domingo, 19 de septiembre de 2010

El camino de Carlos Santana (parte 2)


El jueves por la mañana dispusimos rápidamente de nuestros efectos personales, tomamos las bolsas de alimentos que nos fueron preparadas para el camino y partimos de la gran metrópoli de Los Mochis, Sinaloa. Montamos de nuevo la bici de montaña en su lugar y tomamos camino hacia el norte. La carretera seguía rodeada de campos de cultivo e incluso pudimos disfrutar del show presentado por un avión fumigador. Sobrevolando a no más de 20 metros de altura, eso estimamos, esparcía sus químicos por aquellos verdes campos Sinaloenses. En un par de ocasiones lo vimos pasar sobre nosotros a muy poca altura temiendo ser fumigados.

Poco a poco, según íbamos avanzando hacia el norte y casi en perfecta coordinación con el cambio de estado, de Sinaloa a Sonora, el paisaje cambió radicalmente. Dejamos atrás los sembradíos que fueron sustituidos por planicies secas, cafesosas y montones de cerros pelones, cuando más, cubiertos con maleza rala y triste. Para aquel entonces, cumplimos los 1,000 kilómetros de recorrido. El día anterior, Mike había dejado que la selección aleatoria de mi iPod dictara la compañía musical pero debido al gran volumen y variedad de géneros dentro del mismo, ahora elegía él, con cierto desinterés, lo que escucharíamos por el camino. Journey, Cat Stevens y otras bandas ligeras alegraban nuestro camino, pero sobre todo Roxette transportó a Mike a sus años de juventud, quien recordaba lo importante que fue aquella música años atrás.

Cruzamos Navojoa sin maravillarnos y continuamos nuestro camino. Los lados del camino se encontraban ahora plagados de cactus y altas hierbas propias de aquella zona semidesértica. Para nuestro asombro, la señal del Internet móvil, no nos había abandona ni un momento desde nuestra salida el día anterior. En nuestras mentes, comenzamos a comprar el slogan de Telcel. Cruzamos Cd. Obregón, también sin pena ni gloria. Con muchos trabajos, evitamos desviarnos hacia Guaymas donde con tan sólo un pequeño giro del volante podríamos ver las aguas del Mar de Cortez. Por aquella desolada carretera vimos un cerro que captó nuestra atención. Con una forma cónica perfecta, como un volcán pero con su tapón puntiagudo, con laderas cubiertas de maleza. Aquel cerro me hizo pensar si por aquellos parajes habrían caminado en búsqueda del desdoblamiento del alma Carlos Castaneda y Don Juan.

Entramos a la ciudad de Hermosillo cerca de las cuatro de la tarde. Grandes avenidas, separadas por extensas áreas de terracería brindan un seco recibimiento a la ciudad. Obedeciendo al llamado del hambre, dejamos que nuestra nariz nos guiara y encontramos un restaurante de carnes asadas. Los soberbios tacos de la noche anterior fueron eclipsados ante la deliciosa y jugosa carne de Hermosillo. Con tortillas de harina del tamaño de un LP devoramos ávidamente toda la carne que con alevosía fue llevada a nuestra mesa por la encargada del lugar. Con las barrigas creciendo a la par de los kilómetros recorridos, salimos del restaurante donde nos encontramos con un enorme cactus plantado de frente a un edificio contiguo en una postura que según yo, evocaba a una persona haciendo una plegaria. Mi compañero de viaje, de forma impredecible, interpretó la forma del cactus de una manera muy poco propia para hombre de su estatura moral, por lo que decidimos dejar la cactusformia detrás y continuar nuestro camino hacia Nogales, Sonora.

El cielo sobre Hermosillo era simplemente espectacular. De un azul profundo, limpio y contrastado con enormes nubes, tan blancas como las olas de las playas de Colima. A nuestro lado derecho, nos acompañaba de forma permanente la sombra del Jetta con la bici firme, serna, afrontando las inclemencias del tiempo. Un par de horas más tarde, tal vez a unos 100 kilómetros de Nogales, nos topamos con una fila de camiones de carga tan larga, que cubría unos 5 kilómetros de distancia. La interminable procesión de camiones esperaba su turno para la inspección aduanal, efectuada a gran distancia de la frontera. Llenos de dudas sobre dicha inspección, dejamos atrás la eterna peregrinación de transportistas y continuamos nuestro viaje hacia la frontera norte del país. En el atardecer encontramos pintada sobre una pared en un cerro cercano a la carretera una bella imagen de la virgen María. Debía ser muy reciente ya que los colores eran nítidos y los trazos precisos.

