lunes, 23 de noviembre de 2009

4,500


Con poco menos de 12 horas de planeación, partimos la mañana del sábado camino a Zitacuaro, Michoacán, reservamos habitación de hotel cerca de donde recién aprendimos, llegan las mariposas monarcas a pasar el invierno en su viaje migratorio de cada año. Nuestros cálculos estimaron unas 4 horas de viaje pero en realidad nos tomó casi 6 el llegar hasta nuestro destino ya que tomamos carreteras pequeñas desde Morelia donde pasamos por incontables poblados y transitamos por hermosos parajes Michoacanos.

El hotel en Zitacuaro fue muy peculiar, sobre todo por el servicio. Las instalaciones no eran malas, se encontraba en buen estado, limpio, con buen mantenimiento, pero la atención de los encargados era muy deficiente, según nosotros no por falta de capacidad sino de conocimiento en el negocio. Después del largo trayecto no esperado, descansamos unos minutos en la habitación que por cierto no tenía agua corriente. Cuando pasamos la queja a la recepción nos indicaron de forma enigmática, “en un momento se las mandamos”. Preferimos no darle mucha importancia y decidimos aprovechar la tarde. Desde el camino habíamos decidido dejar el recorrido de visita a las Monarcas para el día siguiente. En la recepción, pedimos informes sobre otras atracciones locales. Nos informaron que en la cercanía había una excavación de un centro ceremonial Otomí y unas grutas, ambas cerraban sus puertas a los turistas a las 5 de la tarde. Casi corriendo salimos en búsqueda de las grutas y dejamos nuestra hambre olvidada para más tarde.

Deshicimos parte del camino andado en búsqueda de la desviación hacia las grutas de Tziranda. Nos detuvimos a pedir detalles sobre la ruta a seguir y la señorita fotógrafa aprovechó para comprar una enorme hogaza de pan recién horneado quien nos salvó de la anemia y el mal humor. Después de unos 10 minutos de descenso por un camino de terracería llegamos hasta las instalaciones turísticas de las grutas. Enclavada en una cañada se encontraba la ladera de una montaña de piedra porosa y un generoso río que fluía con fuerza. Pagamos y nos proporcionaron nuestro equipo de expedicionarios: casco (sólo para los adultos) y unas pequeñas linternas que parecían más de juguete que de Indiana Jones. Nuestro guía, quien fue llamado a regresar por nosotros porque había partido con un grupo de visitantes unos minutos antes, llegó por nosotros y nos dijo algo que creímos sería la bienvenida. El alegre y joven lugareño con un fuerte problema en el habla demostró con su gran sonrisa y buen humor ser un excelente anfitrión para el recorrido por las entrañas de la montaña.

Caminamos unos 100 metros hasta llegar a una pequeña puerta de madera empotrada en la pared de la montaña donde esperaba el resto del grupo. Sin más ni más, el guía nos indicó que lo siguiéramos y algunas cosas más que no alcanzamos a comprender. Casi de rodillas entramos por la pequeña hendidura. Nuestra cabeza, protegida con cascos de plástico, fue chocando con el techo mientras nuestros pies y ojos se adecuaban al terreno, viendo con tristeza como las linternas perdían rápidamente su intensidad. A tan sólo unos 20 pasos dentro de la gruta la obscuridad era absoluta. El guía se detuvo y nos explicó como recargar las linternas. “Ahhhhhhhh!!!”, exclamamos todos asombrados y alegres al saber que no perderíamos la luz. Como obedientes niños exploradores, dimos vueltas al mecanismo que milagrosamente recargaba las baterías de las linternas y seguimos adelante. Sin aviso alguno, al dar la vuelta en un recoveco de la gruta, salimos a un espacio abierto por donde caía la luz del sol en todo su esplendor. Nos detuvimos y comenzó el tradicional recorrido visual de imágenes imaginarias siempre encontradas en las paredes de las grutas. Dinosaurios, bebes, tortugas, murciélagos (estos si estaban vivos). El guía nos explicó que el recorrido se había modificado debido a la visita de temporal de abejas africanas y nos ofreció irlas a buscar si teníamos ganas de peligro. Siguieron las explicaciones y continuamos el recorrido, dejando atrás a la señorita fotógrafa quien estaba embebida detrás de su cámara, intentando robarle el alma a aquel hueco de nuestra madre tierra.

