domingo, 6 de diciembre de 2009

Estados alterados


Estados alterados

Tenía ya varios meses sin saber de ella. Como todos los ahogados en el dolor de la pérdida de un amor, me aferraba a los recuerdos y repasaba en mi mente una y otra vez, con lujo de detalle, la cadena de eventos que llevaron la relación a una ruptura. Abandonado por voluntad propia a la depresión, me castigaba culpándome por todo lo que nos llevó a terminar aquella hermosa y tortuosa unión.

La mañana del lunes me encontré con Alex en la sala de instructores, donde nos preparábamos para el inicio de cursos. Él intentó evadirme, sabiendo que lo abordaría para saber sobre la bruja, así es como llamaban los cuates a mi ex. Hacía ya medio año que Alex y la bruja compartían departamento. En su momento llegué a pensar que aquella casualidad me permitiría verla al inventarme pretextos que me llevaran a visitar a Alex en su departamento, cosa que nunca sucedió ya que él cuidaba mucho que no se diera un encuentro como ese. “¿Qué ondas Alex, cómo está la bruja?”, pregunté casi avergonzado. Sin contestar me abrazo sobre los hombros y me encaminó hacia afuera de la sala. Con su mano derecha tapándose la boca, como para evitar decir algo inadecuado, caminamos por el largo pasillo, descendimos las escaleras y salimos a la calle con dirección sur. El tráfico sobre Constituyentes era insoportable. “¿Wey, no me chingues, ¿Cómo está?” insistí, pero no obtuve respuesta. Doblamos la esquina por aquella pequeña calle donde mis amigos y compañeros de trabajo disfrutaban varias veces de su enviciante droga.

Tras un par de fumadas, cobró valor y comenzó a hablar. De forma armónica y melodiosa dijo: “Las penas y las vaquitas se van por la misma senda, las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas”. Volvió a aspirar con fuerza y sonrió. Desesperado, me libre de su abrazo y me coloqué delante de él. “Cabrón, ¿me vas a decir que pedo con la bruja o no?”. Liberando un humo espeso y hediondo, volvió a abrazarme y hablando hacia adentro, como en reversa, me confesó que habría una reunión de dominó en su depa ese viernes y que yo era bienvenido. Era la primera vez que me permitían asistir. “No se si vaya a estar, viaja mucho, duerme seguido con el pinche inglesito, pero es lo más que puedo hacer por ti” me dijo con resignación. Lo abracé fuertemente y regresé casi corriendo a la oficina. Alex se quedó ahí, clavado en el piso por el peso de su decisión y el relajamiento de la mota. Sabía que un encuentro sería devastador para mi pero acabó entendiendo que era mejor dejar que sucediera y enfrentar las consecuencias.

Pasé los siguientes dos días como un sonámbulo. Pensando en ella todo el tiempo. Perdía el hilo constantemente al estar dando el curso, por lo que fui regañado por Héctor por pura disciplina ya que sabía bien lo que pasaba por mi cabeza. Él también iba a las jugadas de dominó. Repasé un millón de veces lo que le diría: las disculpas, las promesas, los argumentos. Tenía que hacerle entender que yo era más importante que aquel inglés jijo de la chingada que al menos, le doblaba la edad. En el fondo sabía que no había esperanza. Habíamos terminado hacía más de un año y medio y en muy mal plan. Pero a los veintitantos años la razón me era de poca utilidad.

Llegue al departamento en la colonia Escandón a eso de las 8 de la noche. “¡¡Maese!!”. Alex me recibió con un fuerte abrazo, un churro en los labios y una chela en la mano. Yo, no podía ni hablar. Estaba petrificado. La anticipación me enmudecía. Negué el churro, negué la chela. Me fui a la concina a servirme un matarratas con coca. Un par de tragos sirvieron para calmar un poco mi aceleré. Nos sentamos en la sala y comenzamos a hablar de todo y de nada. La temporada del futbol americano terminaba por lo que dedicamos nuestra atención a los detalles de los juegos cercanos. El resto de la banda fue llegando, la reunión se fue animando. La camaradería entre este grupo de físicos-socialistas-junkies era contagiosa. La mezcla del olor de la mota con la del tabaco era embriagante. Poca falta hacía fumar de uno o del otro para subir por la escalera al cielo.

