El jueves por la mañana dispusimos rápidamente de nuestros efectos personales, tomamos las bolsas de alimentos que nos fueron preparadas para el camino y partimos de la gran metrópoli de Los Mochis, Sinaloa. Montamos de nuevo la bici de montaña en su lugar y tomamos camino hacia el norte. La carretera seguía rodeada de campos de cultivo e incluso pudimos disfrutar del show presentado por un avión fumigador. Sobrevolando a no más de 20 metros de altura, eso estimamos, esparcía sus químicos por aquellos verdes campos Sinaloenses. En un par de ocasiones lo vimos pasar sobre nosotros a muy poca altura temiendo ser fumigados.
Poco a poco, según íbamos avanzando hacia el norte y casi en perfecta coordinación con el cambio de estado, de Sinaloa a Sonora, el paisaje cambió radicalmente. Dejamos atrás los sembradíos que fueron sustituidos por planicies secas, cafesosas y montones de cerros pelones, cuando más, cubiertos con maleza rala y triste. Para aquel entonces, cumplimos los 1,000 kilómetros de recorrido. El día anterior, Mike había dejado que la selección aleatoria de mi iPod dictara la compañía musical pero debido al gran volumen y variedad de géneros dentro del mismo, ahora elegía él, con cierto desinterés, lo que escucharíamos por el camino. Journey, Cat Stevens y otras bandas ligeras alegraban nuestro camino, pero sobre todo Roxette transportó a Mike a sus años de juventud, quien recordaba lo importante que fue aquella música años atrás.
Cruzamos Navojoa sin maravillarnos y continuamos nuestro camino. Los lados del camino se encontraban ahora plagados de cactus y altas hierbas propias de aquella zona semidesértica. Para nuestro asombro, la señal del Internet móvil, no nos había abandona ni un momento desde nuestra salida el día anterior. En nuestras mentes, comenzamos a comprar el slogan de Telcel. Cruzamos Cd. Obregón, también sin pena ni gloria. Con muchos trabajos, evitamos desviarnos hacia Guaymas donde con tan sólo un pequeño giro del volante podríamos ver las aguas del Mar de Cortez. Por aquella desolada carretera vimos un cerro que captó nuestra atención. Con una forma cónica perfecta, como un volcán pero con su tapón puntiagudo, con laderas cubiertas de maleza. Aquel cerro me hizo pensar si por aquellos parajes habrían caminado en búsqueda del desdoblamiento del alma Carlos Castaneda y Don Juan.
Entramos a la ciudad de Hermosillo cerca de las cuatro de la tarde. Grandes avenidas, separadas por extensas áreas de terracería brindan un seco recibimiento a la ciudad. Obedeciendo al llamado del hambre, dejamos que nuestra nariz nos guiara y encontramos un restaurante de carnes asadas. Los soberbios tacos de la noche anterior fueron eclipsados ante la deliciosa y jugosa carne de Hermosillo. Con tortillas de harina del tamaño de un LP devoramos ávidamente toda la carne que con alevosía fue llevada a nuestra mesa por la encargada del lugar. Con las barrigas creciendo a la par de los kilómetros recorridos, salimos del restaurante donde nos encontramos con un enorme cactus plantado de frente a un edificio contiguo en una postura que según yo, evocaba a una persona haciendo una plegaria. Mi compañero de viaje, de forma impredecible, interpretó la forma del cactus de una manera muy poco propia para hombre de su estatura moral, por lo que decidimos dejar la cactusformia detrás y continuar nuestro camino hacia Nogales, Sonora.
El cielo sobre Hermosillo era simplemente espectacular. De un azul profundo, limpio y contrastado con enormes nubes, tan blancas como las olas de las playas de Colima. A nuestro lado derecho, nos acompañaba de forma permanente la sombra del Jetta con la bici firme, serna, afrontando las inclemencias del tiempo. Un par de horas más tarde, tal vez a unos 100 kilómetros de Nogales, nos topamos con una fila de camiones de carga tan larga, que cubría unos 5 kilómetros de distancia. La interminable procesión de camiones esperaba su turno para la inspección aduanal, efectuada a gran distancia de la frontera. Llenos de dudas sobre dicha inspección, dejamos atrás la eterna peregrinación de transportistas y continuamos nuestro viaje hacia la frontera norte del país. En el atardecer encontramos pintada sobre una pared en un cerro cercano a la carretera una bella imagen de la virgen María. Debía ser muy reciente ya que los colores eran nítidos y los trazos precisos.