Me fui rezagando a propósito tratando de esperar a la fotógrafa pero la distancia se iba incrementando entre ambos extremos del grupo. Grite a todo pulmón pero todos los sonidos fueron absorbidos por las rocas casi antes de salir de mi boca. Sin muchas alternativas, decidí seguir adelante con el grupo y regresar, de ser necesario, al llegar a la salida. A medio camino alcancé a escuchar algo similar a un grito. Tome el camino de regreso tan rápido como me fue posible hasta que me encontré con la señorita fotógrafa descendiendo por entre las rocas en condiciones algo desesperadas, víctima de su recorrido alternativo. Cuando se dio cuenta que había pasado un tiempo considerable de nuestra partida trató de alcanzarnos pero tomó una bajada diferente y fue a parar frente a varias docenas de abejas africanas, quienes por alguna razón extraña decidieron no atacar, dándole tiempo de escapar ya de forma intempestiva. Alcanzamos al grupo con calma, mientras, ella fue recuperando la calma y salimos de la gruta casi como si nada hubiera sucedido. Pero la pequeña aventura no pasó del todo desapercibida ya que varios de nuestros compañeros de exploración comentaron que había sido hábil mi intento de perder a la esposa dentro de una gruta en aquel apartado lugar.

Devolvimos el equipo y nos instalamos a las orillas del rio a contemplar su simple belleza. Corría con cierta fuerza, haciendo pequeñas cascadas con las rocas que le daban forma a su descenso. Su agua era cristalina, fría, limpia. Sin podernos contener caminamos sobre las piedras luchando por no ceder ante la tentación de aventarnos de cabeza dentro de su hechizante naturaleza. Sorprendidos por la virginidad de aquel río, regresamos resignados al carro y tomamos el camino de regreso a Zitacuaro donde esperábamos poder saciar nuestra hambre ignorada ya por muchas horas.

Con tristeza, recorrimos de arriba abajo la avenida principal de Zitacuaro sin encontrar un lugar apetecible para comer o donde posar nuestros ojos de turista. El pueblo estaba lleno de puestos y tiendas comerciales sin encanto, sin tradición, sin historia y sin atractivo alguno. Como nos fue acertadamente descrito más tarde por la encargada del hotel, aquella pequeña población era solamente un pueblo lleno de tienditas. Encontramos una pizzería muy digna y con buen sazón donde descansamos y recuperamos fuerzas. Regresamos al hotel algo temprano, decididos a tomar un baño y dormir bien para levantarnos temprano al día siguiente y poder emprender nuestro recorrido a conocer a las Monarcas. No nos sorprendió descubrir que el agua había llegado pero fría. Se habría extraviado en su camino perdiendo el calor que debía ser transmitido a nuestros cuerpos cuando fue enviada aquella mañana a nuestra habitación. Llamamos a recepción varias veces en el transcurso de casi 2 horas hasta que por fin llegó el agua caliente. Mientras, vimos la televisión, donde el servicio consistía de sólo 4 canales. 2 con futbol y otros dos del canal de las estrellas. Así, con resignación, cansancio y humildad descansamos aquel día sábado.

El domingo nos levantamos muy emocionados, preparamos todo, cargamos la camioneta y fuimos a desayunar al bufete del hotel. La incapacidad para manejar el lugar se hizo aún más evidente a la hora de atender a unas 60 personas al mismo tiempo. La exquisita sazón del desayuno nos ayudó a olvidar los percances del servicio. Al fin, partimos hacia el pueblo de Angangeo, donde debíamos acercarnos al refugio de las mariposas. A través de un camino de piedras y adoquines, subimos 15 kilómetros por la ladera de la montaña hasta llegar a un improvisado pero amplio estacionamiento donde comienza el ascenso al refugio.