A eso de las 9 de la noche, llegamos a Nogales, ciudad que no tuvimos oportunidad de conocer ya que la carretera lleva directamente al paso fronterizo. Tomamos lugar en la fila para hacer el cruce. En menos de 30 minutos llegó nuestro turno. Mike, aquel hombre cabal, alegre, ecuánime, positivo y animoso, se encontró con algunas eventualidades que le hicieron perder el control sobre si mismo como nunca me había tocado verlo. Entregamos nuestros documentos que según nosotros estaban en regla. Nos hicieron las preguntas habituales pero extrañamente nos pidieron estacionáramos el vehículo y pasáramos a la oficina de la garita americana. Aquello no pintaba nada bien.

Mike comenzó a ponerse nervioso. Yo le expliqué mi propensión a fallar todos los exámenes, aún aquellos en que tan sólo mis papeles me representan. Entramos con nuestros documentos en mano a la garita y nos acercamos a un oficial norteamericano con cara de Moreliense, quien en un perfecto inglés nos indicó que los papeles de Mike estaban en regla pero que a mi, nomás no había como dejarme entrar al país. Mike perdía la paciencia a cada minuto que pasaba y yo, con un placer medio Sadista, disfruté de aquel episodio. Con una calma proverbial, pregunté al oficial por qué no podía ingresar y me explicó que necesitaba presentar comprobantes de ingreso, comprobantes de domicilio y el diagnóstico positivo de mi psiquiatra sobre mi estado mental. “¿Qué no se supone que eso es exactamente lo que se entrega en el consulado y por lo cual se emite la Visa?”, pregunté pacíficamente. “It is sir, but anyway, you need to produce these documents”. O sea que así debía ser, pero o le atoraba a sus requerimientos o me buscaba un hotelito en Nogales. Mike estaba al borde del colapso nervioso. ¿Cómo íbamos a continuar el camino si no me dejaban cruzar? Se perdería mi boleto de avión de regreso a Guadalajara. Tendría que conseguirme una forma de regresarme a Guadalajara desde Nogales y continuar el resto del camino solo. Con la calma Salomónica adquirida a base de Prozacs y desempleo, pregunté al oficial si podría hacer uso de nuestros recursos informáticos y mostrarle los documentos requeridos digitalmente. Con gran deferencia nos dio su autorización.

Regresamos al carro, sobre el cual seguía la estoica bicicleta esperando su destino. Sacamos la mochila llena de chácharas electrónicas y regresamos a la garita. Pedí autorización para hacer uso de Internet inalámbrico así como de llamadas celulares, mismas que también fueron autorizadas galantemente. Vaya clase la de aquel oficial. Llamé a la señorita fotógrafa por celular y le expliqué nuestra situación. Ambos fuimos víctimas de un ataque de risa y comenzamos a bromear sobre la calidad de la cárcel de Nogales, misma a al cual sería remitido seguramente por infringir las reglas de aquel ordenado proceso. Mike temía que fuéramos fuertemente recriminados por estar “echando relajo” en aquel santuario del orden. Sin perder la admiración del alcance de la red de Telcel, nos contamos a Internet. Con la ayuda de las chicas Xtreme, la señorita fotógrafa recopiló los documentos necesarios, los digitalizó y fueron enviados por correo electrónico. Por mi parte, accedí al portal del banco, donde esperaba poder acceder a mi estado de cuanta de los últimos meses para ser utilizado como comprobante de ingresos ya que el trabajo de medio tiempo que tenía, me era pagado con la chequera personal del dueño, sin tener por ende un comprobante de ingresos oficial. Con una amplia sonrisa, hice fila para ver al oficial nuevamente. Le mostré todos los documentos directamente del monitor de la flamante iMac de Mike, con todo y el teclado iluminado. El oficial examinó cuidadosamente los documentos y finalmente, me di autorización para ingresar al país, pagando la módica suma de 90 dólares. Mike llevó al límite su ofrecimiento de pagar todos mis gastos del viaje, en recompensa al servicio prestado, pagando ahora mi permiso de entrada a USA. Regresamos al carro y ya de nuevo sobre la autopista, en dirección a Tucson, Arizona, Mike logró recuperar su temple. Mentando madres sobre el abuso de autoridad, sacó su frustración poco a poco hasta que nos encontramos conversando nuevamente sobre la eternidad de lo efímero.

