domingo, 28 de marzo de 2010

Una voz por guía, en la oscuridad


Cuando fue mi turno de pasar por el portal de entrada a la exhibición, la encargada del museo, con rostro serio y la mano extendida hacía mi, me pidió le entregara mis lentes. Sentí caer mi estómago al suelo y la sangre arrobarse en mi rostro. Instintivamente d un paso atrás, olvidando respirar por unos instantes. Ella, seguramente acostumbrada a este tipo de reacciones, dulcificó sus facciones ofreciéndome una suave y tierna sonrisa al tiempo que me decía: “No se preocupe, a donde usted va, los lentes no le serán de utilidad”.

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Desde hace algunos meses se está presentando en el museo Trompo Mágico de Guadalajara la exhibición Diálogo en la Oscuridad. El nombre de la exhibición excita la curiosidad e invita a visitarla. A diferencia del resto de las exhibiciones presentadas en el Trompo Mágico que están abiertas al público permanentemente, para poder asistir al Diálogo, es necesario hacer reservación y esperar turno en una larga fila, hasta por un mes. Hicimos nuestra reservación y con resignación aceptamos nuestro lugar tres semanas más adelante, un sábado por la tarde. No hay precisamente mucha información sobre su contenido, solamente algunas frases crípticas sobre lo que ahí se presenta y algunas vagas indicaciones. Decidimos hacernos cómplices del misterio, no averiguamos más y esperamos pacientemente nuestro turno.

A fuerza de pasar frente al museo todos los días camino a la escuela y al trabajo, la espera se hizo larga y nuestras expectativas crecieron día a día. Al fin, llegó el esperado sábado. Comimos temprano y corrimos para llegar a tiempo. Nos presentamos 15 minutos antes de nuestra cita en nuestro afán por ser puntuales en un país donde el reloj funge meramente como un accesorio decorativo. Fuimos invitados a “pasear” por el museo y a “regresar en un ratito”, por lo que aprovechamos para dar una vuelta por nuestras exhibiciones preferidas. El ala del museo con los experimentos sobre física es nuestra preferida. Con tan poco tiempo entre manos sólo pudimos fluir por entre los pasillos de forma superficial.

A las 4 en punto nos presentamos nuevamente en la entrada a la exhibición. Tras otros 10 minutos de espera y ser víctimas de unas agresivas miradas de otros visitantes que decepcionados al vernos llegar vieron perdida su esperanza de entrar sin cita gracias a la característica inasistencia Mexicana, fuimos admitidos y llevados a un área de recepción donde seríamos instruidos sobre el contenido del espectáculo. Ahí comenzaron las sorpresas. La presentadora expuso objetivos y detalles. Diálogo en la Oscuridad busca sensibilizar a la gente sobre la vida de los invidentes y en general invita a extrapolar esta experiencia para comprender a los discapacitados en general. La exhibición, se no explicó, ha sido presentada alrededor del mundo durante los últimos años. Dicha sensibilización es llevada a cabo exponiendo a los visitantes a pasear por una hora en la oscuridad total, absoluta, dentro de una serie de habitaciones que representan diferentes lugares y ambientes. Durante la explicación la mano de mi hija más pequeña comenzó a sudar. Nos entregaron un bastón blanco, es así como se le llama a los bastones utilizados por los invidentes, y nos instruyeron en el uso del mismo. Resulta sorprendente lo poco que sabemos de los recursos utilizados por las personas que no gozan de todos sus sentidos. Aprendimos como mover el bastón. Tomándolo con gentileza, reclinado frente a nosotros y siempre moviéndose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Una vez dominado el arte en el manejo del bastón, se nos habló sobre la importancia del sonido en aquel mundo sin imágenes. Nuestra voz sería la herramienta que le permitiría al guía llevarnos a través de aquel laberinto negro, por lo que debíamos responder fuerte y claro cada que así nos fuera solicitado. Asentir con la cabeza o señalar con las manos, se nos indicó, resulta inútil en la oscuridad.