Comenzamos nuestro recorrido acompañados por un par de niños pequeños quienes entonaba a su saber y entender una canción, con lo que esperaban ganarse unos pesos. Les dimos unas monedas y continuamos nuestro camino. Para llegar a la caseta turística de los ejidatarios locales quienes administran los refugios tuvimos que pasar por un largo pasillo de locales construidos de madera, formados uno tras otro a ambos lados. A aquella hora estaban casi todos cerrados pero lo cuantioso de los mismos daba una idea de la afluencia turística que debía invadir aquel paraje en temporada alta. Pagamos una módica cantidad por el acceso al refugio y nos fue asignado un guía, a quien en ese momento consideramos innecesario. Juan Manuel, nuestro guía, era agradable, educado, paciente y comprensivo. Esto último lo digo porque el largo camino de subida obligaba a efectuar múltiples paradas para recuperar el aliento. Pasamos el tiempo platicando sobre el bosque, las mariposas, su viaje y demás pormenores de aquel pequeño insecto.

El bosque estaba dominado por Oyameles, un bello pino con delgadas y alargados hojas, preferido por las Monarcas. La temporada estaba comenzando, hacía apenas 10 días que habían comenzado a llegar desde el sur de Canadá y el norte de los estados unidos. Tan sólo una tercera parte de su población total había llegado al refugio por lo que esperábamos ver pocas mariposas. Al ser apenas el inicio de la temporada habíamos pocos turistas. El estado de la montaña era impecable. Todo limpio, bien mantenido, muchos letreros acompañan la subida informando sobre los detalles de aquella minúscula y fortachona especie. Los guías hacían hincapié permanentemente en el cuidado con las mariposas, no sólo en cuidar no pisarlas o tocarlas sino también en el respeto por su santuario guardando tanto silencio como fuera posible. Poco a poco, según íbamos ascendiendo, la cantidad de mariposas crecía considerablemente. En varios tramos podían observarse cientos de ellas volando entre los árboles. Pequeñas, lejanas, volando alto.

Con las piernas medio agarrotadas y el aliento faltando en nuestro interior llegamos al punto donde se concentran la mayoría de las mariposas. El espectáculo fue sobrecogedor. El silencio se te mete en el cuerpo. Los ojos se abren al máximo, buscando captar la magnificencia del espectáculo en todo su esplendor. Miles y miles de mariposas pasaban volando a centímetros de nosotros, con ese vuelo frágil y errático que las impulsa de tal forma que parece casualidad que puedan controlar su dirección. En algún momento de silencio casi absoluto alcanzamos a distinguir aquel tenue sonido. Parecía ser el viento lo que en realidad era el aletear de las Monarcas. El callado susurro producido por miles de pequeñas alas nos hizo temblar y nos robó el control sobre nuestros lacrimales. Casi sollozando, con la boca abierta y una sonrisa tan grande como podía contener nuestro rostro, admiramos por largos minutos aquella oleada de mariposas pasar a nuestro lado en su búsqueda por un lugar de descanso. 4,500 kilómetros de distancia recorre aquel bello insecto, huyendo de su crudo invierno para llegar a las montañas Michoacanas, donde cada año se congregan por millones, se detienen por 4 ó 5 meses y en un loco esfuerzo reinician su viaje de regreso a sus tierras del norte. ¿Cuántos siglos habrán presenciado esta sutil migración? ¿Cuántas generaciones habremos tenido la dicha de admirar este gran viaje? La naturaleza nos dio ese fin de semana un regalo, de esos que difícilmente se olvida y por los que el resto de la vida vale la pena vivir.


martes, 10 de noviembre de 2009

Al estilo Borrayo


Cada paseo ciclista organizado por viajes Casillas tiene su propio encanto y obviamente, sus características anécdotas. Este viaje no fue la excepción. La planeación del “Chacalazo”, nombre oficial del último paseo de aquel año, inició si no mal recuerdo durante un Vallartazo, otro paseo ciclista, mientras disfrutábamos del día de descanso posterior a la pedaleada. En la playa, Mike nos enamoró con fotografías del destino y con anécdotas sobre las vistas de la ruta. A pesar del poco tiempo para organizarlo y la mudanza del corporativo de viajes Casillas de Guadalajara a Monterrey, este parecía un plan nutrido de asistentes. Pero cual fue la sorpresa que durante la mismísima semana del plan comenzaron a caer correos de cancelaciones. El pobre Mike veía no sólo como bajaban las potenciales ganancias, sino como además parecía que hasta pérdidas podía haber. Sin entrar en más detalles, sólo 4 ciclistas logramos llegar a Mazatán, población de donde inició el plan.

