Con poco menos de 12 horas de planeación, partimos la mañana del sábado camino a Zitacuaro, Michoacán, reservamos habitación de hotel cerca de donde recién aprendimos, llegan las mariposas monarcas a pasar el invierno en su viaje migratorio de cada año. Nuestros cálculos estimaron unas 4 horas de viaje pero en realidad nos tomó casi 6 el llegar hasta nuestro destino ya que tomamos carreteras pequeñas desde Morelia donde pasamos por incontables poblados y transitamos por hermosos parajes Michoacanos.
El hotel en Zitacuaro fue muy peculiar, sobre todo por el servicio. Las instalaciones no eran malas, se encontraba en buen estado, limpio, con buen mantenimiento, pero la atención de los encargados era muy deficiente, según nosotros no por falta de capacidad sino de conocimiento en el negocio. Después del largo trayecto no esperado, descansamos unos minutos en la habitación que por cierto no tenía agua corriente. Cuando pasamos la queja a la recepción nos indicaron de forma enigmática, “en un momento se las mandamos”. Preferimos no darle mucha importancia y decidimos aprovechar la tarde. Desde el camino habíamos decidido dejar el recorrido de visita a las Monarcas para el día siguiente. En la recepción, pedimos informes sobre otras atracciones locales. Nos informaron que en la cercanía había una excavación de un centro ceremonial Otomí y unas grutas, ambas cerraban sus puertas a los turistas a las 5 de la tarde. Casi corriendo salimos en búsqueda de las grutas y dejamos nuestra hambre olvidada para más tarde.
Deshicimos parte del camino andado en búsqueda de la desviación hacia las grutas de Tziranda. Nos detuvimos a pedir detalles sobre la ruta a seguir y la señorita fotógrafa aprovechó para comprar una enorme hogaza de pan recién horneado quien nos salvó de la anemia y el mal humor. Después de unos 10 minutos de descenso por un camino de terracería llegamos hasta las instalaciones turísticas de las grutas. Enclavada en una cañada se encontraba la ladera de una montaña de piedra porosa y un generoso río que fluía con fuerza. Pagamos y nos proporcionaron nuestro equipo de expedicionarios: casco (sólo para los adultos) y unas pequeñas linternas que parecían más de juguete que de Indiana Jones. Nuestro guía, quien fue llamado a regresar por nosotros porque había partido con un grupo de visitantes unos minutos antes, llegó por nosotros y nos dijo algo que creímos sería la bienvenida. El alegre y joven lugareño con un fuerte problema en el habla demostró con su gran sonrisa y buen humor ser un excelente anfitrión para el recorrido por las entrañas de la montaña.
Caminamos unos 100 metros hasta llegar a una pequeña puerta de madera empotrada en la pared de la montaña donde esperaba el resto del grupo. Sin más ni más, el guía nos indicó que lo siguiéramos y algunas cosas más que no alcanzamos a comprender. Casi de rodillas entramos por la pequeña hendidura. Nuestra cabeza, protegida con cascos de plástico, fue chocando con el techo mientras nuestros pies y ojos se adecuaban al terreno, viendo con tristeza como las linternas perdían rápidamente su intensidad. A tan sólo unos 20 pasos dentro de la gruta la obscuridad era absoluta. El guía se detuvo y nos explicó como recargar las linternas. “Ahhhhhhhh!!!”, exclamamos todos asombrados y alegres al saber que no perderíamos la luz. Como obedientes niños exploradores, dimos vueltas al mecanismo que milagrosamente recargaba las baterías de las linternas y seguimos adelante. Sin aviso alguno, al dar la vuelta en un recoveco de la gruta, salimos a un espacio abierto por donde caía la luz del sol en todo su esplendor. Nos detuvimos y comenzó el tradicional recorrido visual de imágenes imaginarias siempre encontradas en las paredes de las grutas. Dinosaurios, bebes, tortugas, murciélagos (estos si estaban vivos). El guía nos explicó que el recorrido se había modificado debido a la visita de temporal de abejas africanas y nos ofreció irlas a buscar si teníamos ganas de peligro. Siguieron las explicaciones y continuamos el recorrido, dejando atrás a la señorita fotógrafa quien estaba embebida detrás de su cámara, intentando robarle el alma a aquel hueco de nuestra madre tierra.
