martes, 28 de julio de 2009

La buhardilla

El frío me calaba hasta los huesos. Era enero y acababa de regresar de México. El peso de la soledad aunado al frío regiomontano hacía de aquel domingo uno de los más miserables que había vivido en la peculiar ciudad de Monterrey. Recostado sobre mi cama, completamente vestido, incluyendo botas vaqueras y tapado con un par de cobijas recorría mi pequeña habitación con la vista. En realidad no tenía porque estar triste, acababa de pasar unas excelentes vacaciones y estaba rodeado de todo lo que amaba en la vida. Mis discos, mis libros, mi grabadora y mi bicicleta, una vieja Benotto de ruta. “Este encierro es voluntario”, me repetía una mil veces, “este encierro es voluntario”, luchando por convencerme que podía salir de él cuando así lo quisiera.

El cuarto que rentaba era de unos 3 por 6 metros. Un baño, una diminuta cocineta y un espacio abierto eran todo lo que definía mi espacio vital. El clima, como los arbustos y las cañerías, se había congelado, no transcurría. No tenía deseos de levantarme ni a encender el radio, a servirme una cuba, a encender un cigarro. Sólo quería que pasara el tiempo, que terminara el día. Como siempre, mis cadenas eran atadas por mi mismo. Podía salir a andar en bici pero no, hacía mucho frío. Podía ir al cine y a comer una hamburguesa al carbón, para variar tenía dinero, dinero que mi madre me había regalado en navidad pero no, prefería guardarlo para una emergencia.

Eran apenas las 12 del medio día. El Regiomontano, tren de pasajeros que recorría dos veces al día la distancia entre la ciudad de México y Monterrey, había llegado puntual, a las nueve de la mañana después de 12 horas de recorrido. Una hora de camino de la central a “casa”, una hora para desayunar cualquier cosa que había sido olvidada antes de partir al DF, una hora para desempacar con manos ateridas y poco ánimo. Las 12. Tantas horas por delante y tan pocas ganas de moverse. Un par de horas después, desperté de una siesta y la sed me obligó a salir de la cama. Me puse mi vieja chamarra, última prenda contra el frío no utilizada hasta el momento y salí de mi habitación para ir a la tienda, que era casi como ir al baño. La señora Márquez, mi casera, había construído cuatro habitaciones frente a su casa en lo que antes había sido el jardín de sus hijos. Una habitación la ocupaba yo desde hacía 6 meses. La segunda la ocupaba Miguel, el hijo mayor de la señora Márquez, pianista, filósofo, literato y un poco asceta. La tercera habitación estaba sin ocupar, en espera de otro incauto. La cuarta habitación, la más grande de todas, había sido destinada a ser “la tiendita de la esquina”. Abrí mi puerta y caminé unos 10 pasos, suficientes para llevarme hasta ella. “Que tal Gabriel”, “Hola señora Márquez”, “¿Qué tal tu viaje al DF?”, “Todo bien gracias”, “¿La familia, los amigos?”, “Todos bien, gracias”

Aunque solo tenía 6 meses en “la buhardilla”, como había sido bautizada por Rodrigo el día que la conoció, la señora Márquez me conocía ya bastante bien, al menos comprendía mis estados de ánimo, cosa que no podría ocultar durante el resto de mi vida. Tome una Coca, unos Marlboro rojos, unos cerillos y una caja de panquecitos de chocolate. Armado con la felicidad en las manos, pagué, dí las gracias y regresé a mi habitación.

Más animado, recurrí a todos los antidepresivos que tenía al alcance. Puse el “The Wall” de Pink Floyd, me serví una cuba bien cargada de Bacardí blanco con Coca sin limón, no había. Me senté sobre la cama, acerqué el bote de basura para usarlo como cenicero, no creo haber tenido uno. Encendí un cigarro y lo combiné con la cuba y un exquisito pastelito de chocolate. En realidad era una mezcla asquerosa por lo que guardé el pastelito en su empaque y lo metí en mi diminuto refrigerador. Que ironía, afuera debía de estar cerca de los 5° bajo cero y yo guardando un pastelito en el refrigerador. Recordé una broma que escuché un día en que luchaba por no congelarme en el tercer refugio alpino del Popocatepetl. “¿Quieres un refresco frío o al tiempo? Frío por favor, al tiempo estaría de la chingada”. El tiempo, estaba de la chingada.

