conde. Tratamos de relajarnos un poco con fuertes abrazos y comentarios picantes sobre las bellas competidoras que circulaban a nuestro alrededor. La tensión no daba más por lo que decidimos hacer lo que hacen todos los deportistas de alto nivel para relajarse antes de la competencia. Nos dirigimos al hotel en Ajijic, botamos el montón de equipo y nos metimos en el bar a beber unas copas. A la segunda cuba, mis nervios habían desaparecido. El conde y Juan bebían su cerveza acompañadas de Marlboro blancos riendo a carcajadas recordando los pormenores de los meses previos a este día. El conde partió a cenar con su familia. Quedamos en vernos a las 6:00 AM en la zona de transición, lugar donde cada deportista coloca el equipo para la competencia. Convencí a Juan para que me permitiera darle un breve curso sobre el uso y mantenimiento de emergencia de su bici. Pagamos la cuenta y subimos a la habitación.

Lo primero que hicimos fue quitarle los plásticos a la bicla. Increíble, a 12 horas del inicio y la bici aún envuelta, inmaculada. Comencé humildemente mi explicación. Cambios traseros, cambios delanteros, frenos, posiciones del cuerpo. Pequeños detalles transmitidos de ciclista en ciclista que permiten sumarse a la competencia. Todo se veía en orden. Los nervios regresaron. Inflé la llanta delantera indicando las precauciones necesarias para no romper la válvula al ejercer demasiada fuerza con la bomba manual. Juan miraba callado, con atención. “A ver wey, yo inflo la otra”, me dijo con voz decidida, profunda, muy serio. La llanta comenzó a tomar su bella y tensa redondez, tal vez demasiada tensión. Estaba a punto de decirlo cuando “¡¡¡¡bbbbbuuuuuuummmmmm!!!!!” la cámara explotó con gran estruendo. El susto fue tal que dejamos caer la bici al suelo. “No hay pex wey”, le dije a Juan calmadamente, quien tenía los ojos desorbitados y las manos cubriéndose la boca. “En chinga la cambiamos y como nueva. Pásame una cámara de repuesto”, dije a la vez que extendía mi mano en su dirección. Por su rostro de absoluta incomprensión me di cuenta que Juan no llevaba cámaras de repuesto.

Riéndome a placer, saqué de mi maleta una de las 3 cámaras de repuesto que llevaba. Aunque mi experiencia en bici de ruta no era mayor a unos 6 meses, los años montados en la bici de montaña me daban la seguridad de saber lo que hacía. Con la intensión de infundir seguridad en Juan realicé el proceso como rito religioso. Con movimientos decididos, seguros, comencé a desmontar la rueda, a liberar el rin de la llanta, a sacar la cámara. Tenía un hoyo del tamaño de un puño. Inserté la cámara nueva, levemente inflada para darle forma y cual fue mi sorpresa al ver que el pivote de mi cámara era demasiado corto para los altos rines de la bici de Juan. Se me congeló la sangre. Revisé mis otras dos cámaras, eran iguales. Juan, con el rostro absolutamente descompuesto repetía sin cesar “esto ya valió madres”.

Eran cerca de las 8:30 de la noche cuando salimos corriendo hacia la camioneta. Teníamos la leve esperanza de encontrar alguno de los tantos vendedores de refacciones que se amontonaban dentro del palacio municipal. Cuando llegamos encontramos el palacio cerrado. El silencio era insoportable. Un violento sonido de teléfono celular nos sacó de nuestras meditaciones. Era el conde. Le conté nuestra tragedia. Sus cámaras de refacción eran también de válvula corta. Nos sugirió relajarnos y llegar temprano al día siguiente. Los vendedores estarían seguramente ahí desde temprano listos para hacer una pequeña fortuna aprovechándose de los despistados como nosotros. Resignados y con una leve esperanza, regresamos e nuestro hotel en Ajijic.

Juan no ni quería ver su inválida bicicleta por lo que nos metimos directamente en el restaurante que estaba frente al hotel, con vista a la laguna. Sin pensarlo pedimos una cuba libre y un desarmador. Urgentes. Mientras bebíamos el elixir desestresante nos vimos rodeados de miles de moscos, dentro de un pequeño restaurante para gringos retirados con todo y banda de música en vivo tocando al Creedence Clearwater Revival. Dejamos los licores y pedimos la carta y unas copas de vino tinto. Casi como si estuviéramos allí de vacaciones y olvidando a que habíamos ido a Chapala, cenamos al ritmo de los Rolling Stones unas abundantes y ricas pastas acompañadas de más vino tinto. A eso de las 12 de la noche enfrentamos el momento de la verdad. ¿Seguíamos bebiendo y pasándola de maravilla, olvidando de una vez por todas la locura del Triatlón o nos retirábamos a dormir para estar listos para el día siguiente? Sería el colmo de la derrota darnos por vencidos en aquel momento así es que pagamos la cuenta y nos fuimos a dormir. La noche fue corta, llena de sueños inquietos.