A tan sólo unos 100 kilómetros al norte, llegamos a Tucson. Guiados por un par de GPSs, nos dirigimos a una zona conocida por Mike donde nos hospedamos prácticamente en el primer hotel que encontramos. Esta vez, más cansados que el día anterior, seguramente debido al estrés del cruce fronterizo. Nos registramos, buscamos asilo dentro de la recepción del hotel para la bici viajadora y nos retiramos a descansar, ahora con sueños en inglés.

El camino de Carlos Santana (parte 1)


Cerca del medio día de un fresco domingo de enero, caminábamos plácidamente por los jardines de la hermosa casa de retiro donde Mr. Networking suele pasar las fiestas Decembrinas. Las chicas Xtreme, la señorita fotógrafa, Mike y su servidor, paseábamos por aquel paraje acondicionado por la mano humana. Un pequeño lago artificial y sus jardines alrededor son el hogar de docenas de patos y otras aves silvestres dentro de aquel oasis oculto dentro de la ciudad de Guadalajara. Mike había cambiado unos meses atrás su residencia a Menlo Park, vecindario colindante con San José California, en búsqueda de nuevas fronteras en su interminable cruzada por unir gente que quiera cambiar el mundo. Su partida inminente, después de su primer visita de regreso a la perla tapatía, agregaba un poco de acidez a aquella agradable caminata. Los temas se sucedían uno tras otro sin afanes ni ataduras cuando de pronto fui invitado a manejar desde Guadalajara hasta Menlo Park fungiendo como apoyo para el desplazamiento del Jetta de Mike que no quería dejar en tierras mexicanas, teniendo que entregarse al consumismo norteamericano. Dado que mi situación laboral dejaba mucho que desear y además mucho tiempo libre, decidí aceptar su invitación y comenzamos ahí mismo los planes para efectuar aquel largo viaje por las carreteras de México y el suroeste de los Estados Unidos, tan sólo 4 días después.

El plan era simple. Manejar hacia el noroeste, entre 6 y 9 horas máximo por día, haciendo escalas para descansar y pasear en lugares estratégicamente dejados al azar y a la casualidad. Una pequeña maleta con ropa cómoda para aquellos días de viaje acompañaba a una nutrida mochila portadora de tecnología formaba todo mi equipaje. Laptops, celulares, iPods, cargadores, Internet móvil, cámaras digitales, GPSs y demás artilugios electrónicos fueron empacados con gran recelo, juguetes destinados a documentar, cuidar, entretener, guiar y hacer nuestro camino más ameno y seguro.

El miércoles por la mañana, no muy temprano, comenzamos nuestra peregrinación. Con 5 días de carretera, improvisación e incertidumbre por delante, no podíamos menos que estar en un estado de total exaltación. Iniciamos el tour haciendo algunas escalas en Guadalajara, destinadas a recolectar encargos de aquellos a quienes visitaríamos durante el trayecto. Partimos con su servidor al volante, en dirección oeste. Nuestra primera escala, Tepic, Nayarit, donde haríamos una parada para visitar a la hermana de Mike. La carretera llevaba poco tránsito y el paisaje era insuperable. Como en los largos paseos ciclistas, sabíamos que podíamos elegir temas complejos para charlar, de esos que tomar horas tratar, pues nos quedaban unas 100 horas de convivencia. Camino a Tequila, el campo alrededor de la autopista brindaba un gran espectáculo, ya que al encontrarse totalmente seco, se contrastaban el café de la hierba seca con el verde azulado del agave, haciendo difícil mantener los ojos en el asfalto de la carretera.