Mi cuarto había permanecido cerrado, solo, durante 3 semanas, por lo que hacía más frío dentro que en la calle. Di un salto de regreso a la cama, me quité las botas y me tapé de nuevo con las cobijas. Cantando a todo pulmón “good bye, blue sky…”, claro, sin soltar la cuba y el cigarro, tome otro antidepresivo, el mas eficaz evasor de la realidad de que disponía. Un cuaderno, un lápiz y mis escuadras. Una sonrisa iluminó mi rostro al dedicarme a mi pasatiempo favorito, “diseñar” el mueble ideal donde colocaría todas mis pertenencias cuando tuviera el espacio y el dinero para ello. “So ya, thought ya, might like to goto the show”, tronaba Roger Waters con el desprecio que tanto me gusta. Otros dos cigarros, otra cuba, King Crimson y su “Court of the Crimson King” tomó su lugar en la grabadora al terminar “The Wall”. Los dibujos nacían y morían, ninguno me llenaba. Uno tras otro eran hechos bola y eran arrojados al bote de basura / cenicero, justo a mi lado. En ese momento lo importante no era el diseño final sino el placer de dibujar en perspectiva, soñar con las dimensiones exactas, esas pequeñeces eran las que disfrutaba sobre manera. Rodrigo decía que ese vicio mío era mi camino a la nostalgia cuando en realidad era mi escapatoria de la misma.

Más cigarros, mas cubas, Queen, Triumvirat, Styx. Y de pronto, se hizo de noche….. Estaba completamente borracho…. El cuaderno de los dibujos estaba tirado en el suelo, ya no era necesario. Styx calló y con ellos mi euforia, se hizo un silencio sepulcral. Atontado, divertido, cansado y con la garganta adolorida de tanto cantar, seguía recostado en mi cama, dentro de aquella pequeña habitación que me servía de cárcel. Lo había logrado, había terminado el domingo. Poco quedaba por hacer, pero aún tenía un par de actividades para cerrar con broche de oro el regreso al exilio. Caminé hasta el baño, unos 4 pasos, cerré la puerta a mis espaldas por instinto, me enjuagué la cara y sin poderme contener, lloré, sollocé en realidad, confundiendo mis lágrimas con el agua helada, de pie, con los ojos cerrados, evocando los recuerdos dulces, los amores intensos del pasado y la esperanza de un mañana incierto.

Regresé a la cama, me cambié la ropa del viaje por unos pants, tomé un cuento de Mafalda y me metí en la cama. Paz, al fin. Reí unos minutos ahí en mi soledad sin pensar en nada, en nadie. Cuando ya no pude más, me quité los lentes y los coloqué en el piso con el resto de los despojos de mi fiesta ermitaña. Cuaderno, lápiz, escuadras, cigarros, cerillos, vaso, botella de ron vacía, Coca Cola, empaque de pastelillo de chocolate. ¿A qué hora me lo comí? Qué importa. Y por último el cuento número 2 de Mafalda con mis lentes dentro. Apagué la luz y me entregue al sueño como lo haría cualquier persona normal, común y corriente. “Hoy puede ser un gran día y mañana también” parafraseé a Serrat antes de perderme en el sopor de un sueño tan anhelado.

jueves, 9 de julio de 2009

De Huamuchil y Cuestecomate


En esta edición, Viajes Casillas, decidió ofrecer un paseo un poco diferente a los que nos tiene acostumbrados. En el plan estaban incluidos los parajes rurales de Jalisco y Nayarit pero esta vez no hubo bicicletas involucradas. Con tan solo unos días de planeación, se lanzó una pequeña convocatoria para el paseo a El Rosario, Nayarit. El Rosario, es ese pueblo místico que flota continuamente dentro de las pláticas de Miguel. Aquel lugar donde nuestro querido presidente vivió felices veranos de infancia jugando con las cosas más elementales y antiguas de este mundo.