Me fui rezagando a propósito tratando de esperar a la fotógrafa pero la distancia se iba incrementando entre ambos extremos del grupo. Grite a todo pulmón pero todos los sonidos fueron absorbidos por las rocas casi antes de salir de mi boca. Sin muchas alternativas, decidí seguir adelante con el grupo y regresar, de ser necesario, al llegar a la salida. A medio camino alcancé a escuchar algo similar a un grito. Tome el camino de regreso tan rápido como me fue posible hasta que me encontré con la señorita fotógrafa descendiendo por entre las rocas en condiciones algo desesperadas, víctima de su recorrido alternativo. Cuando se dio cuenta que había pasado un tiempo considerable de nuestra partida trató de alcanzarnos pero tomó una bajada diferente y fue a parar frente a varias docenas de abejas africanas, quienes por alguna razón extraña decidieron no atacar, dándole tiempo de escapar ya de forma intempestiva. Alcanzamos al grupo con calma, mientras, ella fue recuperando la calma y salimos de la gruta casi como si nada hubiera sucedido. Pero la pequeña aventura no pasó del todo desapercibida ya que varios de nuestros compañeros de exploración comentaron que había sido hábil mi intento de perder a la esposa dentro de una gruta en aquel apartado lugar.
Devolvimos el equipo y nos instalamos a las orillas del rio a contemplar su simple belleza. Corría con cierta fuerza, haciendo pequeñas cascadas con las rocas que le daban forma a su descenso. Su agua era cristalina, fría, limpia. Sin podernos contener caminamos sobre las piedras luchando por no ceder ante la tentación de aventarnos de cabeza dentro de su hechizante naturaleza. Sorprendidos por la virginidad de aquel río, regresamos resignados al carro y tomamos el camino de regreso a Zitacuaro donde esperábamos poder saciar nuestra hambre ignorada ya por muchas horas.
Con tristeza, recorrimos de arriba abajo la avenida principal de Zitacuaro sin encontrar un lugar apetecible para comer o donde posar nuestros ojos de turista. El pueblo estaba lleno de puestos y tiendas comerciales sin encanto, sin tradición, sin historia y sin atractivo alguno. Como nos fue acertadamente descrito más tarde por la encargada del hotel, aquella pequeña población era solamente un pueblo lleno de tienditas. Encontramos una pizzería muy digna y con buen sazón donde descansamos y recuperamos fuerzas. Regresamos al hotel algo temprano, decididos a tomar un baño y dormir bien para levantarnos temprano al día siguiente y poder emprender nuestro recorrido a conocer a las Monarcas. No nos sorprendió descubrir que el agua había llegado pero fría. Se habría extraviado en su camino perdiendo el calor que debía ser transmitido a nuestros cuerpos cuando fue enviada aquella mañana a nuestra habitación. Llamamos a recepción varias veces en el transcurso de casi 2 horas hasta que por fin llegó el agua caliente. Mientras, vimos la televisión, donde el servicio consistía de sólo 4 canales. 2 con futbol y otros dos del canal de las estrellas. Así, con resignación, cansancio y humildad descansamos aquel día sábado.
El domingo nos levantamos muy emocionados, preparamos todo, cargamos la camioneta y fuimos a desayunar al bufete del hotel. La incapacidad para manejar el lugar se hizo aún más evidente a la hora de atender a unas 60 personas al mismo tiempo. La exquisita sazón del desayuno nos ayudó a olvidar los percances del servicio. Al fin, partimos hacia el pueblo de Angangeo, donde debíamos acercarnos al refugio de las mariposas. A través de un camino de piedras y adoquines, subimos 15 kilómetros por la ladera de la montaña hasta llegar a un improvisado pero amplio estacionamiento donde comienza el ascenso al refugio.
