Cuando fue mi turno de pasar por el portal de entrada a la exhibición, la encargada del museo, con rostro serio y la mano extendida hacía mi, me pidió le entregara mis lentes. Sentí caer mi estómago al suelo y la sangre arrobarse en mi rostro. Instintivamente d un paso atrás, olvidando respirar por unos instantes. Ella, seguramente acostumbrada a este tipo de reacciones, dulcificó sus facciones ofreciéndome una suave y tierna sonrisa al tiempo que me decía: “No se preocupe, a donde usted va, los lentes no le serán de utilidad”.
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Desde hace algunos meses se está presentando en el museo Trompo Mágico de Guadalajara la exhibición Diálogo en la Oscuridad. El nombre de la exhibición excita la curiosidad e invita a visitarla. A diferencia del resto de las exhibiciones presentadas en el Trompo Mágico que están abiertas al público permanentemente, para poder asistir al Diálogo, es necesario hacer reservación y esperar turno en una larga fila, hasta por un mes. Hicimos nuestra reservación y con resignación aceptamos nuestro lugar tres semanas más adelante, un sábado por la tarde. No hay precisamente mucha información sobre su contenido, solamente algunas frases crípticas sobre lo que ahí se presenta y algunas vagas indicaciones. Decidimos hacernos cómplices del misterio, no averiguamos más y esperamos pacientemente nuestro turno.
A fuerza de pasar frente al museo todos los días camino a la escuela y al trabajo, la espera se hizo larga y nuestras expectativas crecieron día a día. Al fin, llegó el esperado sábado. Comimos temprano y corrimos para llegar a tiempo. Nos presentamos 15 minutos antes de nuestra cita en nuestro afán por ser puntuales en un país donde el reloj funge meramente como un accesorio decorativo. Fuimos invitados a “pasear” por el museo y a “regresar en un ratito”, por lo que aprovechamos para dar una vuelta por nuestras exhibiciones preferidas. El ala del museo con los experimentos sobre física es nuestra preferida. Con tan poco tiempo entre manos sólo pudimos fluir por entre los pasillos de forma superficial.
A las 4 en punto nos presentamos nuevamente en la entrada a la exhibición. Tras otros 10 minutos de espera y ser víctimas de unas agresivas miradas de otros visitantes que decepcionados al vernos llegar vieron perdida su esperanza de entrar sin cita gracias a la característica inasistencia Mexicana, fuimos admitidos y llevados a un área de recepción donde seríamos instruidos sobre el contenido del espectáculo. Ahí comenzaron las sorpresas. La presentadora expuso objetivos y detalles. Diálogo en la Oscuridad busca sensibilizar a la gente sobre la vida de los invidentes y en general invita a extrapolar esta experiencia para comprender a los discapacitados en general. La exhibición, se no explicó, ha sido presentada alrededor del mundo durante los últimos años. Dicha sensibilización es llevada a cabo exponiendo a los visitantes a pasear por una hora en la oscuridad total, absoluta, dentro de una serie de habitaciones que representan diferentes lugares y ambientes. Durante la explicación la mano de mi hija más pequeña comenzó a sudar. Nos entregaron un bastón blanco, es así como se le llama a los bastones utilizados por los invidentes, y nos instruyeron en el uso del mismo. Resulta sorprendente lo poco que sabemos de los recursos utilizados por las personas que no gozan de todos sus sentidos. Aprendimos como mover el bastón. Tomándolo con gentileza, reclinado frente a nosotros y siempre moviéndose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Una vez dominado el arte en el manejo del bastón, se nos habló sobre la importancia del sonido en aquel mundo sin imágenes. Nuestra voz sería la herramienta que le permitiría al guía llevarnos a través de aquel laberinto negro, por lo que debíamos responder fuerte y claro cada que así nos fuera solicitado. Asentir con la cabeza o señalar con las manos, se nos indicó, resulta inútil en la oscuridad.