Con la fresca de la 1 de la tarde, comenzamos a pedalear Diego, Santiago, Mike y su servidor. El pronóstico era de unas 5 horas de pedaleo con no menos de 40 kilómetros de recorrido. Era un soleado sábado e iniciamos con el entusiasmo característico de cada paseo. A los 20 minutos de haber comenzado encontramos una subida digna de los chamorros de Juan Manuel, sobre la cual Mike flotó montaña arriba, como acertadamente indicó Diego, remolcado por un ángel en motocicleta. En la primer encrucijada tras sólo 5.6 kilómetros pedaleados nos desviamos a la derecha y fuimos guiados a través de un campo medio abandonado de plantíos de café. Entre las petrificadas zanjas en el lodo dejadas por el ganado que transita por ahí, y la cerrada maleza, bajamos por un camino que parecía llevar al centro de la tierra. El paraje era tan solitario, seco y la vegetación tan cerrada que comenzamos a dudar del ángel con moto que jalaba al Mike y deseamos su reemplazo por uno con alas y sistema de navegación GPS. Como es costumbre, sin hacer caso a los augurios, continuamos adelante.

La diosa fortuna tuvo a bien meter una enorme rama en los cambios de la bici de Santiago, dejándola prácticamente inservible, circunstancia que aprovechamos para reevaluar la ruta. Decidimos regresar a terrenos menos inaccesibles, tratar de reparar los cambios dañados y continuar en otra dirección. Con más suerte que pericia, regresamos la bici de Santiago a un punto pedaleable según los reparadores y comenzamos a subir esperando encontrar la ruta deseada. Media hora de ascenso y llegamos a un valle que nos dejó desconcertados por su hermosura y amplitud. Era oficial, estábamos perdidos. Nuestra única opción era regresar al primer crucero e intentar encontrar otra ruta. Una hora y media y 5 kilómetros después, deambulando por el cafetal, regresamos al crucero inicial. Eran casi las cuatro de la tarde, no sabíamos por donde continuar y quedaban cuando mucho un par horas de luz. Con cara triste, aceptamos renunciar al resto del viaje hasta Chacala pero como premio de consolación acordamos pedalear un rato más sin rumbo fijo para hacer ejercicio. En cuanto retomamos la pedaleada me di cuenta de que mi llanta estaba ponchada. Gracias a la basta experiencia y habilidad de los ciclistas presentes, cambiamos mi llanta en un tiempo record de 30 minutos, lo cual sirvió para matar definitivamente el plan. La suerte, no iba con nosotros ese fin de semana. 3 alegres y polvorosas sonrisas emprendieron el camino de regreso a Mazatán. La cara de Mike mostraba otra expresión.

El reto ahora era encontrar como llegar a Chacala. Mientras desandábamos el camino hasta Mazatán, planteamos la opción de llamar a las esposas para que fueran por nosotros al pueblo, obligándolas así a dejar atrás el paraíso terrenal en el que estarían disfrutando en aquel momento de unas cervezas heladas y de la paz concedida a todo padre de familia cuando sus hijos están en la alberca. Después de sesuda meditación Santiago y su servidor encontramos que era preferible pedalear por la carretera hasta Chacala de ser necesario antes que vivir las consecuencias ante un acto tan atroz contra nuestras dulces señoras. Pasamos al plan B, contratar algún lugareño para subcontratar aventón hasta nuestro destino. La razón por la que viajes Casillas tiene entre sus planes la ruta de Mazatán – Chacala, es porque un conocido del IPADE es originario de Mazatán. Ya en el pueblo, nos dimos a la tarea de buscar a la familia Borrayo. Sin mucho batallar llegamos a la casa de un primo Borrayo, Eduardo. Pasamos una media hora charlando con este amigable lugareño sobre los pormenores del pueblo sin poder hablar del tema que nos interesaba. Al fin logramos tratar nuestro problema al cual surgió una oferta maravillosa: el mismo Eduardo ofreció llevarnos a Chacala sin costo, eso si, una vez alimentadas sus vacas. La oferta fue imposible de rehusar y aceptamos mirándonos los unos a los otros. No había sido tan difícil después de todo.