A eso de las 9 de la noche, llegamos a Nogales, ciudad que no tuvimos oportunidad de conocer ya que la carretera lleva directamente al paso fronterizo. Tomamos lugar en la fila para hacer el cruce. En menos de 30 minutos llegó nuestro turno. Mike, aquel hombre cabal, alegre, ecuánime, positivo y animoso, se encontró con algunas eventualidades que le hicieron perder el control sobre si mismo como nunca me había tocado verlo. Entregamos nuestros documentos que según nosotros estaban en regla. Nos hicieron las preguntas habituales pero extrañamente nos pidieron estacionáramos el vehículo y pasáramos a la oficina de la garita americana. Aquello no pintaba nada bien.
Mike comenzó a ponerse nervioso. Yo le expliqué mi propensión a fallar todos los exámenes, aún aquellos en que tan sólo mis papeles me representan. Entramos con nuestros documentos en mano a la garita y nos acercamos a un oficial norteamericano con cara de Moreliense, quien en un perfecto inglés nos indicó que los papeles de Mike estaban en regla pero que a mi, nomás no había como dejarme entrar al país. Mike perdía la paciencia a cada minuto que pasaba y yo, con un placer medio Sadista, disfruté de aquel episodio. Con una calma proverbial, pregunté al oficial por qué no podía ingresar y me explicó que necesitaba presentar comprobantes de ingreso, comprobantes de domicilio y el diagnóstico positivo de mi psiquiatra sobre mi estado mental. “¿Qué no se supone que eso es exactamente lo que se entrega en el consulado y por lo cual se emite la Visa?”, pregunté pacíficamente. “It is sir, but anyway, you need to produce these documents”. O sea que así debía ser, pero o le atoraba a sus requerimientos o me buscaba un hotelito en Nogales. Mike estaba al borde del colapso nervioso. ¿Cómo íbamos a continuar el camino si no me dejaban cruzar? Se perdería mi boleto de avión de regreso a Guadalajara. Tendría que conseguirme una forma de regresarme a Guadalajara desde Nogales y continuar el resto del camino solo. Con la calma Salomónica adquirida a base de Prozacs y desempleo, pregunté al oficial si podría hacer uso de nuestros recursos informáticos y mostrarle los documentos requeridos digitalmente. Con gran deferencia nos dio su autorización.
Regresamos al carro, sobre el cual seguía la estoica bicicleta esperando su destino. Sacamos la mochila llena de chácharas electrónicas y regresamos a la garita. Pedí autorización para hacer uso de Internet inalámbrico así como de llamadas celulares, mismas que también fueron autorizadas galantemente. Vaya clase la de aquel oficial. Llamé a la señorita fotógrafa por celular y le expliqué nuestra situación. Ambos fuimos víctimas de un ataque de risa y comenzamos a bromear sobre la calidad de la cárcel de Nogales, misma a al cual sería remitido seguramente por infringir las reglas de aquel ordenado proceso. Mike temía que fuéramos fuertemente recriminados por estar “echando relajo” en aquel santuario del orden. Sin perder la admiración del alcance de la red de Telcel, nos contamos a Internet. Con la ayuda de las chicas Xtreme, la señorita fotógrafa recopiló los documentos necesarios, los digitalizó y fueron enviados por correo electrónico. Por mi parte, accedí al portal del banco, donde esperaba poder acceder a mi estado de cuanta de los últimos meses para ser utilizado como comprobante de ingresos ya que el trabajo de medio tiempo que tenía, me era pagado con la chequera personal del dueño, sin tener por ende un comprobante de ingresos oficial. Con una amplia sonrisa, hice fila para ver al oficial nuevamente. Le mostré todos los documentos directamente del monitor de la flamante iMac de Mike, con todo y el teclado iluminado. El oficial examinó cuidadosamente los documentos y finalmente, me di autorización para ingresar al país, pagando la módica suma de 90 dólares. Mike llevó al límite su ofrecimiento de pagar todos mis gastos del viaje, en recompensa al servicio prestado, pagando ahora mi permiso de entrada a USA. Regresamos al carro y ya de nuevo sobre la autopista, en dirección a Tucson, Arizona, Mike logró recuperar su temple. Mentando madres sobre el abuso de autoridad, sacó su frustración poco a poco hasta que nos encontramos conversando nuevamente sobre la eternidad de lo efímero.
A tan sólo unos 100 kilómetros al norte, llegamos a Tucson. Guiados por un par de GPSs, nos dirigimos a una zona conocida por Mike donde nos hospedamos prácticamente en el primer hotel que encontramos. Esta vez, más cansados que el día anterior, seguramente debido al estrés del cruce fronterizo. Nos registramos, buscamos asilo dentro de la recepción del hotel para la bici viajadora y nos retiramos a descansar, ahora con sueños en inglés.