Con los sentidos alertas por la plática preparativa fuimos invitados a entrar a la exhibición. Debíamos mantenernos cerca y atentos a las indicaciones del guía. Entregué mis lentes en un acto de Fe, característica arto escasa en mi personalidad. Nuestro grupo estaba formado por unas 10 personas quienes entramos a un pasillo a media luz, con cautela y algo nerviosos. Una vez dentro, escuchamos como se cerró una puerta detrás de nosotros. La noche cayó de inmediato. Una voz proveniente de algún lugar desconocido nos dio la bienvenida. Era de nuestro guía, Jesús. Pensé cuan conveniente y simbólico resultaba ser que el nombre de nuestro guía fuera Jesús. Salí de mis meditaciones cuando Jesús nos dio algunas instrucciones adicionales y nos encaminó hasta la entrada a la primer habitación.
Dentro de ella, Jesús nos invitó a adivinar donde nos encontrábamos. En el andar por aquel espacio desconocido yo alcancé a sentir algo parecido a ramas en la cara y algunos olores sugerían tierra y agua. “En un bosque”, dijo mi hija la mayor con voz fuerte y un poco temblorosa. Al sabernos dentro de un bosque, nuestra imaginación se disparó en múltiples direcciones, casi todas ellas de temor por lo que conocemos se puede encontrar allí. Jesús nos pidió no tener miedo, explorar y describir todo aquello que encontráramos a nuestro paso. Identificamos un puente de madera, varios árboles, un par de bancas y por supuesto muchas ramas. Un poco más tranquilos al no haber encontrado cosas desagradables, nos dedicamos a identificar los sonidos de aquel paraje. Aves, grillos, viento y el correr del agua. Fue sorprendente la claridad e independencia de cada sonido. Nos reunimos siguiendo la voz de Jesús y dejamos atrás el bosque para entrar en un pasillo intermedio donde nos topamos con otra puerta cerrada. Esperamos.
Mi corazón ya algo agitado incrementó su ritmo al escuchar detrás de aquella puerta sonidos de una bulliciosa calle. La oscuridad era total, perfecta. Por más que intenté abrir los ojos, pasar la mano frente a la cara, ahí no había nada que ver. “No forcen la vista, les dolerá la cabeza, lo mejor es que cierren los ojos y se relajen”, decía Jesús con voz firme, calmada. Al abrirse la puerta de la siguiente habitación, cayó sobre nosotros una avalancha de sonidos. Cláxones, motores, voces, sirenas. La tensión creció dentro de mi vertiginosamente. Podía escuchar mi propia respiración aún sobre aquel estruendo. Avanzamos hasta lo que identificamos como el fin de la banqueta y el principio de la calle, esto, gracias al uso de nuestros bastones. Jesús nos pidió detenernos y nos explicó el funcionamiento de los semáforos auditivos y como deben ser usados para cruzar una calle. En mi vida había pensado que existiera tal cosa pero en aquel momento me pareció de lo más obvia su necesidad. Al identificar el sonido de “Siga”, bajamos la banqueta y comenzamos a cruzar la calle, tropezando entre nosotros, nerviosos, torpemente. Tras unos instantes que me parecieron una eternidad, llegué al lado opuesto de la calle. Al tocar la banqueta subí casi dando un brinco. Estaba agotado, alterado, como si acabara de correr un triatlón. Tuve que obligarme a cerrar los ojos que mantenía tan abiertos como me era posible y a hacer ejercicios de respiración ya que me encontraba a un instante de pedir que me dejaran salir de aquel infierno de invisibilidad. Algunos de los miembros del grupo indicaron que “algo” les había bloqueado el camino al atravesar la calle. Lo que impedía el flujo era un carro estacionado sobre el área peatonal. Una profunda sensación de vergüenza nos embargó al recordar cuantas veces al día nos detenemos con nuestros vehículos sobre esta zona. Por fin, dejamos la calle y entramos de nuevo a un pasillo intermedio, previo a la siguiente sala.
