jueves, 1 de julio de 2010

Un dedo para el Griego. Segunda parte...


Despertamos sobresaltados por la alarma del celular de Juan. Eran las 5:30 AM. Ambos sentíamos que nos acabábamos de acostar. La adrenalina llenó nuestras venas en un instante y brincamos para comenzar los preparativos. Con el estómago lleno de mariposas y una ligera cruda por las bebidas de la noche anterior, subimos nuestro equipo a la camioneta y nos dirigimos hacia el malecón de Chapala, listos para todo. En el camino compramos comida chatarra como desayuno, misma que devoramos durante el corto trayecto. El caos dominaba los alrededores del área del Triatlón. Calles cerradas y oficiales de policía retirando todos los carros de la cercanía. Dejé a Juan con todas sus cosas lo más cerca del área de transición para que fuera en búsqueda de una cámara para su bici y me alejé a buscar donde estacionarme. Unos 10 minutos después, logré reunirme con Juan y con el conde en el lugar que nos había sigo asignado. Sus caras sonrientes me indicaron que Juan había logrado su objetivo. Con cámara nueva instalada estábamos listos para competir.

Con los primeros rayos de luz nos pusimos en traje de carácter y nos acercamos al grupo para comenzar con la natación. Cerca de 100 deportistas nos reunimos sobre una playa artificial creada en un área de la laguna esperando nuestro turno para salir, según nuestra categoría. Poco a poco, antes de comenzar, todos nos fuimos metiendo a la laguna para sentir el agua y aflojar los músculos, además de perderle un poco el asco a aquellas aguas turbias. Llegó el momento de la verdad. Llamaron a nuestra categoría al área de salida y al agua. En los meses anteriores escuché muchas historias sobre la lucha campal que se desarrolla durante los primeros 100 metros de la natación. Golpes, patadas, arañazos y tragadas de agua, por lo que decidí comenzar en la retaguardia. Mi objetivo era terminar el triatlón, no ganar un lugar. El inicio de la nadada fue tremendo, pensé que no llegaría a la primera bolla pero tras unos 50 metros de nado comencé a relajarme y a disfrutarlo. Me acerqué al grupo y nadé sin prisas pero a buen ritmo. Vuelta a la primer bolla. Vuelta a la segunda bolla. Sintiéndome más cansado de lo esperado vi como un grupo de chavas comenzaba a rebasarme. Eran parte del grupo de la categoría que iniciaba después de mi. Nadé los últimos 250 metros al mayor ritmo que pude hasta llegar a la orilla.

Nunca olvidaré la inyección de ánimo y coraje que me invadió, cuando al salir corriendo del agua fui recibido, como todos los demás, por un nutrido grupo de asistentes porreando con toda el alma. Totalmente inesperado para mi. Un par de lágrimas de emoción corrieron junto conmigo en dirección a la zona de transición. Llegué justo detrás del conde y alcancé a ver a Juan a unos 20 metros de distancia. Nos llevaba la delantera. El conde y yo nos preparamos para comenzar a pedalear a un ritmo medio lento, aprovechando para recuperar el aliento. Al fin, salí corriendo con bici en mano hasta librar la zona de transición donde monte mi bici como si fuera la primera vez que lo hacía. El placer de pedalear entre el griterío de la gente y el cuerpo aún mojado por la nadada pintaba una sonrisa idiota en mi cara. Un profundo deseo por ir escuchando música alcanzó a disminuir un poco la emoción del momento. Como logré arrancar poco antes que el conde y considero la bici mi fuerte dentro los tres deportes, le metí enjundia con ganas de alcanzar a Juan. Después de unos 5 kilómetros vi pasar a Juan ya de regreso sobre el circuito que debíamos recorrer ida y vuelta dos veces. A partir de ese momento disminuí un poco el ritmo y me dediqué a disfrutar de la carrera, sólo.

Entré en la zona de transición después de haber recorrido los 20 kilómetros de bicicleta. Me sentía mareado, débil y deshidratado. Por pura disciplina, hice el cambio de atuendo y salí trotando una vez más impulsado por los aplausos y gritos de los espectadores. Aproveché y tome varios Gatorades y sueros facilitados por los organizadores a la salida de la zona de transición lo que me animó de nuevo. Los 5 kilómetros de carrera eran sobre una avenida recta, primero de subida y luego de regreso, para terminar la carrera justo frente a la iglesia de Chapala. Aún hoy siento sobre mi cara la deliciosa sensación de las regaderas acondicionadas sobre la calle, debajo de las cuales pasa uno corriendo para refrescarse. De nuevo, en el camino de ida, vi a Juan corriendo en sentido opuesto a mi, ya en camino a la meta. Sonriente, sonrosado y con excelente ritmo. Sentí envidia, cansancio. Baje la mirada y seguí trotando. Mi ritmo era cada vez más lento. Desde ultratumba, ya cerca del final de la subida, escuché la voz del conde tras de mi. La corrida era su fuerte y lo mostraba. Me pasó con un paso ligero, fuerte y a muy buena velocidad. Me dio ánimos y siguió adelante.

Por fin logré llegar al punto de regreso. Comencé la bajada dándome ánimos a mi mismo en voz alta. “Vamos”, “chíngale”, “ya sólo falta la bajada”. A tan sólo unos quinientos metros de iniciado el descenso comencé a sentir un dolor en un nervio, que me bajaba desde la nalga derecha hasta la punta del dedo del pie derecho. Seguí adelante, renqueando un poco y tratando de ignorar el dolor. Mi ritmo siguió disminuyendo, prácticamente caminaba. El dolor comenzaba a derrotarme. Cuando estaba aceptando detenerme y sentarme en la banqueta, mandando al diablo la competencia, escuche los gritos de la esposa e hijos del conde, animándome de nuevo. Conmovido y motivado retomé el paso, apreté la quijada y me lancé por los últimos 500 metros.

Al pasar por la meta casi caigo al suelo al aflojar las piernas. Fui recibido por las edecanes quienes intentaban colocarme una medalla simbólica al cuello. Mi respiración iba a toda velocidad. Me detuve frente al puesto de bebidas y alimentos. Tragué a toda prisa un par de Gatorades de un solo trago, 2 plátanos y una naranja. Inmediatamente me entregaron un par de pastillas y se me invitó enfáticamente a tomarlas. Lo hice sin siquiera pensar para que serían. Al fin me llegó el sentimiento de que todo aquello había terminado, sabiendo que un medio triatlón no es la cima del mundo pero también consciente de haberlo logrado al primer intento. Levanté la mirada y ahí estaban Juan y el conde. Nos dimos un fuerte abrazo entre carcajadas y palmadas en la espalda, casi dando brincos. La alegría nos embargaba profundamente como a niños corriendo a la playa el primer día de vacaciones.

Tuvimos que esperar un par de horas antes poder recoger nuestras cosas ya que nadie puede entrar a la zona de transición sino hasta que el último deportista haya terminado la carrera. Aprovechamos el tiempo para comentar los pormenores de la aventura de cada uno. De pronto, nos dimos cuenta que habíamos llegado hasta ese punto gracias a El Griego, quien hacía varios meses nos había abandonado. Rigoberto, otro amigo ex triatlonista, hizo el viaje a Chapala para vernos al terminar la carrera. Tras felicitarnos y entregarse a la nostalgia de su época de competidor, nos sugirió tomarnos unas fotos para la posteridad. Y fue el conde quien con su malévola alegría sugirió mandarle un regalo a nuestro amigo El Griego. Nos colocamos juntos, sonreímos llenos de una alegría embriagadora y le ofrecimos a la cámara un dedo para el Griego.