lunes, 10 de mayo de 2010

Con las manos ensangrentadas

Al terminar de comer, decidimos subir a la habitación, arreglar todo y pasar las últimas horas en aquel glorioso país en el “Mangos”. En el cuarto, recogimos nuestras maletas, separamos ropa sucia de limpia, ordenamos las compras, tiramos las cajas, guardamos las notas. Ambos tenemos un poco de complejo obsesivo compulsivo para el orden. En un ambiente casi festivo terminamos los preparativos cuando de pronto nos quedamos mirando las dos cajas llenas de sobres con estados de cuenta. Cajas que viajaron con nosotros desde Guadalajara para ser utilizadas como material de pruebas con las máquinas de clasificación automatizada.

Después de casi dos semanas de viaje llegamos a Miami. El cierre de la odisea prometía ser de solaz y esparcimiento. Alfredo y yo viajamos por los estados unidos con la consigna de probar sofisticados equipos de clasificación automática de correspondencia. En Miami teníamos que asistir a una exposición donde debíamos hacer investigación de mercado sobre los equipos y servicios relacionados a la industria y además de reunirnos con un proveedor de unos equipos argentinos muy sencillitos, los equipos, no los argentinos. Una estancia de sólo 3 días en Miami.

Lo que parecía ser la cereza en el pastel de aquel largo viaje era el hotel en que nos íbamos a hospedar. Teníamos reservación, así fuimos instruidos por Carlos, quien planeó el viaje y no pudo hacerlo con nosotros, en un sencillo hotel sobre Miami Beach. Nos veíamos en un hotel con vista a la playa, mirando hermosas mujeres correr o andar en patines con cuerpos despampanantes y mínimos atuendos. Camino del aeropuerto a Miami Beach babeamos mientras veíamos los yates y mansiones de las celebridades. No dábamos crédito al desfile de carros de lujo que circulaban por las calles. Todos convertibles, con pasajeros hermosos, jóvenes, bronceados y ejercitados. La vanidad se desborda en esta ciudad con sabor latino y colores pastel. Con tristeza fuimos avanzando por Whashington Avenue en dirección norte, cada vez más lejos de la bulliciosa y glamorosa zona turística de Miami Beach.

No podíamos creer el hotel en el que nos íbamos a hospedar. En realidad en un acto de idiota inocencia nos habíamos convencido que por 120 dólares tendríamos una habitación digna de Gloria Estefan. El hostal se caía a pedazos, sus colores, algún día alegres, estaban opacos, sin vida. Al entrar a la recepción me sentí transportado al pasado, a mi niñez, cuando iba de viaje al hotel Colonial de Veracruz. Tomamos el asunto con filosofía y subimos a nuestra habitación. Un cuarto de 4 x 3, encerrado, húmedo y con un baño sacado de los 60s. La gota que derramó el vaso fue la gran ventana que daba de costado a la playa, tan opaca y empañada por la humedad que bien podría haber sido una pared de ladrillos. No se veía nada hacia afuera. Con gran tino Alfredo bautizó nuestro hotel, en honor a las gloriosas playas Nayaritas, como Guayabeach.

Resignados y más relajados, salimos a caminar. Con todo y nuestro atuendo citadino nos metimos en la playa. Zapatos y calcetines en mano, metimos las patitas al mar. “¡¡¡¡Ahhhhh!!!!, a esto llamo yo un viaje de trabajo”, dije con los brazos abiertos en cruz, sintiendo la brisa del mar y el sol sobre mi cara. “Pinche compaie”, dijo Alfredo al tiempo que estalló en una fuerte carcajada. Tomamos el carro y manejamos hacia el sur, hacia el verdadero Miami Beach. Gracias a la poca actividad en Dallas, donde pasamos los 4 días anteriores, nos sentíamos fuertes y descansados. Caminamos para arriba y para abajo, entretenidos en el espectáculo presentado por las lujosas tiendas y la imposible mezcla de culturas que caracteriza a esta alegre ciudad.

Se hizo de noche. Cansados pero encantados por el lugar, decidimos meternos en algún bar a beber una chelitas. Muchos de los locales eran elegantes y caros, otros estaban llenos hasta la desbordar mesas y gente hasta la calle y otros simplemente eran demasiado, mmmm, como decirlo, demasiado “alegres”. El sabor de música latina llamó nuestra atención y nos metimos en aquel lugar. Estaba de locos. Era enorme y estaba lleno a más no poder. Tomamos lugar en una barra cerca de un rincón, muy “ad hoc” con nuestra personalidad reservada, por no decir insegura. Pedimos algo de beber y disfrutamos del show. Al ritmo de salsa, las bellas meseras subían a bailar, por turnos, en la barra central del bar, sensualmente. Por mera casualidad, las meseras eran todas jóvenes, voluptuosas y con poca ropa debido al calor del local. Pobres chicas.