Con los sentidos alertas por la plática preparativa fuimos invitados a entrar a la exhibición. Debíamos mantenernos cerca y atentos a las indicaciones del guía. Entregué mis lentes en un acto de Fe, característica arto escasa en mi personalidad. Nuestro grupo estaba formado por unas 10 personas quienes entramos a un pasillo a media luz, con cautela y algo nerviosos. Una vez dentro, escuchamos como se cerró una puerta detrás de nosotros. La noche cayó de inmediato. Una voz proveniente de algún lugar desconocido nos dio la bienvenida. Era de nuestro guía, Jesús. Pensé cuan conveniente y simbólico resultaba ser que el nombre de nuestro guía fuera Jesús. Salí de mis meditaciones cuando Jesús nos dio algunas instrucciones adicionales y nos encaminó hasta la entrada a la primer habitación.

Dentro de ella, Jesús nos invitó a adivinar donde nos encontrábamos. En el andar por aquel espacio desconocido yo alcancé a sentir algo parecido a ramas en la cara y algunos olores sugerían tierra y agua. “En un bosque”, dijo mi hija la mayor con voz fuerte y un poco temblorosa. Al sabernos dentro de un bosque, nuestra imaginación se disparó en múltiples direcciones, casi todas ellas de temor por lo que conocemos se puede encontrar allí. Jesús nos pidió no tener miedo, explorar y describir todo aquello que encontráramos a nuestro paso. Identificamos un puente de madera, varios árboles, un par de bancas y por supuesto muchas ramas. Un poco más tranquilos al no haber encontrado cosas desagradables, nos dedicamos a identificar los sonidos de aquel paraje. Aves, grillos, viento y el correr del agua. Fue sorprendente la claridad e independencia de cada sonido. Nos reunimos siguiendo la voz de Jesús y dejamos atrás el bosque para entrar en un pasillo intermedio donde nos topamos con otra puerta cerrada. Esperamos.

Mi corazón ya algo agitado incrementó su ritmo al escuchar detrás de aquella puerta sonidos de una bulliciosa calle. La oscuridad era total, perfecta. Por más que intenté abrir los ojos, pasar la mano frente a la cara, ahí no había nada que ver. “No forcen la vista, les dolerá la cabeza, lo mejor es que cierren los ojos y se relajen”, decía Jesús con voz firme, calmada. Al abrirse la puerta de la siguiente habitación, cayó sobre nosotros una avalancha de sonidos. Cláxones, motores, voces, sirenas. La tensión creció dentro de mi vertiginosamente. Podía escuchar mi propia respiración aún sobre aquel estruendo. Avanzamos hasta lo que identificamos como el fin de la banqueta y el principio de la calle, esto, gracias al uso de nuestros bastones. Jesús nos pidió detenernos y nos explicó el funcionamiento de los semáforos auditivos y como deben ser usados para cruzar una calle. En mi vida había pensado que existiera tal cosa pero en aquel momento me pareció de lo más obvia su necesidad. Al identificar el sonido de “Siga”, bajamos la banqueta y comenzamos a cruzar la calle, tropezando entre nosotros, nerviosos, torpemente. Tras unos instantes que me parecieron una eternidad, llegué al lado opuesto de la calle. Al tocar la banqueta subí casi dando un brinco. Estaba agotado, alterado, como si acabara de correr un triatlón. Tuve que obligarme a cerrar los ojos que mantenía tan abiertos como me era posible y a hacer ejercicios de respiración ya que me encontraba a un instante de pedir que me dejaran salir de aquel infierno de invisibilidad. Algunos de los miembros del grupo indicaron que “algo” les había bloqueado el camino al atravesar la calle. Lo que impedía el flujo era un carro estacionado sobre el área peatonal. Una profunda sensación de vergüenza nos embargó al recordar cuantas veces al día nos detenemos con nuestros vehículos sobre esta zona. Por fin, dejamos la calle y entramos de nuevo a un pasillo intermedio, previo a la siguiente sala.