Entramos a Tepic unas horas más tarde, después de haber vencido la tentación de desviarnos hacia Puerto Vallarta tan sólo unos 50 kilómetros atrás. El día era joven y el camino largo por lo que Mike decidió pasar por alto la visita a su hermana y seguimos nuestro camino hacia Mazatlán donde haríamos nuestra primer parada oficial para comer. Era mi primer viaje por carretera más allá de Tepic, hacia el noroeste. Viajar por rutas desconocidas, aún siendo carreteras bien trazadas, brinda una dulce sensación de aventura. Llevábamos ya varias horas en la carretera cuando Mike decidió que debía hacer algo productivo. Hasta el momento sólo teníamos en uso mi iPod y algunos celulares pues Mike llevaba 3, si no me falla la memoria. El resto de los “gadgets” inundaron la parte delantera del carro convirtiéndola en una hacinada y agitada oficina móvil. Gracias a la maravilla de la Internet móvil, Mike pudo enviar correos, hacer pagos, reservaciones y buscar a los amigos y conocidos quienes debían brindarnos hospedaje durante nuestro pequeño paseo. Fue durante ese trecho cuando Mike recordó que su bici de montaña había iniciado el viaje con nosotros y debía ir sobre nosotros, sólidamente sostenida por el rack de viaje comprado exprofeso. Con el corazón a toda velocidad y una fuerte carcajada, descubrimos que sobre la sombra del Jetta en el costado derecho del carro, se extendía la silueta de la intrépida bicicleta. De ahí en adelante vigilamos la compañía de la bici admirando su figura cambiante sobre las excentricidades del camino. A los 444 kilómetros de recorrido comenzamos a documentar la distancia del viaje tomándole fotos al tacómetro del carro. Estimábamos unos 3,000 kilómetros hasta San Francisco, donde Mike me dejaría 4 días después para abordar el vuelo “red eye” de media noche de regreso a Guadalajara.

Un par de horas más tarde, después de varias escalas técnicas, entramos a la ciudad de Mazatlán. Aún al volate, admiré aquella sencilla ciudad costera. Mike, conocedor del puerto, hacía de guía de turistas, hablando de los transbordadores que recorren el mar de Cortez llevando vacacionistas y locales de ida y vuelta a La Paz. Sobre “Las Pulmonías”, apodo dado a los taxis convertibles que dominan toda la ciudad y sobre tantas otras nimiedades que forman la personalidad de cada población. Nos detuvimos a comer en un pequeño restaurante frente al mar, donde, sabiendo que mi tarea de manejo terminaba aquel día, ataqué con todo unos camarones a la diabla acompañados por unas heladas Pacífico. Al igual que Mike, me abstuve de llamar a la sobrina del demonio, amiga peligrosa que vivía en Mazatlán aquellos meses. Después del festín, retomamos nuestro camino. El objetivo era llegar a descansar a Los Mochis, donde seríamos hospedados en una casa de la obra destinada para visitantes. Mi YO ateo, mantenía alerta los sentidos ante tal perspectiva.

Desde que entramos al estado de Sinaloa, los campos explotaron a nuestro alrededor. Con gran asombro, admiré boquiabierto las interminables tierras de cultivo que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Verdes, simétricos, exuberantes. Un espectáculo inesperado para quienes llevamos en mente una Sinaloa desértica y caliente.

La noche cayó sobre nosotros cuando al fin, cerca de las 9 de la noche, entramos a la ciudad de Los Mochis, donde encontramos las oficinas principales de Yahoo!, eso al menos anunciaba el pequeño letrero luminoso de un cibercafé. Encontramos nuestro refugio temporal, botamos nuestras pertenencias y nos lanzamos caminando a buscar algo que cenar. Tras un par de intentos fallidos dimos con una taquería de carne asada, insuperable. Sin ser un corte fino, la calidad de la carne, las tortillas recién hechas y las salsas molcajeteadas, nos brindaron un manjar digno de viajeros internacionales. Terminamos el día temprano, disponiéndonos para el segundo tramo del trayecto.