La nueva habitación fue un pacífico paseo por un mercado. Casi silencioso, lleno de murmullos, olores y sutiles sensaciones. Por todos lados había canastos llenos de frutas, verduras, granos, utensilios para cocina y demás artilugios vendidos en los mercados callejeros. Para mi sorpresa, fui incapaz de reconocer siquiera la mitad de los objetos ahí presentes. Mientras tocaba y olfateaba con esta gran nariz que ahora sé sirve solamente de adorno, escuchaba al resto del grupo nombrar los objetos identificados. Que poca importancia le damos a nuestro olfato y tacto en la vida diaria. Dejamos atrás el mercado. Avanzamos cada vez con más humildad y con los sentidos más alertas.
En la penúltima habitación se percibía un ambiente libre, abierto. Aventuramos adivinar que estábamos en la playa, en un establo tal vez, hasta que alguien dio en el clavo, estábamos al lado de un cuerpo de agua, una laguna. Jesús nos pidió imagináramos estar en la rivera de Chapala donde tomaríamos una lancha hasta la isla de los Alacranes. Mi mente comenzó a divagar, “¿Cómo sería un paseo en lancha sin poder disfrutar el paisaje? ¿Sin ver el destino? ¿Sin mirar el puerto que va quedando atrás?” Abordamos poco a poco, con mucho cuidado a lo que simulaba ser una lancha, misma que se movía como sobre el agua cada que alguien se incorporaba y tomaba su lugar. Podíamos escuchar el sonido de las aves, sentir la suave brisa del viento. Cuando todos estuvimos listos, escuchamos el potente sonido de un motor al encenderse y la lancha hizo un movimiento lateral, simulando el inicio del desplazamiento. Un fuerte viento se hacía sentir proveniente de la dirección en la que nuestra lancha imaginaria navegaba. El realismo de la experiencia simulada fue más de lo que mi pequeña pudo soportar por lo que lloraba y se abrazaba con fuerza de su madre. Esto, lo supe después. Jesús, con tino y gran sensibilidad nos puso a cantar, como cuando se está alrededor de una fogata. Como por arte de magia, en un momento, el llanto desapareció. Seguimos nuestro recorrido imaginario. Unos minutos después, descendimos de la barca y pasamos a la última sala del recorrido.
Entre las indicaciones previas a la exhibición, se nos sugirió llevar monedas de 5 ó 10 pesos. Cuando lo leí, aquel detalle me pareció curioso por lo que llegué preparado de acuerdo a lo indicado. La última habitación era una tienda donde podíamos comprar alguna golosina, café y no recuerdo que otras cosas. Al parecer yo fui el único con monedas o con el interés de participar en el juego. Saqué mi dinero de la bolsa delantera derecha de mis pantalones de mezclilla, donde siempre las guardo, y pedí unos pingüinos. Con la boca medio húmeda anticipando el dulce sabor a pan, chocolate y crema de aquel postre industrializado, me vi en el aprieto de identificar las monedas en mi mano para poder pagar la cantidad correcta. Me pregunté si las monedas tienen código Braille, como los libros y algunos objetos destinados a los invidentes. No es que sepa leer Braille pero es algo que jamás me había cuestionado, como tantas otras cosas que aprendí aquel día de sábado por la tarde.
Al terminar el recorrido fuimos llevados a un pasillo a media luz, específicamente preparado para pasar ahí unos minutos y permitirle a nuestros ojos reajustarse a la intensidad de nuestro mundo lleno de luz y de imágenes llenas de significado. Jesús se dejó ver por primera vez. Era delgado, joven y cercano al metro setenta. Cuando repasé la imagen que me había formado de él, me di cuenta que esperaba a una persona de más de 50 años, bajito y rechoncho. Bajo la suavidad de su voz fuimos llevados por una serie de meditaciones sobre las condiciones en que viven los discapacitados y la poca importancia que nosotros le damos a ello. Jesús nos dio las gracias a nombre de todo el equipo que trabaja en la exposición, gracias por dedicarle aquel tiempo a comprender su mundo. “Todos mis compañeros del Dialogo en la Oscuridad son ciegos, y yo”, nos confesó, “estoy perdiendo la vista, pronto quedaré ciego también”. En su voz no había tristeza, dolor ni desesperanza. En nuestros corazones quedó un profundo vacío, oscuro, donde el dialogo, fluía con facilidad.