Desde el fondo del departamento alcancé a ver como se abría la puerta de la habitación de la bruja quien había estado presente todo el tiempo. Mi corazón se aceleró a mil por hora. Mi cara estallo en rojo carmesí, mis piernas temblaron y me levanté de golpe casi tirando la mesa de centro. La bruja, al verme se encaminó rápidamente hacia la puerta para salir del depa. Estaba hermosa, radiante, sensual. Con su cabello rojo, vestida toda de negro, entallada, resaltando su generoso busto al que yo rendía prácticamente tributo. “¡Isela”” llamé en voz alta. Se hizo un silencio sepulcral. Ella volteó hacia mi con la mano ya en la manija de puerta. Levantó su brazo con gesto con el que me indicaba que me detuviera y con su voz ronca, fuerte me dijo: “¡Bicho, por favor, no hay nada de que hablar!”. Perdí la movilidad, ardiendo por fuera y por dentro, sin poder decir una sola palabra. Volteó por última vez, le clavó la mirada a Alex, con asombro y dolor. Ya con los ojos enrojecidos y húmedos, disparó con aquel tono despectivo tan cruel que dominaba a la perfección, “¡Cabrones!”. Terminó de abrir la puerta y se fue, desapareció, siendo aquella la última vez que volviera a verla en mi vida.

Hecho un idiota y sin saber que hacer, me derrumbé en uno de los sillones de la sala. Estaba mareado, con ganas de vomitar. Mi respiración era irregular y me dolía el estómago. Los sonidos del lugar eran confusos, mezclados. Mi vista estaba nublada y clavada en el piso. Entre Javier y Héctor lograron sacarme de aquel trance. A fuerza de cariño y experiencia en crisis emocionales obtuvieron recuperar mi cordura, distrayéndome de la escena recién terminada. Aquel momento debió parecerles una emergencia mayor ya que por primera vez, me ofrecieron fumar algo de marihuana, “Para olvidar” dijeron. Entramos en la habitación de Alex donde un ritual sorprendente se desarrollaba. La novia de Javier trabajaba pacientemente con una pequeña máquina, colocando pequeños recuadros de papel de arroz sobre una superficie plana. Sobre el papel, esparcía una buena dosis de marihuana. Para finalizar, giraba una pequeña palanca, como si fuera un reloj de cuerda, con la que aquella bella máquina enrollaba churros perfectos. Tenía ya varios churros listos al lado de la máquina. Eran realmente hermosos, enormes a mi parecer. Los churros guardaban una mezcla de artesanía e industria lo que les daba un toque artístico.

Todos parados en el centro de aquel cuarto sin cama, Alex dormía en el suelo, hicimos un círculo. La novia de Javier sostenía la dosis de churros mientras que un desconocido, para mi, luchaba contra otro peculiar aparato. Al mirarlo detenidamente me di cuenta que era un instrumento para afinar guitarras. Una colección de seis tubos de metal, alineados por la parte superior, siendo cada uno de ellos más corto que el anterior. En el interior de cada tubo había un silbato que al ser soplado emitía uno de los tonos de cada cuerda de la guitarra clásica. MI-SI-SOL-RE-LA-MI. El desconocido luchaba con el afinador y un desarmador. Cuando al fin logró su cometido, uno de los silbatos salió de su tuvo. El tubo de SOL estaba vacío. Héctor tomo un churro y se lo entregó al músico de la banda. Alex encendió el churro con un encendedor que parecía soplete y una vez encendido lo insertó en la parte posterior del tubo vacío de SOL. Todo listo. Llevo el instrumento a sus labios y comenzó a tocar una melodía que me pareció ser Eleanor Rigby de los Beatles. Yo aún no acertaba a comprender que sucedía hasta que llegó el turno de tocar un SOL y cuál fue mi sorpresa que en lugar de soplar, inhaló. ¡¡¡¡Ahhhhhh!!!!! Aquel simple afinador se había convertido en un instrumento musical que permitía fumar con cada SOL. Las risas estallaron. Alex no perdía el ritmo ni la melodía y su cara se fue poniendo de todos los colores del cielo de la ciudad de México, o sea mil tonos de gris. Cuando parecía que se iba a desmayar, soltó el afinador y lo pasó a su vecino de la izquierda. Aplausos y carcajadas. Abrazos y bailes. El ritual era definitivamente encantador. Claro, mientras que no fuera mi turno. La bruja se encontraba ya a mil kilómetros de distancia. Mi mente luchaba por recordar alguna melodía que pudiera tocar con el afinador, el cual que carecía de DO y de FA. ¡Noche de paz! Tal vez funcionaría. Llegó mi turno. El churro estaba muy disminuido y había sido ya reemplazado en un par de ocasiones. Me sorprendió lo calientes que estaban los tubos y casi lo tiro al suelo. Llevé el instrumento del demonio a mis labios y entoné con aplomó Noche de Paz. Al primer SOL inhalé suavemente, tuve que detenerme. Tosí estruendosamente unos momentos mientras todos reían de mi novatez. Recuperé el aliento y comencé de nuevo con mi melodía. En los siguientes dos SOL inhalé con fuerza, largamente. Para ese momento había olvidado lo que tocaba, por lo que comencé a improvisar. Debo haber fumado unas 4 ó 5 veces más cuando sin poder más, retiré de mi boca el afinador. El mundo, había cambiado de forma.