La nueva habitación fue un pacífico paseo por un mercado. Casi silencioso, lleno de murmullos, olores y sutiles sensaciones. Por todos lados había canastos llenos de frutas, verduras, granos, utensilios para cocina y demás artilugios vendidos en los mercados callejeros. Para mi sorpresa, fui incapaz de reconocer siquiera la mitad de los objetos ahí presentes. Mientras tocaba y olfateaba con esta gran nariz que ahora sé sirve solamente de adorno, escuchaba al resto del grupo nombrar los objetos identificados. Que poca importancia le damos a nuestro olfato y tacto en la vida diaria. Dejamos atrás el mercado. Avanzamos cada vez con más humildad y con los sentidos más alertas.

En la penúltima habitación se percibía un ambiente libre, abierto. Aventuramos adivinar que estábamos en la playa, en un establo tal vez, hasta que alguien dio en el clavo, estábamos al lado de un cuerpo de agua, una laguna. Jesús nos pidió imagináramos estar en la rivera de Chapala donde tomaríamos una lancha hasta la isla de los Alacranes. Mi mente comenzó a divagar, “¿Cómo sería un paseo en lancha sin poder disfrutar el paisaje? ¿Sin ver el destino? ¿Sin mirar el puerto que va quedando atrás?” Abordamos poco a poco, con mucho cuidado a lo que simulaba ser una lancha, misma que se movía como sobre el agua cada que alguien se incorporaba y tomaba su lugar. Podíamos escuchar el sonido de las aves, sentir la suave brisa del viento. Cuando todos estuvimos listos, escuchamos el potente sonido de un motor al encenderse y la lancha hizo un movimiento lateral, simulando el inicio del desplazamiento. Un fuerte viento se hacía sentir proveniente de la dirección en la que nuestra lancha imaginaria navegaba. El realismo de la experiencia simulada fue más de lo que mi pequeña pudo soportar por lo que lloraba y se abrazaba con fuerza de su madre. Esto, lo supe después. Jesús, con tino y gran sensibilidad nos puso a cantar, como cuando se está alrededor de una fogata. Como por arte de magia, en un momento, el llanto desapareció. Seguimos nuestro recorrido imaginario. Unos minutos después, descendimos de la barca y pasamos a la última sala del recorrido.

Entre las indicaciones previas a la exhibición, se nos sugirió llevar monedas de 5 ó 10 pesos. Cuando lo leí, aquel detalle me pareció curioso por lo que llegué preparado de acuerdo a lo indicado. La última habitación era una tienda donde podíamos comprar alguna golosina, café y no recuerdo que otras cosas. Al parecer yo fui el único con monedas o con el interés de participar en el juego. Saqué mi dinero de la bolsa delantera derecha de mis pantalones de mezclilla, donde siempre las guardo, y pedí unos pingüinos. Con la boca medio húmeda anticipando el dulce sabor a pan, chocolate y crema de aquel postre industrializado, me vi en el aprieto de identificar las monedas en mi mano para poder pagar la cantidad correcta. Me pregunté si las monedas tienen código Braille, como los libros y algunos objetos destinados a los invidentes. No es que sepa leer Braille pero es algo que jamás me había cuestionado, como tantas otras cosas que aprendí aquel día de sábado por la tarde.

Al terminar el recorrido fuimos llevados a un pasillo a media luz, específicamente preparado para pasar ahí unos minutos y permitirle a nuestros ojos reajustarse a la intensidad de nuestro mundo lleno de luz y de imágenes llenas de significado. Jesús se dejó ver por primera vez. Era delgado, joven y cercano al metro setenta. Cuando repasé la imagen que me había formado de él, me di cuenta que esperaba a una persona de más de 50 años, bajito y rechoncho. Bajo la suavidad de su voz fuimos llevados por una serie de meditaciones sobre las condiciones en que viven los discapacitados y la poca importancia que nosotros le damos a ello. Jesús nos dio las gracias a nombre de todo el equipo que trabaja en la exposición, gracias por dedicarle aquel tiempo a comprender su mundo. “Todos mis compañeros del Dialogo en la Oscuridad son ciegos, y yo”, nos confesó, “estoy perdiendo la vista, pronto quedaré ciego también”. En su voz no había tristeza, dolor ni desesperanza. En nuestros corazones quedó un profundo vacío, oscuro, donde el dialogo, fluía con facilidad.

martes, 2 de marzo de 2010

Voy a por todo


Todo buen mexicano conoce las consecuencias de beber Tequila sin el debido respeto. El elixir tapatío, uno de los iconos de nuestro país, puede convertir una simple reunión en una gran pachanga pero además puede terminarla de forma desastrosa. No todos los extranjeros hacen caso de las advertencias y deben pagar las consecuencias como Daniel, proveedor y amigo Barcelonés, quien retó a los dioses aztecas y perdió la batalla vergonzosamente.