Como contrapunto, el viaje inició en casa de un buen amigo a quien Miguel debía regresar la Land Rover prestada durante su breve estancia en Guadalajara. Partiendo al medio día de la ciudad, con una breve escala en La Playa, emprendimos el camino hacia El Rosario. Recorrimos un largo corredor lleno de paja y caña, sobrante de la siembra en proceso. Pasando por Teuchitlán, Etzatlán y demás pueblos terminados en Tlan, Miguel fue recobrando su infancia a fuerza de ver el paisaje a nuestro alrededor. Cada curva, cada caserío, cada cañada, servía como catapulta a aquella época donde la vida era mucho más simple. Tras un par de horas de camino, habiendo dejado atrás La Estancia, llegamos a El Rosario.

Nuestra primer sorpresa fue encontrarnos con un desvío en la calle principal a la llegada, viéndonos obligados a tomar el libramiento, ya que la entrada del puente levadizo se hallaba también en mantenimiento. Hay un chiste muy viejo que contaban cuando yo era niño sobre un personaje llamado Popochas, quien conocía a todo el mundo. Cuando conocí al Miguel Casillas, me di cuenta que no era chiste aquel del Popochas, sino una anécdota de alguien a quien conocería más adelante en la vida. Pues si Miguel es capaz de saludar a diestra y siniestra en la gran metrópoli de Guadalajara, se podrán imaginar lo abrumado que estaba en su tierra “natal”. No exagero si les digo, que hasta un par de caballos se acercaron a rendirle honores. Por caminos de piedra, terracerías, cauces secos de ríos de temporal, nos abrimos paso camino a El Manto, balneario local y baluarte turístico de El Rosario.

Después de no más de 5 minutos de recorrer el pueblo, llegamos a El Manto. ¿A dónde? Llegamos a la mitad de la nada, con cerros secos y áridos a nuestro alrededor. Estábamos seguros que Miguel, nos quería tomar el pelo pero ya que su servidor carece del mismo, había esperanzas. Estacionamos la camioneta y nos acercamos a la entrada donde fuimos recibidos como familiares, cosa que en el caso de Miguel, era cierta. Tan solo comenzando a bajar los escalones, descubrimos que en el fondo de una cañada había albercas, muchas albercas de agua cristalina. Tan altas eran las paredes y tan cerrada la cañada que no daba un rayo de luz sobre aquellas albercas. Seguimos bajando y bajando y bajando hasta darnos cuenta que aquella agua corría, fluía. Era el afluente de un rio, contenido por pequeñas represas que formaban albercas de diferentes profundidades. Una obra de arte de ecoturismo. Después de saludar a otro grupo grande de conocidos entre quienes estaba Ramón el hermano mayor de Miguel, nos lanzamos al agua. Mis niñas, que nunca habían visto agua fuera de un vaso, una regadera o una alberca de azulejos, les sorprendió descubrir lama sobre el piso formado por piedras de rio. Poco les duró el asombro y se lanzaron a nadar.

Ya medio ateridos por el fresco del agua y la carencia de sol, Miguel propuso fuéramos rio arriba a ver la cascada. Nadamos contra corriente, muy suave por cierto, pretendiendo ser salmones y preguntándonos que harán ellos para nadar rio arriba cuando el agua del rio se termina. Nos resignamos y salimos del agua que no era suficientemente profunda para cubrir nuestros cuerpos tirados sobre el lecho del rio pedregoso. Caminamos por un lado del rio cada vez más rápido ya que el ruido de la cascada se hacía más fuerte a cada momento. No puedo comparar la cascada con ningún documental de la National Geographic pero eso si, su belleza, limpieza y sencillez brillaba debajo de un paisaje casi desértico. Brincamos como niños de regreso al pozo formado al pie de la cascada gracias a otra pequeña represa y para nuestra sorpresa, el agua estaba tibia. Numerosos chorritos de agua caían por las paredes y el agua, estaba caliente. Aquí la cañada estaba más cerrada que en el resto del “balneario” (me cuesta relacionar aquel lugar con la misma palabra que define a Chimulco. ¿?). La luz entraba desde lo alto con delgados rayos, iluminando algunas partes de las paredes. Reímos, trepamos, chapoteamos y nos asombramos de aquel hermoso rincón de Nayarit.