A partir de ese momento el tiempo perdió sentido. La gravedad disminuyó. Los dolores del alma desaparecieron. Todo era confuso pero hermoso. Muy intenso. Cuando cobré algo de conciencia estaba sentado de nuevo en la sala rodeado de invitados enfrascados en una discusión sobre una anotación de los Acereros. Sonreí. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Seguía en la sala pero ahora estaba en otro sillón. “¿En que momento me cambié?” pensé. Ahora la conversación giraba alrededor de la trova cubana. “Ah chinga, ¿quién cambió el tema?” me pregunté. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Para mi sorpresa estaba sentado en la mesa del dominó. Tenía 6 fichas. Los otros 3 jugadores discutían acaloradamente, parecía ser sobre mi. Sentí como comenzaba a elevarme, una sensación maravillosa, como si flotara. Desde el fondo de una botella escuché la voz de Alex quien prácticamente me estaba cargando para retirarme de la mesa de juego. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Sentía frío en la espalda e incomodidad en el trasero. Estaba sentado en el piso, recargado contra la pared, sobre el suelo pelón. Intenté sonreír, no recuerdo si lo logré. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. La cocina estaba llena. Todos charlaban alegremente. Sorprendido, me di cuenta que las personas me eran conocidas, la conversación comprensible y los sonidos menos intensos. Héctor a mi lado derecho me miraba con una gran sonrisa. “¿Ya te sientes mejor maese?”, preguntó casi con claridad. Asentí suavemente y para mi fortuna continué entre los vivos.

Pasaron varias horas, los invitados fueron disminuyendo pero a mi, no me dejaban ir. Yo insistía e insistía por diversión y porque en realidad creía estar ya bajo control. Sin saber cuanto tiempo había pasado desde la sesión músico-motal, obtuve la venia para retirarme a mi casa. Caminé escaleras abajo con mucha calma. Las sensaciones seguían siendo muy intensas, tal vez al igual que antes pero ahora podía comprenderlas, disfrutarlas. El barandal era suave, delicado y con una superficie lisa. Los escalones simétricos, ordenados, predecibles, como salidos de un mundo congruente. Llegué a la planta baja, abrí el portón de metal y salí a la calle. Hacía mucho frió y el viento me golpeó de lleno en la cara. Sentí como si algo dentro de mi mente volviera a perder sentido. Con muchos trabajos, logré encontrar mi Golfito rojo. Gracias a los instintos del cuerpo, mi mano encontró las llaves en la bolsa delantera de los jeans, abrió la puerta y pude esconderme de la helada noche. “Gracias mano”.