Comenzamos nuestro recorrido acompañados por un par de niños pequeños quienes entonaba a su saber y entender una canción, con lo que esperaban ganarse unos pesos. Les dimos unas monedas y continuamos nuestro camino. Para llegar a la caseta turística de los ejidatarios locales quienes administran los refugios tuvimos que pasar por un largo pasillo de locales construidos de madera, formados uno tras otro a ambos lados. A aquella hora estaban casi todos cerrados pero lo cuantioso de los mismos daba una idea de la afluencia turística que debía invadir aquel paraje en temporada alta. Pagamos una módica cantidad por el acceso al refugio y nos fue asignado un guía, a quien en ese momento consideramos innecesario. Juan Manuel, nuestro guía, era agradable, educado, paciente y comprensivo. Esto último lo digo porque el largo camino de subida obligaba a efectuar múltiples paradas para recuperar el aliento. Pasamos el tiempo platicando sobre el bosque, las mariposas, su viaje y demás pormenores de aquel pequeño insecto.
El bosque estaba dominado por Oyameles, un bello pino con delgadas y alargados hojas, preferido por las Monarcas. La temporada estaba comenzando, hacía apenas 10 días que habían comenzado a llegar desde el sur de Canadá y el norte de los estados unidos. Tan sólo una tercera parte de su población total había llegado al refugio por lo que esperábamos ver pocas mariposas. Al ser apenas el inicio de la temporada habíamos pocos turistas. El estado de la montaña era impecable. Todo limpio, bien mantenido, muchos letreros acompañan la subida informando sobre los detalles de aquella minúscula y fortachona especie. Los guías hacían hincapié permanentemente en el cuidado con las mariposas, no sólo en cuidar no pisarlas o tocarlas sino también en el respeto por su santuario guardando tanto silencio como fuera posible. Poco a poco, según íbamos ascendiendo, la cantidad de mariposas crecía considerablemente. En varios tramos podían observarse cientos de ellas volando entre los árboles. Pequeñas, lejanas, volando alto.
Con las piernas medio agarrotadas y el aliento faltando en nuestro interior llegamos al punto donde se concentran la mayoría de las mariposas. El espectáculo fue sobrecogedor. El silencio se te mete en el cuerpo. Los ojos se abren al máximo, buscando captar la magnificencia del espectáculo en todo su esplendor. Miles y miles de mariposas pasaban volando a centímetros de nosotros, con ese vuelo frágil y errático que las impulsa de tal forma que parece casualidad que puedan controlar su dirección. En algún momento de silencio casi absoluto alcanzamos a distinguir aquel tenue sonido. Parecía ser el viento lo que en realidad era el aletear de las Monarcas. El callado susurro producido por miles de pequeñas alas nos hizo temblar y nos robó el control sobre nuestros lacrimales. Casi sollozando, con la boca abierta y una sonrisa tan grande como podía contener nuestro rostro, admiramos por largos minutos aquella oleada de mariposas pasar a nuestro lado en su búsqueda por un lugar de descanso. 4,500 kilómetros de distancia recorre aquel bello insecto, huyendo de su crudo invierno para llegar a las montañas Michoacanas, donde cada año se congregan por millones, se detienen por 4 ó 5 meses y en un loco esfuerzo reinician su viaje de regreso a sus tierras del norte. ¿Cuántos siglos habrán presenciado esta sutil migración? ¿Cuántas generaciones habremos tenido la dicha de admirar este gran viaje? La naturaleza nos dio ese fin de semana un regalo, de esos que difícilmente se olvida y por los que el resto de la vida vale la pena vivir.