Al medio día de un agradable sábado salimos en carro de Guadalajara con destino a ciudad de Chapala buscando un poco de descanso y esparcimiento después de un par de largas y complicadas semanas de trabajo. El diario se encontraba en un período de cambio en sus sistemas editoriales, proceso siempre penoso para los responsables y las víctimas, por lo que se buscaba minimizar el desorden acelerando los cambios lo más posible. Un robusto equipo de especialistas de varias partes del mundo se dedicaba y desvivía por cumplir las órdenes de la dirección. Entre ellos Toño del DF, Karla de Ann Harbor, Michigan, José Jorge de Madrid y Daniel de Barcelona conformaban la comitiva foránea.

El grupo era de lo más ecléctico por sus diversos orígenes pero aún así todos nos comportamos y convivimos civilizadamente bajo la luz del día. Llegamos a nuestro objetivo a eso de la 1 de la tarde. Anduvimos un rato en carro por las calles de la localidad buscando donde estacionarnos. El auto quedó lejos del malecón lo que sirvió para comenzar el paseo con una caminata por las pintorescas calles decoradas con adornos patrios, estando ya cercana la fiesta de nuestra independencia. Nuestros amigos españoles demostraron un valor comparable sólo al de Hernán Cortez al consumir todo lo que los puesteros les ofrecían. Elotes dorados, charales, tejuinos, biónicos. En general, parecían disfrutar de todo. Los pequeños locales de chácharas abarrotaban la calle principal frente a la laguna donde nuestros turistas se armaron de regalos y recuerdos a precios tan ridículamente bajos que hasta a nuestros chilapatíos ojos parecían un abuso. Tamborcitos, pequeñas guitarras de juguete, víboras que descienden una escalera de madera. Todos juguetes ancestrales que deben tener más años vendiéndose en los mercados mexicanos que los años de la colonia española en nuestro continente.

Aunque era agradable y apacible nuestro recorrido por la ribera de Chapala el hambre demandó nuestra atención y decidimos seguir con el tour. Emprendimos ahora el camino hacia Tlaquepaque. Nos estacionamos muy cerca del Parián y nos dejamos arrastrar al interior por el sonido del mariachi. Sentados en los equipales más cómodos del universo, ordenamos margaritas y cervezas, acompañadas de cacahuates y papas fritas. Los mariachis realizaron su tradicional recorrido por las más afamadas melodías Mexicanas, tan famosas, que algunas de ellas eran conocidas por los españoles y hasta por la norteamericana. Una vez pasado un ataque de risa provocado por “The mariachi crazy wanna to dance” dejamos el Parián y nos refugiamos en el fabuloso restaurante Casa Grande. Dentro de la que probablemente fue una casa de una familia de alcurnia de principios del 1900, las mesas se encontraban dispuestas en el patio interior. Los muros cubiertos por enredaderas, cada esquina y rincón embellecido con macetones y varias fuentes brindando el relájate y hechicero sonido del agua corriente.