Terminamos la tarde dejando atrás el balneario y nos dirigimos de regreso al pueblo. Con los corazones exaltados y la piel aterida por los cambios de temperatura recorrimos lentamente el camino de tierra de regreso. Con el atardecer sobre las espaldas, alcanzamos a ver las cruces del panteón. Adriana, la fotógrafa designada, decidió inmediatamente el destino de nuestros últimos minutos de sol de ese sábado. Entramos al panteón donde Miguel preveía un encuentro con muchos parientes. Sencillo, ordenado y espeluznante como todos los panteones. Lo recorrimos hasta que la oscuridad nos recordó el porque hay que dejar en paz a los muertos durante la noche.

Llegamos a casa de los Casillas ya sin luz. Aquí nos encontramos con el resto de los visitantes. Lo primero que vimos fue una hamaca colgada en el patio y detrás árboles frutales. Durante un par de horas, hicimos una terapia grupal: adoración a nuestros orígenes. Todos los presentes, excepto los hermanos Casillas, estábamos extasiados del lugar, del clima, de la hospitalidad. Cenamos carne con chile y bebimos café de Córdoba, patrocinado por una de las invitadas.

Para cerrar el día, salimos a caminar al centro. Encontramos poca vida ya en el pueblo y nuestra última esperanza, La Pista, cantina del pueblo, estaba ya cerrada. Resignados, decidimos regresar a terminar con la botella de tinto que no logramos acabar en el balneario cuando nos encontramos con Chuy, otro familiar Casillas. Fuimos invitados enfáticamente a pasar a la casa de Chuy, quien nos recibió con un buen vaso de Tequila sembrado, cultivado, fermentado y producido hasta el final por el mismo. Con un delicioso olor y con efectos apendejantes, pasamos un buen rato bebiendo aquel Tequila y escuchando las historias de juventud que nos contaba Chuy sobre las peripecias de la familia.

Al día siguiente decidimos salir a caminar un rato para dar tiempo a que el sol calentara un poco el balneario. En este paseo conocí más vida silvestre que en todas mis visitas al zoológico Guadalajara y al mercado de San Juan de Dios. A cada paso encontrábamos árboles, matas, cactus, todos con frutos exóticos y otros no tanto. Guamuchil, papaya, guayaba, plátano, naranja, cuastecomate (si, aquella fruta utilizada en el Tequila que nos compartió Agustín en el Vallartazo previo), ciruela, anona, tamarindo, lima, limón, agave, arrayan, pitaya, mandarina, nanchi, guasipol, sandía, toronja, tunas y otros tantos que no recuerdo los nombres. Todo esto dando marco y haciendo compañía a los animales del lugar. Caballos, chivos, perros, puercos, patos, vacas, toros, mulas, machos, burros y no se cuantas variedades más de equinos y sus sub especies. Todos estos animales viviendo en la mayor paz, dentro y fuera de corrales que se caían a pedazos por el deterioro del clima y el abandono general que parecía aterrorizar al pueblo. Pero las sonrisas, los saludos con manos firmes y los abrazos hacían mirar el paisaje con otros ojos, ojos que no tenemos los animales de ciudad.

