El frío me calaba hasta los huesos. Era enero y acababa de regresar de México. El peso de la soledad aunado al frío regiomontano hacía de aquel domingo uno de los más miserables que había vivido en la peculiar ciudad de Monterrey. Recostado sobre mi cama, completamente vestido, incluyendo botas vaqueras y tapado con un par de cobijas recorría mi pequeña habitación con
El cuarto que rentaba era de unos 3 por 6 metros. Un baño, una diminuta cocineta y un espacio abierto eran todo lo que definía mi espacio vital. El clima, como los arbustos y las cañerías, se había congelado, no transcurría. No tenía deseos de levantarme ni a encender el radio, a servirme una cuba, a encender un cigarro. Sólo quería que pasara el tiempo, que terminara el día. Como siempre, mis cadenas eran atadas por mi mismo. Podía salir a andar en bici pero no, hacía mucho frío. Podía ir al cine y a comer una hamburguesa al carbón, para variar tenía dinero, dinero que mi madre me había regalado en navidad pero no, prefería guardarlo para una emergencia.
Eran apenas las 12 del medio día. El Regiomontano, tren de pasajeros que recorría dos veces al día la distancia entre la ciudad de México y Monterrey, había llegado puntual, a las nueve de la mañana después de 12 horas de recorrido. Una hora de camino de la central a “casa”, una hora para desayunar cualquier cosa que había sido olvidada antes de partir al DF, una hora para desempacar con manos ateridas y poco ánimo. Las 12. Tantas horas por delante y tan pocas ganas de moverse. Un par de horas después, desperté de una siesta y la sed me obligó a salir de la cama. Me puse mi vieja chamarra, última prenda contra el frío no utilizada hasta el momento y salí de mi habitación para ir a la tienda, que era casi como ir al baño.
Aunque solo tenía 6 meses en “la buhardilla”, como había sido bautizada por Rodrigo el día que la conoció,
Más animado, recurrí a todos los antidepresivos que tenía al alcance. Puse el “The Wall” de Pink Floyd, me serví una cuba bien cargada de Bacardí blanco con Coca sin limón, no había. Me senté sobre la cama, acerqué el bote de basura para usarlo como cenicero, no creo haber tenido uno. Encendí un cigarro y lo combiné con la cuba y un exquisito pastelito de chocolate. En realidad era una mezcla asquerosa por lo que guardé el pastelito en su empaque y lo metí en mi diminuto refrigerador. Que ironía, afuera debía de estar cerca de los 5° bajo cero y yo guardando un pastelito en el refrigerador. Recordé una broma que escuché un día en que luchaba por no congelarme en el tercer refugio alpino del Popocatepetl. “¿Quieres un refresco frío o al tiempo? Frío por favor, al tiempo estaría de la chingada”. El tiempo, estaba de la chingada.
Mi cuarto había permanecido cerrado, solo, durante 3 semanas, por lo que hacía más frío dentro que en la calle. Di un salto de regreso a la cama, me quité las botas y me tapé de nuevo con las cobijas. Cantando a todo pulmón “good bye, blue sky…”, claro, sin soltar la cuba y el cigarro, tome otro antidepresivo, el mas eficaz evasor de la realidad de que disponía. Un cuaderno, un lápiz y mis escuadras. Una sonrisa iluminó mi rostro al dedicarme a mi pasatiempo favorito, “diseñar” el mueble ideal donde colocaría todas mis pertenencias cuando tuviera el espacio y el dinero para ello. “So ya, thought ya, might like to goto the show”, tronaba Roger Waters con el desprecio que tanto me gusta. Otros dos cigarros, otra cuba, King Crimson y su “Court of the Crimson King” tomó su lugar en la grabadora al terminar “The Wall”. Los dibujos nacían y morían, ninguno me llenaba. Uno tras otro eran hechos bola y eran arrojados al bote de basura / cenicero, justo a mi lado. En ese momento lo importante no era el diseño final sino el placer de dibujar en perspectiva, soñar con las dimensiones exactas, esas pequeñeces eran las que disfrutaba sobre manera. Rodrigo decía que ese vicio mío era mi camino a la nostalgia cuando en realidad era mi escapatoria de la misma.
Más cigarros, mas cubas, Queen, Triumvirat, Styx. Y de pronto, se hizo de noche….. Estaba completamente borracho…. El cuaderno de los dibujos estaba tirado en el suelo, ya no era necesario. Styx calló y con ellos mi euforia, se hizo un silencio sepulcral. Atontado, divertido, cansado y con la garganta adolorida de tanto cantar, seguía recostado en mi cama, dentro de aquella pequeña habitación que me servía de cárcel. Lo había logrado, había terminado el domingo. Poco quedaba por hacer, pero aún tenía un par de actividades para cerrar con broche de oro el regreso al exilio. Caminé hasta el baño, unos 4 pasos, cerré la puerta a mis espaldas por instinto, me enjuagué la cara y sin poderme contener, lloré, sollocé en realidad, confundiendo mis lágrimas con el agua helada, de pie, con los ojos cerrados, evocando los recuerdos dulces, los amores intensos del pasado y la esperanza de un mañana incierto.
Regresé a la cama, me cambié la ropa del viaje por unos pants, tomé un cuento de Mafalda y me metí en la cama. Paz, al fin. Reí unos minutos ahí en mi soledad sin pensar en nada, en nadie. Cuando ya no pude más, me quité los lentes y los coloqué en el piso con el resto de los despojos de mi fiesta ermitaña. Cuaderno, lápiz, escuadras, cigarros, cerillos, vaso, botella de ron vacía, Coca Cola, empaque de pastelillo de chocolate. ¿A qué hora me lo comí? Qué importa. Y por último el cuento número 2 de Mafalda con mis lentes dentro. Apagué la luz y me entregue al sueño como lo haría cualquier persona normal, común y corriente. “Hoy puede ser un gran día y mañana también” parafraseé a Serrat antes de perderme en el sopor de un sueño tan anhelado.