El temple español continuó sorprendiéndonos ahora con las selecciones de la cocina tradicional mexicana. Queso fundido con chorizo, sopa de tortilla, chiles rellenos, arrachera con guacamole. Nada amedrentaba a nuestros conquistadores. Ahora con tono más delicado, el mariachi femenil de Tlaquepaque nos obligó a subir el volumen de la voz y los grados Gay Lusac de nuestras bebidas. Rones, Brandys y Tequilas desfilaron frente a nuestra mesa, aunque hasta el momento, el único que retaba al Tequila era Toño que con sus 30 años de edad, 95 kilos de peso y 1:90 de estatura, parecía que bebía rompope de convento. A eso de las 6 de la tarde fuimos forzados a abandonar el restaurante. Casi ofendidos y decididos a no interrumpir la fiesta enfilamos de regreso a Guadalajara, haciendo escala en una vinatería para abastecernos de bebidas. Comida no era necesaria ya que Daniel había traído consigo una buena dotación de queso Cabrales y de Sobrazada, un embutido similar al chorizo mexicano, con alto contenido calórico y fuerte sabor a campo. Llegamos a casa a eso de las 7:30 PM donde la fiesta comenzó de nuevo.

Acompañados por Bullet, un fornido Bulldog americano de más de 60 kilos, nos acomodamos en la sala, cada quien con su bebida de preferencia. Mientras escuchábamos música y hablábamos en una mezcla de español, chilango, tapatío e inglés le entramos con alegría a la botana española cortesía de Daniel, quien veía con asombro la facilidad con la que Toño bebía tequila, ahora en un caballito. Creemos que el caballito fue el gancho que lo atrapó. Toño sirvió dos caballitos y con una sonrisa muy sínica rezó: “Como dijo Hidalgo, que chingue a su madre el que deje algo” y acto seguido apuró el tequila de un golpe. “Joder”, increpó Daniel e hizo lo propio con su caballito. Al segundo “Hidalgo” comenzó el acabose de la borrachera chilango-barcelonés, rompiendo ambos en estruendosas carcajadas.

5 caballitos después, Daniel estaba eufórico, cantaba, gritaba y mentaba madres con un vocabulario digno de un torturador de la inquisición. “José Jorge”, dijo casi de forma ininteligible, “toma la cámara que voy a por todo”. Los pobres mexicanos no comprendíamos a que se refería pero José Jorge se levantó de su sillón como rebotado por un resorte y corrió a tomar la cámara. “Pongan la del Full Monty que voy a por todo”, decía una y otra vez. En ese momento comprendimos a que se refería. Mientras buscábamos algo que se asemejara a la música de fondo utilizada en la escena final de la película The Full Monty donde los protagonistas se desvisten en un bar de segunda para recaudar dinero, Daniel se dedicó a despejar la mesita baja de la sala. No sólo pretendía hacer el show sino que además lo haría como los grandes. Con música de Fleetwood Mac de fondo, Daniel logró subirse a la mesa casi matándose en el intento y comenzó a bailar suavemente, con los ojos cerrados y mordiéndose los labios. Con la gracia de los hipópotamos de “Fantasía“ de WaltDisney fue perdiendo prendas. La sala de mi casa era pequeña, tanto que parecía que nos haría un “lap dance” en cualquier momento, por lo que salimos todos de ahí y miramos el espectáculo desde el comedor y el pasillo. La chamarra fue el inicio que robó a las damas presentes un grito de ánimo para el ejecutor. Quitarse los zapatos fue un gran reto ya que Daniel trataba de hacerlo sin dejar de contonearse, dopado con 7 caballitos de tequila. Cuando se quitó la camisa comenzamos a creer que en realidad iba a cumplir la amenaza. Fuimos “deleitados” con una buena melena en el tórax y con una rebosante barriga cervezara de treintón sedentario. Nuestra invitada de USA parecía entrar en estado de shock. Su educación en una población tradicionalista y religiosa en el norte de USA, aunado a sus cortos años, la mantenían atrapada entre el espanto, la fascinación y la necesidad urgente de salir corriendo. A continuación Daniel se quitó los calcetines ya con un dominio sobrenatural del equilibrio de su pista de baile. Cuando comenzó a desabrocharse los pantalones de mezclilla sonó un grito al unísono y José Jorge aprovechó para lanzarle un sobrero de paja que habían comprado aquella mañana en la ribera de Chapala. Daniel lo atrapó y se lo colocó en la cabeza. Sin más preámbulos, se bajó los pantalones, los ondeo sobre su cabeza con una habilidad que nos hizo dudar si esa era su primera vez en escena. Bullet, el Bulldog de 60 kilos saltó sobresaltado con aquella maniobra y ladró a todo pulmón. Karla llevaba un buen rato intentando ponerle a Daniel un billete de 5 dólares en alguna parte, como seguramente lo había visto en alguna película americana, arrepintiéndose cada vez que se acercaba a él. Daniel hizo algunos giros mostrándonos su anatomía apenas censurada con una trusa gris con muchas horas de vuelo.