“Mientras, vayan a casa de mi apá, hay carne asada”, nos indicó Eduardo. Sin ganas de abusar, nos dirigimos a casa del padre de los Borrayo para saludarlo y para matar tiempo, pero dispuestos no a comer carne asada, lo cual hubiera sido demasiada gorra. Miguel entró en la casa del que seguramente sería el hombre importante del pueblo. Los demás ciclistas esperamos pacientemente afuera, cerca de un grupo de descansados Mazatecos que convivían alegremente al frescor de las cervezas. Una camioneta se estacionó frente a la casa Borrayo para dejar a varias personas con todo y una enorme hielera. En silencio, imaginamos lo que habría en aquella caja del tesoro. El que manejaba la camioneta se acercó a nosotros a vuelta de rueda, con rostro inquisitivo y maneras lentas, de esas que el tequila sabe crear en sus aficionados. De forma directa y sin preámbulos me indicó que bebiera de su vaso. “¿Qué?” Con cara de sorprendido le pregunte que era aquella bebida, a lo cual sólo contestó que me iba a gustar. Bebí del vaso de un desconocido, a media calle, vestido con mallas negras y lodo por todas partes. Mi cara debe haber reflejado el placentero y fuerte sabor del tequila ya que a mi nuevo amigo inmediatamente le cambió el rostro, sonrió y nos ofreció más tequila a todos. Mike salió de la casa de papá Borrayo riendo resignadamente. “Éntrenle, amos a comer”, dijo con tono medio resignado. Efectivamente, la hospitalidad de la gente del pueblo parecía no tener fin. Esta vez apenados en serio, entramos a la casa de nuestros anfitriones hasta el patio posterior donde se encontraba toda la familia disfrutando de la agradable tarde del sábado. Fuimos invitados a sentarnos, comer y beber al gusto. Ni nos sentamos ni bebimos, pero eso sí, le entramos con todo a los tacos de asada con tortillas recién hechas, arrocito con verduras, chorizo y hasta rebanadas de papaya.

Mike era ya parte de la familia, conocía a la mitad de los presentes y de los ausentes (o así parecía) y las anécdotas del pueblo y sus alrededores fluían por montones. En esa tarde en que la hospitalidad de la familia Borrayo seguía sorprendiéndonos, logramos despedirnos ya sin muchas ganas y nos dirigimos a casa de Eduardo, quien recordaremos, nos daría aventón a Chacala. Al encontrarnos con Eduardo en su casa ya había cambiado de parecer, cansado después de atender a sus vacas y al juego de basquetbol sabatino. Su nueva propuesta era que nosotros nos lleváramos su camioneta y se la regresáramos al día siguiente. Realmente estábamos conmovidos por las maneras de esta increíble gente. Vaciamos la caja de la pickup que tomaríamos en préstamo, subimos las bicis, pusimos al volante a Diego con Santiago y su servidor de copilotos y a Mike en la caja, cada uno con una bolsa de cacahuates que nos fue obsequiada en el último momento de la partida.

Al repasar todo lo sucedido en ese pequeño, limpio y hermoso pueblo, nos dimos cuenta que habíamos sido testigos de la hospitalidad más plena de nuestras vidas. Sin ganas de ofender, pero llevando la imaginación al tope, pensamos que solo les había faltado presentarnos unas chamaconas.

En la bajada de la sierra, camino a Chacala, tuvimos el placer de ser ese cabrón que va lento en las curvas y crea una interminable fila de autos detrás. Nuestro vehículo no era exactamente último modelo. Los frenos trabajaban disparejos, ladeando la camioneta a cada frenada, el parabrisas estaba completamente opaco y sólo le funcionada un faro. Santiago manejó toda la bajada con la cabeza por fuera de la ventana ya que el reflejo del tráfico a contraflujo hacía nula la visibilidad por el estado de nuestro parabrisas.

Al acercarnos a la entrada del elegante fraccionamiento donde habríamos de pasar el resto del fin de semana, nos preguntamos si seríamos admitidos tal como íbamos. Nuestros temores no eran infundados. Los guardias preguntaban y preguntaban y nada, no parecía que fuéramos a lograr entrar cuando, como salido de ultratumba, Miguel se incorporó de la caja de la pickup, donde venía dormido plácidamente junto a las bicis, mencionando el nombre del dueño del lugar, lo cual mágicamente nos abrió al fin las puertas a ese paraíso conocido como Chacalilla.

Fotografía: Adriana Reid