Regresamos más tarde al balneario a seguir disfrutando del día y del lugar y del clima y de la felicidad de estar lejos de la civilización hasta que con pocas ganas, emprendimos el camino de regreso a Guadalajara. Para cerrar con broche de Oro, nuestro guía espiritual y líder expedicionario nos dio una última sorpresa en el trayecto de regreso. Mientras todos comíamos un delicioso helado de garrafa comprado en la pequeña población de La Estancia, Miguel se apoderó del sonido local y viajamos de regreso a la perla tapatía acompañados de los sones del Chava Flores. Con grabaciones originales, ancestrales, cómicas, increíbles. Al son de “México distrito federal” dejamos que la nostalgia nos invadiera, nostalgia por el fin del increíble fin de semana que llegaba a su fin.

Fotografía: Adriana Reid

El cubano más mexicano


Sin previo aviso, recibimos aquel viernes una invitación para asistir al concierto de Pablo Milanés, que se presentaría ese mismo día en la explanada frente a la basílica de Zapopan. La última vez que pudimos escuchar a Pablo en Guadalajara venía enfermo, caminaba a duras penas ayudándose de un bastón. De esto hace unos 10 años. Coordinamos rápidamente los asuntos logísticos y quedamos en reunirnos en casa de nuestro anfitrión a las 7:30 PM. Llegamos puntuales, como ingleses, a casa del griego, quien nos recibió alegremente con cervezas en mano. Vamos bien, pensé para mis adentros agradeciendo con una sonrisa y alargando mi mano ante el helado presente. Era importante llegar temprano ya que los lugares no serían numerados en el concierto. La tensión fue aumentando ya que no llegaban el resto de los invitados. Intentamos relajarnos con otra cervecita. Cerca de las 8 de la noche, llegó la segunda pareja tan esperada y salimos huyendo como presos de cárcel en Zacatecas, todos en bola y sin persecuciones. La tentación fue muy grande pero creí que mi engaño sería descubierto eventualmente por lo que antes de partir confesé que la señorita fotógrafa estaba aún dentro de la casa, en el tocador. Alarmas y sistemas de defensa fueron desactivados velozmente y ya con el grupo completo, salimos nuevamente disparados hacia el concierto. 8:10 de la noche. A menos de 200 metros del punto de partida, la dama griega, preguntó con candor, ¿”quien trae los boletos?”. Freno a fondo, reversa satánica, freno a fondo y huída de la camioneta. Con la sagacidad de mente que me distingue alcancé a analizar la escena en milésimas de segundo y logré gritar justo a tiempo, “¡¡tráete más cervezas!!”. Ya sudando y sin sonreír, el griego retomó el volante y volvimos a salir disparados con boletos en mano y si, una nueva dosis de cerveza, ¡yes!. La cosa seguía pintando bien. La señorita fotógrafa solicitó a la dama griega conectara el cargador de baterías de la cámara fotográfica al encendedor de la camioneta. No puedo evitar pensar en la apéndice humano cada que veo un encendedor en un carro. Reliquias innecesarias del pasado que pueden ser extirpadas y todo sigue normal.

Guadalajara comienza a tener algunas características del DF, como su tráfico. A escala, no quiero exagerar, pero ya es notable. Mi perturbada mente, atiborrada de información sobre el calentamiento global, me torturaba con cada acelerón de la devoradora camioneta de nuestros anfitriones. Entre arrancones, frenadas y maniobras dignas de un experimentado taxista chilango, perseguimos nuestro destino. Bebí un poco más de cerveza para olvidar el daño a la atmósfera. Todo el trayecto fue alegremente acompañado de relatos de un viaje a China recién efectuado por nuestros nuevos amigos (si, los que llegaron tarde). Puedo decir sin miedo a equivocarme que estos amigos dejaron su corazón en aquellas latitudes.