Yo quedé enamorado de una mulata, muy probablemente cubana, por quien bebí muchas cubas alegremente. Alfredo, estaba en el infierno. Fascinado, seguía con gran atención la procesión de meseras bailar, debe haberles tomado unas 200 fotos y grabó video de cada una de ellas con su celular. De algunas, hasta dos veces. Pero su gran problema era que había caído perdidamente enamorado de la encargada de la barra detrás de nosotros. Una preciosa puertorriqueña, morenita, menuda, con rostro tímido y alegre. Con los bolsillos vacios, los cuerpos agotados y los corazones exaltados, dejamos atrás el “Mangos”, sitio que supimos después es un “tour de forcé” para quienes visitan Miami. Nos dirigimos a descansar a Guayabeach, preguntándonos si tendrían también lagartijas transparentes y cucarachas tamaño mapache como en nuestras playas mexicanitas.

Nuestro viaje llegaba casi a su fin. Pasamos nuestro último día de trabajo en USA en la exposición sobre artes gráficas, la cual fue una absoluta pérdida de tiempo. Nada de lo ahí presentado tenía aplicación alguna para nosotros y el proveedor argentino “olvidó” que lo iríamos a visitar por lo que tampoco traía la máquina en cuestión consigo. Resignados y a fuerza de disciplina, recorrimos aquel enorme lugar buscando desesperadamente algo que pudiera sernos de utilidad, algo de utilidad que reportar de nuestra costosa escala en Miami. Degustando unos desabridos e industrializados hotdogs, aceptamos que perdíamos el tiempo. Caminamos hasta el rincón más lejano a la salida e hicimos el último esfuerzo mientras nos dirigíamos a las calles de la calurosa ciudad.

Un par de horas más tarde, sin más trabajo por delante, comimos tranquilamente en un restaurante de mársicos casi a un lado de nuestro Guayabeach. El vuelo de regreso a Guadalajara salía al día siguiente a las 6 de la mañana por lo que debíamos levantarnos a las 3:30 AM. Terminamos e empacar y sólo nos quedaba resolver el tema de los sobres. 2,500 sobres preparados “ex profeso” y 2,500 sobres reales. Correspondencia no entregada en su momento por diversos factores a sus destinatarios, misma que es guardada por la empresa en bodegas ocultas y protegidas como aquel bodegón donde guardaron “El Arca Perdida” de Indiana Jones. Tras duras y largas negociaciones sobre la importancia de probar los equipos con producto real y no sólo preparado, y tras haber sido enviado al diablo por la “volatilidad” del asunto, tuve que recurrir a los bajos mundos y obtener mi material de pruebas forzando a los amigos en los lugares correctos para servirme de cómplices.

Es importante mencionar que portar correspondencia ajena es un delito federal en estados unidos por lo que acordamos todos los involucrados, en un pacto de sangre, destruir todos los sobres hasta hacerlos irreconocibles. El plan era simple. Comprar un triturador de papel, destruir la evidencia, regresar el triturador a la tienda argumentando su pobre desempeño y regresar limpios al país. Plan muy simple en realidad.

Con el ánimo de fiesta a flor de piel y la velada en el Mangos en mente, decidimos que no era necesario un triturador de papel, que en un par de horas podríamos destruir aquel material incriminante a mano y seguir con la velada. Procedimos. Hora y media más tarde, cerca de las 8 de la noche, con las manos muy adoloridas, nos dimos cuenta que no llevábamos destruida ni una cuarta parte del contenido de la primer caja. El pánico hizo presa de nosotros. Buscamos en Internet el Office Depot más cercano y salimos como alma que lleva el diablo esperando llegar antes de que cerraran. En tan sólo 5 minutos encontramos nuestro objetivo pero oh sorpresa, estaba cerrado. Era sábado y habían cerrado a las 6. Pasamos la siguiente hora recorriendo las calles de Miami Beach en búsqueda de algún local donde pudiéramos comprar un triturador. Hasta buscamos en supermercados. Nada. Cerca de las 9 de la noche regresamos al hotel, desanimados, desesperados. Sabíamos que nos esperaba una larga velada y no exactamente admirando bellezas latinas.