La distribución interna del carro parecía haber cambiado pero de alguna forma los elementos eran los mismos. Con calma fui eslabonando movimientos. Encontré en la cajuelita mi Walkman. Le metí el casete de “The Wall”, me coloqué los audífonos y lo encendí. “So ya, thought ya, might like to go to the show”, cantó Waters a todo volume en un tono que no recordaba. Comencé a avanzar por las calles poco transitadas de la Escandón sin saber, ni importarme, hacia donde iba. Lentamente recorrí una infinidad de calles sin encontrar algo que me indicara por donde ir. “¿A dónde iba?”. Decidí detenerme y pensar primero cual era mi destino. Claro, a mi casa en Satélite. Reinicié la marcha. Al llegar a un semáforo me concentré en idear una ruta para llegar a casa pero mi mente se fue por no se que caminos y me encontré pensando en el Valle de los Conejos. Los estridentes sonidos del claxon de un carro detrás de mi me indicaron que el semáforo estaba en verde y yo no avanzaba. Reinicié el recorrido. Las calles y avenidas seguían sin tener sentido alguno. Llegué a otro semáforo y volví a intentar ubicarme pero de nuevo mi mente perdió su ruta. Pude ver de cerca la cara del juez, sentenciando al pobre diablo que había engañado a su mujer y decepcionado a su madre en The Wall. Una vez más el claxon de los carros detrás de mi me regresaron a la realidad, eche andar.

El pánico comenzó a dominarme. No lograba dirigirme hacia casa y cada semáforo era una tortura durante la que mi mente recorría mis recuerdos a placer, dejando mi cuerpo abandonado. De pronto, una estructura conocida me hizo recobrar la esperanza. Foodruckers, el restaurante de hamburguesas sobre Insurgentes y Miguel Ángel estaba a mi izquierda. “¿Cómo demonios llegué hasta acá?”. En un despliegue de claridad elaboré un mapa mental donde entendí que si seguía por Insurgentes llegaría al Periférico y al doblar a la derecha este me llevaría hasta Satélite. “¡¡¡¡¡Yeeeeaaaaahhhh!!!!!” grité de emoción. Tenía una ruta más o menos clara por recorrer y si lograba llegar al periférico sin incidentes, el camino hasta casa carecería de semáforos. En lo que debe haber sido el carril de alta de Insurgentes, recuerdo haberme detenido por completo para darle la vuelta al casete, por lo que la música seguía siendo mi compañera de viaje. Unos minutos después me encontraba transitando por el periférico camino al norte. Estaba salvado.

Con las ventanas abiertas, canté a todo pulmón “To follow the worms, waiting…”. Estaba muy exaltado, feliz, lograría volver a casa y dormir a pierna suelta hasta que el cuerpo lo permitiera. Pero la noche aún no terminaba para mi. Cuando algunos de mis sentidos están ausentes, manejo sosteniendo el volante con ambas manos, una a cada lado y a altura paralela. Para descansar de aquella posición y poder tocar el tambor, coloqué la mano izquierda sobre el volante en su parte más alta y solté la mano derecha. Como salidos de la nada, entraron en mi campo de visión los nudillos de mi mano izquierda. “¡¡¡¡WWWOOOOOOOWWW!!!!” Ahí, como suspendidos en la nada. La silueta era sublime y la forma en que aparecieron fue apasionante. Con la boca abierta y llorando comencé a reír a carcajadas con aquel hermoso espectáculo que presentaban mis nudillos, moviéndose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Alguno de los desplazamientos laterales debe haberme lanzado con fuerza contra el costado del carro con el que chocó mi cabeza con lo que regresé a la realidad. No se por cuanto tiempo habré manejado en zigzag sobre el periférico para disfrutar del movimiento de mis nudillos. Seguí llorando, inconsolable, de terror. El toreo de cuatro caminos me anunció la cercanía del fin de mi travesía. Tomé la lateral y salí por Gustavo Baz, despacio, triste, en silencio, la música había terminado. Llegué a casa, me estacioné, subí a mi cuarto y me metí en la cama tan vestido como iba. Miedo, malestar y felicidad me embargaban. Como por hechicería, aquella catártica sesión sacó de mi corazón y mis pensamientos a la bruja, quien nunca más me atormentó en recuerdos y aquella noche me recuerda cada día que nunca más debía volver a tocar el afinador mariguano.

Foto: Adriana Reid