En el último tramo ya para llegar al centro de Zapopan, la señorita fotógrafa pidió a la dama griega le devolviera su cargador con pila ya cargada, preparándose para lo que prometía ser un gran escenario para fotografiar no solo a al trovador sino además la basílica de Zapopan que se encontraba bellamente iluminada con un rojizo atardecer detrás, enmarcándola. Cuál fue la sorpresa cuando descubrimos que sólo iba el cargador y no la pila. Buscamos la desdichada pila dentro de la camioneta que seguía zarandeándonos en su intento por llevarnos al concierto. Nada, la pila estaba extraviada. Tendríamos que conformarnos con las fotos de nuestros celulares. Al llegar frente a la plaza, 4 miembros de la encervezada comitiva bajaron corriendo para tratar de rescatar los lugares que la hermana del griego había prometido guardarnos y quien descubrí entonces, trabaja para el municipio y era la autora real de la invitación. Estacionamos la camioneta y fuimos en búsqueda de los demás. Ya eran las 8 y media, hora en que debería de comenzar el concierto pero afortunadamente y como en todo buen evento en nuestro agraviado país, no comenzó a tiempo. Por celular nos enteramos que nuestros lugares reservados habían sido brutalmente e ilegítimamente tomados por el presidente municipal de Zapopan y por el director del SIAPA. La colaboradora griega del municipio de Zapopan, haciendo gala de hechicería y palancas burocráticas, logró conseguir lugares para los dos desalojados donde ya no había espacio ni para el griego ni para mi.

Una vez más, la sagacidad de la mente preparó un plan de emergencia. Sin lugares para el griego ni para mi, debíamos encontrar otra ocupación para esperar el final del concierto. Zapopan es un sitio alegre, pintoresco y seguramente, lleno de barecitos listos para recibirnos con los brazos abiertos. Comencé a peinar la zona con los ojos entrecerrados procurando ver algo con la poca luz que quedaba de aquel frenético viernes. De pronto fui brutalmente arrastrado casi por debajo del escenario hacia el frente de los asistentes al concierto. Y como por arte de magia, “voilá”, apareció una nueva fila de sillas justo al frente, a escasos dos metros del escenario. “¡Ah cabrón!”, pensé, “me gustaría ver a los gringos en Disney ejecutar este despliegue de eficiencia”. Con aire de magnates de segunda, ocupamos nuestros asientos de extra primera fila y esperamos el inicio del concierto. Busqué a la señorita fotógrafa para poder intercambiar lugares y dejarle este privilegiado espacio que podría ser utilizado para sacar fotos inolvidables. Desgraciadamente ya era tarde y el concierto estaba por comenzar.

Un respetable dignatario del honorable municipio de Zapopan subió al escenario y dio una sentida introducción al concierto. Agradeció al señor Milanés por haber aceptado la invitación a presentarse en tan autóctono emplazamiento, patrocinado magnánima y desinteresadamente por los ciudadanos tapatíos. El discurso de inauguración comenzaba a peligrar debido a lo extendido del mismo. El distinguido funcionario se percibió del motín en puerta y dejó el escenario a Pablo Milanés. Quien conoce su música, su voz, su pasión, conoce también su cara alegre, cariñosa y llena de sueños de revolución y de amor. Caminando pausadamente y cojeando un poco, ocupó su lugar al frente y comenzó a cantar de inmediato. Fue una experiencia maravillosa. Tener la oportunidad de ver a Pablo tan de cerca, tan cerca que ahora me atrevo a referirme a él como Pablo simplemente.