Compramos comida chatarra de una máquina que estaba a un lado de la recepción del Guayabeach y subimos a nuestra habitación a continuar con la exterminación de la evidencia. Transcurrió otra hora. Teníamos las manos entumidas, con varias cortadas, de esas que arden cuando te abres la piel con papel. En un destello de ingenio se me ocurrió preguntar en la recepción del hotel si nos podían prestar un triturador de papel. “Claro chico, acá tengo uno, vente pa´ca”, me contestó por teléfono alegremente el cubano de guardia de aquella noche. Bajamos a la recepción jubilosos. Después de todo, aún era posible terminar a tiempo e irnos de parranda. Cuando vimos el tamaño del triturador se nos cayeron los …. rostros al piso. Era del tamaño de una laptop, como para las Barbies. Lo aceptamos con la poca dignidad que nos quedaba y regresamos al matadero.

El triturador no soportaba más de 4 hojas a la vez y se apagaba cada 10 minutos para protegerse del sobre calentamiento. Mientras funcionaba, lo alimentábamos con calma, con mucho cuidado, casi con cariño, evitando meterle papel grueso y asegurándonos de evitar las grapas. Cuando se calentaba, lo colocábamos sobre una silla frente a la salida del aire acondicionado y continuábamos rompiendo sobres a mano. Las horas pasaron, olvidamos poner música, las bromas cesaron. Nuestra imaginación comenzó a plantearnos el proceso de arresto, cuando entrara la policía a nuestra habitación de hotel, acusados por los otros huéspedes a quienes no dejábamos dormir con todo el alboroto de nuestro exterminio. Seríamos atrapados “infraganti”, con las manos en la masa, admitidos en una cárcel local hasta que fuéramos propiamente procesados y remitidos a una cárcel federal.

“Con las manos ensangrentadas” mantra proferido continuamente por el director de la empresa donde pasé meses interminables trabajando. Esta frase expresaba la idea del como debía de trabajarse en aquella industria ingrata, centavera. Reí al ver mis manos llenas de cortadas y ampollas después de una noche de arduo trabajo, pensando en lo orgulloso que debía sentirse mi ex patrón si me viera.

Cerca de la una de la madrugada terminamos de destruir los 5,000 sobres. La habitación estaba hecha un desastre, había pedacitos de papel y grapas por todos lados. Hacía un frío antártico por el uso excesivo del aire acondicionado. Como viticultores franceses, bailamos sobre los jirones de papel dentro de las cajas para compactarlas. Como mejor pudimos, recogimos el desorden, cerramos las cajas. Cansados pero satisfechos de haber cumplido con nuestro deber nos faltaba un solo detalle. ¿Qué haríamos ahora con las cajas? Alfredo estaba recargado sobre la ventana que bloqueaba la vista a la playa. Con la frente pegada al cristal, la mirada perdida en la nada. “Compaie”, me llamó casi con un suspiro. “Allá abajo, por el estacionamiento, hay unos botesotes de basura”. Eh ahí la solución. Salí de avanzada al pasillo, como asesino serial buscando deshacerse de su víctima, buscando un camino despejado. No había nadie en los pasillos. Corrimos al elevador cargando cada quien una caja llena de estados de cuenta bancarios mexicanos nunca entregados. Sin saber como disimular con el cubano de la recepción nuestra salida cargados de cajas a aquellas altas horas de la noche, decidimos entregarnos al cinismo. Pasamos frente a él sin más ni más, cargando nuestras cajas. Le dimos las buenas noches y salimos a la calle. A la una y media de la mañana nos tumbamos a dormir, con tan solo dos horas de sueño por delante.

Como era de esperarse, nos quedamos dormidos. Si tan sólo hubiera sido suficientemente tarde, pero no. 45 minutos de retraso pueden ser recuperados corriendo por las calles vacías de madrugada. Recuerdo entre sueños haberme pasado varios semáforos y sobre todo recuerdo cuando finalmente desperté de golpe al pasar sobre un camellón, con la tranquilidad de saber que el carro era rentado. Entregamos el auto y con las manos despedazadas, acarreamos adoloridos los montones de maletas y paquetes hasta la terminal, donde de puritita casualidad, logramos abordar nuestro vuelo.

Sentado, desplomado, desguanzado sobre mi asiento clase turista, no pude evitar hacer un resumen mental sobre aquella extraña noche, llena de cansancio, dolor, desesperación, frustración y porque no, miedo. Me relajé al verme fuera de todo aquello, cerré los ojos y comencé a quedarme dormido casi al instante. Como alarma de incendio, inesperada, desproporcionadamente potente, una imagen invadió mi mente. Ambas cajas, donde abandonamos la evidencia destruida en los botes de basura afuera del Guayabeach, tenía una gran etiqueta blanca, con letras grandes y claras con todos mis datos, puestos ahí como control del viaje al salir de Guadalajara. Sentí ganas de llorar, al final, todo había sido en vano. Pasaría los siguientes 15 años en una cárcel norteamericana.