miércoles, 17 de febrero de 2010

Recuerdo de infancia


Buscando en las profundidades de mi memoria me doy cuenta que la mente trabaja de manera curiosa. Es como si tuviera un espacio limitado para almacenar recuerdos y según voy avanzando en la vida, los nuevos recuerdos van sobrescribiendo los más antiguos. Con tristeza me doy cuenta cuan pocos y difusos son los recuerdos de mi infancia. Sé que ahí deben estar por lo que he pensado en buscar un hipnotista para que intente recuperarlos, aunque sea por unas horas, suficientes para poderlos plasmar en blanco y negro, antes de que se vayan para siempre.

Aún sin fecha definida, la familia comenzó los preparativos como si fuera algo inminente. Tal vez pasó más de un año desde que mi padre nos anunció que nos llevaría a Disneylandia hasta el día que iniciamos aquel viaje inolvidable. Ese año hice mil cosas nuevas: ahorrar, estudiar, probar platillos nuevos. Nunca mi madre tuvo en sus manos una herramienta de negociación tan tremenda y efectiva. “O te comes los champiñones o le digo a tu padre que cancele el viaje”. Ahora sé que eso nunca sucedería pero a mis breves 9 años, aquella amenaza invocaba el fin del mundo.

La televisión, mi inseparable compañera, se volvió ahora en mi maestra de idiomas. Mi padre contrató el servicio de televisión por cable que en aquel entonces transmitía exclusivamente canales en inglés. Recuerdo con claridad el control remoto. Era un rectángulo como de 30x15x10 cms. Realmente grande. Tenía un botón por cada canal. Al presionar uno hacía un “clac” al atorarse en su nueva posición y levantar el otro botón. Pasé horas interminables frente a la tele mejorando mi inglés y soñando con usarlo en el viaje.

A finales de Febrero de 1975 partimos del aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México con destino a Tijuana, BC. Sobrevolando la ciudad me impresionó sobre manera la sequedad y la miseria de sus alrededores. Ya en el aeropuerto estábamos formados esperando por nuestras maletas cuando un hombre de unos treinta años y unos tres metros de altura, larga barba y una gran sonrisa, se acercó a mi padre dándose un fuerte abrazo. Jeffrey, hijo de un buen amigo de mi padre, viajó a recogernos y llevarnos hasta Los Ángeles, donde pasaríamos una noche en su casa antes de partir hacia la pequeña población de Anaheim, California, cercana al complejo de Disneylandia. Desde que entramos a estados unidos me impresionaron sobre manera las grandes avenidas, el orden, la limpieza, el espacio. No lo entendía, no lo comparaba, pero lo sentía. Yo tenía varios objetivos para mi viaje y ataqué de inmediato. A no más de 1 hora de habernos internado en “la tierra de las oportunidades” obligué a una parada en MacDonalds. Debí haber muerto intoxicado en ese viaje de tanto comer papas a la francesa y nuggets de pollo de Ronald MacDonald. Ya dentro de la ciudad de Los Ángeles, transitando por sus interminables avenidas, Jeffrey sacó de su bolsa tres pequeños sobres de papel y nos entregó uno a cada niño. Mis hermanos lo guardaron sin prestarle atención dando las gracias educadamente. Yo sin dar las gracias abrí el sobre casi rompiendo su contenido. 100 dólares. Regalo del amigo de mi papá para gastar en nuestro viaje. Grité tanto que la amenaza de mi madre de cancelar el viaje resurgió.

El primer día en Disneylandia fue tan maravilloso que tuvieron que darme medicina para el mareo buscando calmarme en la noche y poder así conciliar el sueño. La montaña del espacio, el Materhorn, el espectáculo de los osos, el Small World. Todo me resultaba increíble, hermoso y estúpidamente divertido. Creo que mis hermanos disfrutaron más viéndome perder la cordura que lo que disfrutaron del viaje mismo. Cada que mis padres se distraían yo salía corriendo a comprar palomitas acarameladas, mismas que debía devorar antes de entrar a la siguiente atracción. En algún momento me alejé lo suficiente de mis padres como para perderlos de vista. Totalmente apanicado por sentirme perdido, me senté a llorar en una banca. Un policía se me acercó de inmediato y en menos de lo que te sirven una BigMac, mis padres ya estaban regañándome de lo lindo.

Aquel mundo lleno de maravillas me dejó marcado con recuerdos sensibles. El olor del aire acondicionado en los carros y habitaciones de los hoteles. El sabor de los hotcakes con miel de maple canadiense. La frescura de los refrescos en lata que uno mismo podía comprar en máquinas por cada esquina que dieras la vuelta. La calidez del agua en la tina, donde jugaba por horas antes de dormirme con una colección de delfines de hule que compré en Sea World.

Hoy que soy padre y que mis recuerdos de infancia comienzan a desvanecerse, anhelo como pocas cosas en la vida el poder llevar a mis hijas a aquel paraíso de diversiones. Nuestro mundo moderno, dominado por el comercio internacional debe aminorar el impacto de las diferencias culturales pero de cualquier forma se que todos lo disfrutaremos como lo hice yo a los nueve años, edad en la que me importaba un comino que sería de mis recuerdos 35 años después.