Uno de los músicos parecía molesto y discutía a distancia con el que asumí, sería el ingeniero de sonido. Estaba sentado frente a un teclado eléctrico, el cual no tocaba. Al parecer estaba fallando. Se dedicó a tocar los otros 347 instrumentos que tenía a su alrededor sin dejar de discutir con el ingeniero de sonido. De cuando en cuando, el sonido se ciclaba y un estridente zumbido obligaba a los músicos a detenerse y al público a cubrirse los oídos. La tensión en el rostro de Pablo iba “in crecendo”. Con voz profunda y con su encantador acento cubano, Pablo invitó a cantar con él a nada menos que la esposa del respetable dignatario. No, no era broma. Una vecina de la fila primera extra en que yo me encontraba, corroboró que dicha ñora era en realidad la esposa e intentó tranquilizarme diciéndome que la dama de blanco si era cantante. La dama subió al escenario con piernas tambaleantes, escondidas bajo un hermoso y blanco vestido tradicional. El rostro duro, forzando una sonrisa, procurando no tropezar ni hacer tropezar al trovador, dio las gracias al público con una leve reverencia y se dispusieron a cantar a coro. Yolanda fue el tema elegido para el dueto. Tan pronto como comenzaron a cantar, el sonido comenzó a fallar. Terminaron e intentaron entonar Para Vivir. Ruido, silencio en algunos instrumentos, distorsión. Parecía un castigo divino enviado como represalia ante el uso del presupuesto del municipio en eventos sociales que pretenden ganar adeptos en una temporada electoral. ¿De dónde vino eso? ¿Lo dije, o sólo lo pensé? Bueno, olvidemos la crítica política. A la mitad de la canción, cuando la dama de blanco y Pablo cantaban al unísono, algo debajo del escenario hizo un ¡¡¡POFFFF!!! y una tenue cortina de humo blanco salió por detrás de los músicos. Silencio, oscuridad. Tan solo se escuchaban los sonidos de los carros en la avenida cercana y se vislumbraban las siluetas de los músicos gracias a la hipo quitante iluminación de la basílica. Técnicos corriendo en todas direcciones. A los pocos minutos, un distinguido caballero cubano se acercó al frente del escenario y nos comunicó en el más sabroso y armonioso acento cubano escuchado en Zapopan, que la planta había explotado. Breve disculpa. Breve despedida. ¿Y “El Breve Espacio”? Media vuelta y se fue.

El silencio era absoluto. Nadie se movía de su lugar, no lo podíamos creer. El concierto iba a terminar a la mitad por que la planta eléctrica explotó sin más ni más. Sin saber bien qué pensar, todos comenzamos a aceptar la catástrofe y justo cuando la multitud comenzaba a alejarse de sus lugares, regresó el distinguido caballero cubano y dijo con la misma seriedad con que anunció la explosión de la planta, “tenemo otra planta, comenzamo en un momento”. La carcajada fue masiva y todo mundo regresó a sus lugares. Comenzamos a escuchar los sonidos comunes de pruebas de equipo de sonido. Increíble, la planta de emergencia estaba funcionando. Regresó Pablo al frente del escenario con la dama de blanco del brazo. Casi con el rostro desfigurado de coraje, ofreció disculpas y anunció que repetirían “Para Vivir” para que ahora si, con el sonido restaurado, pudiera la dama de blanco lucir sus atributos. La pobre mujer estaba aterida del miedo. Se sostenía del brazo del poeta, salía de tiempo, perdía un poco el tono. Poco a poco, cobró fortaleza, entró en tiempo, aguzó el oído y cantó casi bellamente El Breve Espacio a dueto con el maestro Milanés.

A pesar de todo, el concierto fue hermoso, Pablo nos brindó sus más bellas y populares canciones así como piezas de su nueva producción. Ese viernes, gracias al pueblo de Zapopan, pudimos disfrutar de un inolvidable evento que arrancó más de una lágrima a nuestra señorita fotógrafa quien lloró de felicidad por haber tenido la oportunidad de escuchar de Pablo cantar “Para vivir” con el alma en la mano (y por haber extraviado la pila sin la cual…… su cámara no es nadie!!!!). Pablo, quien fue amorosamente presentado por el honorable dignatario como “El cubano más mexicano”. Ya de camino a la camioneta aniquila atmósferas, nuestros amigos que dejaron su corazón en China seguían preguntándose si Pablo era cubano o boliviano, y nuestro querido griego no comprendía por qué un hombre tan sensible como Milanés venía a Zapopan a cantar canciones del ilustrísimo Mijares.

La señora primavera

Hace ya más de 5 años que fui a pedalear por primera vez al bosque de La Primavera. Lo encontré hermoso, limpio, interminable, misterioso, profundo, agotador. Hoy viví la misma experiencia como si fuera la primera vez. Quisiera poder compartir y contagiar este gusto, este gozo que expande mi conciencia. La mañana de hoy era gris, se podía sentir la humedad en el ambiente aunque no llovía. No hay mejor clima para pedalear que una mañana de verano con cielo nublado. A esta altura de la temporada de lluvias, el bosque se encuentra exuberante, verde, con un profundo olor a pino y a tierra mojada. Llegué rayando las 8 de la mañana al punto de partida a ritmo de “Stratovarius”. La música es un elemento inseparable de mis pedaleadas montañosas, me proporcionan ritmo, energía, poder.

