martes, 25 de agosto de 2009

Boca de Pascuales

El cielo estaba nublado pero el verano mantenía su cálida temperatura. Tomamos la carretera camino a Colima, con destino a la playa de boca de Pascuales a tan solo dos horas y media de camino de la ciudad de Guadalajara, donde comienzan las bellas playas de Colima. Boca de Pascuales es una peculiar playa pública donde por solo 100 pesitos se puede rentar una mesa, cuatro sillas y una enorme sombrilla de tela. Uno de las características de esta playa es el color de su arena, muy oscura, casi negra, debido a que proviene de roca volcánica erosionada por miles de años de incansable marea.

En menos que canta un gallo, mis pequeñas gimnastas recogieron un par de docenas de conchas de muy buen tamaño, esto habla del estado casi virginal de la playa. El mar abierto de la zona invita a surfers a disfrutar de sus grandes olas aunque este sábado en particular el mar perecía más calmado que de costumbre.

Pasamos el día bajo la gran sombrilla, protegiéndonos de la resolana que caía con todo su peso sobre nosotros, bajo el velo del cielo nublado. Aprovechando que el mar estaba medianamente tranquilo nos aventuramos a meternos a remojar y pasamos horas riendo y jugando y luchando contra las olas, cuidando de no ser arrastrados por la resaca y las corrientes hacia dentro del mar. Fuimos revolcados un montón de veces lo cual nos recordaba una y otra vez que ahí, quien manda, es el mar. Aún siento en la boca el fuerte sabor a sal del agua.

Como ya es costumbre, la señorita fotógrafa aprovecho la ocasión para robarle el alma a los paisajes locales y esos sutiles detalles que vemos plasmados por las noches en sus publicaciones en Facebook. En una caminata en la cual yo no participé por seguir luchando con Poseidón, la familia encontró una tortuga muerta en estado de descomposición. La muerte de la tortuga servía para dar inicio a la vida de un sinnúmero de animalitos y parásitos que la devoraban con calma.

En algún momento en que mi sobrino decidió descansar del mar, pero no así mis hijas, regresamos al agua sólo nosotros tres. Es difícil expresar el placer que me da estar en el mar con mis pequeñas. A fuerza de horas de vuelo y de su fortaleza física, son capaces de hacer malabares, nadar por debajo, dejarse arrastrar, nadar y hasta pasar por encima a las bravas olas, que para aquella hora de la tarde comenzaban ya a ser agresivas. Después de unos minutos dentro del mar me di cuenta que cada nueva ola me obligaba a mantener a flote a mis enanas levantándolas con los brazos extendidos conmigo debajo del agua, como buscando arrojarlas hacia el cielo. Empecé a sentir el cansancio en los brazos y el peso del agua tragada en mi estómago así es que decidí salir. Hasta ese momento me había mantenido mirando de frente al mar y de espaldas a la orilla para no quitarle la vista a las olas. Al girar me di cuenta que la corriente nos había arrastrado hacia adentro y hacia el norte, unos 20 metros lejos de donde se encontraban los demás.

Con toda calma le dije a mis enanas que necesitábamos comenzar a nadar hacia afuera porque ya estaba cansado. Hicimos el intento de salir pero la corriente y las olas eran demasiado fuertes para yo poder nadar y llevar conmigo a las nenas o para que ellas solas pudieran nadar sin hundirse bajo el peso de las olas. A lo lejos, alcancé a ver a la señorita fotógrafa con el agua hasta la cintura y con una imagen en el rostro muy parecida al terror. Debo imaginar que la misma imagen se dibujaba en mi cara. Buscando alternativas, me hundí alzando a las nenas con mis manos, esperando poder usar su peso para mantenerme en el fondo y poder así caminar contra la corriente. La idea no fue muy buena porque sólo logré cansarme más, tragar un montón de agua y transmitir un poco de mi terror a las pequeñas. Flotando los tres, sin saber que hacer, vi como la señorita fotógrafa nadaba con todas sus fuerzas hacia nosotros y con horror me di cuenta que ella también estaba luchando por alcanzarnos sin hundirse en el proceso. Volvimos a intentar nadar hacia afuera. No podía decir si en realidad avanzábamos o solo gastábamos la poca fuerza que nos quedaba. Cuando las lágrimas comenzaron a nublar mi vista vi a dos chavos que venían hacia nosotros, uno de ellos con tabla de surf y se acercaban velozmente. Mi corazón se disparó a mil por hora y nade solo con las piernas arrastrando conmigo a mis enanas, buscando acercarme lo más posible a nuestros rescatistas. Con una pierna ya acalambrada nos encontramos con los surfistas. Uno de ellos, que no tenía más de 12 años pero con la seguridad de saber lo que hacía, se acercó a mis nenas y las forzó a abrasarse de la tabla de surf. En mi cabeza todo daba vueltas a gran velocidad. Decidí confiar en la capacidad de los salvadores, no por convicción sino además porque no veía otra alternativa. Deje a mis pequeñas en sus manos. El mayor de los surfistas, de unos 16 años, me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que me dejara y fuera por la fotógrafa que luchaba por mantener el agua fuera de su cuerpo. Con gran alivio vi como todo el grupo comenzaba a avanzar hacia la orilla, las nenas con el niño surfista y la señorita fotógrafa de la mano del segundo ángel guardián.

Agotado mental y físicamente traté de nadar hacia afuera sin mucho éxito, me había rezagado. La fuerza de las olas y de la corriente me mantenía como una bolla, flotando casi en el mismo lugar. A lo lejos, alcancé a ver como Maribel lloraba, llena de pánico, ya cerca de la orilla. Gaby se mantenía entera, seria, protegida por la inocencia de su edad. Adriana fue revolcada un par de veces más pero progresaba hacia afuera con la ayuda del rescatista. Con la frustración que da el saberse a 20 metros de la orilla y no poder llegar a ella, tome mucho aire y me dediqué a nadar como si estuviera en una competencia, en línea recta hacia la orilla sin levantar la vista y sin buscar un destino. Después de un par de minutos, mareado, acalambrado y agotado, logré poner los pies en la arena y erguirme fuera del agua. Estábamos fuera.

Me quedé congelado viendo como las niñas, la señorita fotógrafa y el resto de los visitantes de Juárez se reunían en un abrazo comunal, buscando compartir y diluir el susto. Mi hermano me ayudó a incorporarme y a caminar hacia los demás. De pronto, sólo después de haber dado un par de pasos, me desmoroné hacia mis adentros. En un instante todo el peso de lo que pudo ser, de cómo pudo haber terminado mi vida, la de mis hijas y la de Adriana si no hubiera sido por esos dos chavos que se lanzaron a sacarnos en el momento justo, me aplastó.

El tiempo transcurrió y las pequeñas regresaron a nadar al mar un par de horas después del evento. Yo no logré recuperar el temple durante el resto del día. Mi corazón estaba anegado, oscurecido, adolorido. Antes de comenzar el regreso a la bella Guadalajara, caminé hasta el mar lentamente, dejé que me mojara los pies y con un sentimiento de pequeñez le di las gracias por habernos perdonado la vida. Caminando hacia la camioneta vi como mis héroes se alejaban, parecían tan solo dos muchachos que terminaban su día, como si cualquier otro. Les di las gracias desde lejos, levantando mi mano y regalándoles la última sonrisa que pude esbozar ese día.

Fotografía: Adriana Reid