Como enviado por el productor de la obra, se efectuó un cambio de pieza, comenzando una melodía suave, lenta, sensual, misma que Daniel aprovecho para quitarse el sombrero dela cabeza y colocárselo frente a sus partes pudendas. Los asistentes al aquelarre no podíamos más de la impresión y del dolor de estómago de tanto reír. Nos mirábamos entre nosotros y mirábamos a otras partes cuando al regresar la mirada al actor central, sostenía en una mano la trusa y se meneaba lentamente cubriéndose sus cositas con el sombrero. Karla dominada por momento de éxtasis, se lanzó decidida a ponerle el billete al bailarín. A tan sólo un metro de distancia recapacitó ya que no había donde ponerle el billete al protagonista. La voz de José Jorge se escuchó por sobre el escándalo, clara y contundente: “metédselo en el culo”. Karla mostró en su rostro todos los colores del arcoíris e impulsada por los gritos de “go, go, go” de los demás, alargó la mano hacia el trasero de Daniel, mismo que dándose cuenta del atropello que sería cometido sobre su persona, retiró el sombrero y se mostró en todo su esplendor a la pobre Karla que debe seguir corriendo hasta el día de hoy del susto que se llevó.

Daniel bailó un par de minutos más y cuando al fin terminó la música, bajó de la mesa y se desplomó en un sillón, como víctima de un ataque cardíaco fulminante. José Jorge fue el primero en recobrar la compostura acercándose al agotado bailarín y le ayudó, casi como vistiendo a un cadáver, a ponerse lo jeans. El resto de los presentes fingimos que ahí no pasaba nada. Reacomodamos las botanas y las bebidas en la mesa de centro, pusimos más música y nos sentamos a tratar de retomar la reunión. Daniel estaba sentado tal como había caído después de su performance. Piernas abiertas, jeans a medio subir y cerrar, barriga de fuera, boca abierta y la cabeza recostada en el respaldo del sillón con los ojos bien cerrados. Respiraba con dificultad y no daba señales de que fuera a mejorar. Eran apenas las 10 de la noche. Cuando su cuerpo demandó deshacerse de todo lo que había sido obligado a ingerir, lo llevamos a toda velocidad al baño de visitas. Lo dejamos ahí sólo, dándole un poco de privacidad en ese ritual ancestral posterior a los festejos inspirados en Baco. Pasamos horas, literalmente, intentando que Daniel saliera del baño o tan siquiera nos dejara entrar para ayudarle. Los sonidos que provenían del baño eran inauditos y temíamos por su salud. ¿Habría entrado al baño algún demonio milenario sin nosotros darnos cuenta y lo estaba devorando cruel y lentamente? Cerca de la 1 de la mañana logramos convencerlo y nos dejó entrar. Ahora entre Toño y José Jorge, subieron a Daniel casi en brazos a la regadera en la planta alta donde le suministramos un generoso baño mismo que sirvió para regresarlo al mundo de los vivos, tan sólo lo suficiente para poderlo escoltar hasta el carro y llevarlo a su habitación de hotel.

Cerca de las 4 de la mañana dejamos a los conquistadores en el hotel Camino Real, cansados, ya medio crudos y tan apenados que no quisieron despedirse de mano.

Hace muchos años de aquella tarde de celebración a la mexicana. Hemos visto a Daniel en muchas otras ocasiones y sabemos que nunca más ha vuelto a probar el tequila. Fuimos afortunados de presenciar aquel espectáculo espontáneo y sentido y lo único que nos queda es la tristeza de saber que las fotos de la velada fueron destruidas por José Jorge tras detalladas explicaciones sobre el futuro de Daniel si llegaban a ser vistas por su esposa, allá, en el viejo continente.