Nunca he sabido que rige a la población de ciclistas de montaña. El día de hoy, habíamos más ciclistas que en la Tour de France. Decidí tomar una ruta harto conocida llamada “El Vigía 1”. Es un camino de tierra, todo de subida, que comunica a la ciudad con una de las torres de guardabosques de La Primavera. Un recorrido continuo ascendente de unos 10 kilómetros es suficiente para sacarte de dentro el frío de la mañana. Para subir, poco entrenado, en este anonimato ciclista, hace falta algo de adrenalina, tarea que el “System of a Down” cumple de forma inigualable. Siempre he encontrado un poco difícil cantar a gritos y pedalear colina arriba por lo que me conformo con seguir las letras con mi canción muda.

Después de una hora de pedalazos y batacazos, alcancé la famosa torre del Vigía 1. Cansado, sudoroso, sonriente y extasiado por la vista que ofrece el punto más alto del bosque que se encuentra a sólo unos kilómetros de la tercera ciudad más grande de nuestro México, contemplé con gusto el paisaje. Desgraciadamente la neblina ya había levantado en la torre para cuando llegué a ella, privándome de un gran espectáculo visual, por lo que decidí iniciar el camino de regreso.

Sin temor a equivocarme, puedo asegurar que las empinadas bajadas por una brecha cerrada, llena de piedras sueltas, pequeños barrancos laterales, ramas cruzadas al paso y tierra hecha canales a fuerza de ruedas y agua, son el placer más grande de todo ciclista de montaña. Es como en la escalada de roca. Subir es un gran reto, requiere fuerza, concentración, habilidad, constancia, pero la bajada, el rapel, es lo que llena la sangre de adrenalina al escalador. Antes de tomar “El espinazo del diablo”, que es como se le conoce a una de las rutas de bajada de la torre 1, decidí meterle sabor y congruencia al acompañamiento musical. “Marilyn Manson” hizo los honores. Pierdo el habla, las palabras se me atoran al querer salir y narrar la experiencia. “El espinazo” es un juego de velocidad, habilidad, miedo, adrenalina. Todo se mezcla. Hay que cuidarse en cada metro que se avanza en una ruta que parece creada por crueles expertos que buscan poner a prueba la tenacidad (y estupidez) de los que la recorren. El bosque siempre tiene regalos reservados para quienes lo recorren. Ardillas cruzando el camino, deslaves, ramas tiradas a la mitad del camino, vacas paseando. Todo un espectáculo natural.

Al terminar el Vigía 1 comencé el regreso por una ruta conocida como “La Nacional”. Esta ruta tiene la peculiaridad de tener un 80% de bajada hasta donde se estacionan los carros que partieron hacia el Vigía 1. La bajada, también un largo camino de tierra, permanece como por arte de magia plano durante la mayoría del año y siendo un tramo poco transitado permite soltar los frenos y probar el temple. A casi 45 kilómetros por hora recorrí el último trecho de un increíble domingo, con la mente en blanco y con la sonrisa ocupando la totalidad de mi rostro. Algunas lágrimas recorrían mi cara, en parte por el éxtasis de la experiencia y en parte por lo frío del viento chocando contra mis ojos abiertos a toda su capacidad. Me animo, me enderezo y suelto el volante. La sensación es indescriptible. Un sutil balance mantiene la vertical brindando la mayor dosis de adrenalina al paseo. Comienzo a despedirme de la hermosa señora primavera, veo a lo lejos el final de la ruta, y casi lamentando el final del día en la montaña, pienso en Leonardo di Caprio parado en la punta del Titanic y grito a todo pulmón, “¡¡¡Me voy a romper la madreeeeeeeeeeeee…!!!”