Era casi imposible relacionar el mundo moderno del que proveníamos a partir de aquel paradisíaco lugar. Para llegar al refugio era necesario dejar todo detrás. Al decir todo me refiero a todo. En una población cercana a Mazatlán iniciaba la transmutación. El carro, las llaves, la cartera, la ropa misma que vestíamos a nuestra llegada fue requisada y resguardada cuidadosamente, al tiempo que nos entregaban nuestro nuevo atuendo. Yo con un pantalón y camisa de manta blanca y unas cómodas chanclas de piel. Ella con un vestido largo también de manta blanca y unas bellas y ligeras sandalias. Así, como despojados de nuestro pasado, de nuestra identidad, fuimos transportados a nuestro destino a bordo de camionetas descapotadas.
Al poco tiempo de recorrer una estrecha carretera, nos internamos por una vereda casi oculta por la vegetación. Seguimos aquel camino por una media hora hasta que como una alucinación, la vegetación abrió dando lugar a una apacible bahía cerca de la cual se encontraban diseminadas las cabañas para los huéspedes. Ya que no llevábamos equipaje no necesitamos de ayuda. La sensación de haber dejado atrás todo era muy incómoda para mí en aquel momento. Ni laptop ni libros ni iPod. ¿Cómo sobreviviría una semana de aquella forma? Apreté su mano que sudaba, unida a la mía y al mirarla me di cuenta que leía mis pensamientos. “No nos hace falta nada, ya verás”, me dijo dulcemente sin dejar que su rostro perdiera la alegría y la belleza que hizo que me enamorara de ella. Fuimos recibidos en una amplia palapa, decorada con altos jarrones llenos de flores y plantas tropicales, sillas y mesas bajas de bejuco, cubiertas por telas de colores claros y alegres. Nos dieron la bienvenida y algunas indicaciones sobre el refugio. Se nos indicó la dirección donde encontraríamos nuestra habitación y fuimos liberados del único formalismo al cual seríamos sometidos durante toda nuestra estancia.
Caminamos hacia la habitación sin lograr llegar a ella en mucho tiempo. El sitio era maravilloso, mimetizado con la naturaleza. No había letreros, ni caminos, aún así, la disposición de las instalaciones fluía de manera instintiva. Pasamos por uno de los muchos oasis de alimentos y bebidas. Ella tomó una cerveza bien fría y yo una copa de vino tinto. La cerveza provenía de un gran barril de madera encajado en una enorme cama de hielo y el vino tinto permanecía dentro de generosos porrones de cristal tapados con corchos naturales. En la playa, la arena era algo oscura pero delgada y suave. El agua del mar era templada y la marea estaba muy tranquila. Seguimos caminado por la bahía por un tiempo hasta que llegamos a la desembocadura de un rio. Seguimos la corriente rio arriba hasta que encontramos una fosa cubierta de gigantescas palmeras. Casi sin pensarlo, como llevados de la mano, nos despojamos de nuestra ropa y nos metimos al foso. El agua corría con fuerza y estaba casi fría, por lo que la piel y los músculos respondieron con precaución. Tras un par de minutos nuestros cuerpos se habían habituado a aquel ambiente, estábamos sentados en el fondo da la fosa sobre piedras redondas con tan solo la cabeza fuera del agua. Con la mirada perdida en la vegetación circundante, hablamos poco. Recorrimos con las manos nuestros cuerpos hipersensibles, sin prisa, sin objetivos.
Con la noche recién caída sobre el refugio, entramos en nuestra habitación, aquella pequeña pieza tan rústica que podría perteneces a cualquier época. Era más bien una cabaña construida de madera, limpia, sencilla pero confortable, con un gran ventanal mirando al mar. Los pocos muebles que la adornaban estaban construidos con troncos de madera casi sin tratar. Una cama tan grande como los amores que cobijaba, un par de mesas bajas servían de pedestal para los jarrones florales y un pequeño closet sin puertas, donde había una muda de ropa igual a la que llevábamos puesta y algo de ropa de baño para el mar. Sin teléfono ni televisión, ni luz ni lujos. Por puerta, una cortina de esbeltos juncos huecos unidos por hilos transparentes, colgando del amplio techo. A un lado de la entrada, una simple lámpara de gas que más que iluminar la habitación, arrojaba sombras suaves y sensuales. El cuarto de baño era tal vez el que daba la mayor sorpresa a los huéspedes. Un lavabo de piedra sobre el cual fluía agua fresca saliendo de un hueco en la pared extendiéndose un par de palmos mediante un medio tuvo de madera. Y la regadera consistía en un espacio circular, rodeado en tres cuartas partes por muros de junco, carente de puerta. Al igual que en el lavabo, de un hoyo en la pared salía el agua fresca y generosa mediante una palanca de piedra que al hundirse en su nicho, permitía el flujo natural para la lavarse las penas humanas. Al carecer de puertas y ventanas, la cama estaba protegida por un velo de lino, tejido finamente, tan blanco y transparente como la piel de una medusa, debajo del cual habíamos de reposar y disfrutar durante aquella temporada.
Con cuerpo y alma rejuvenecidos, recorrimos la distancia entre el comedor y la playa a paso lento. Encontramos una palapa aislada y nos instalamos en ella. El tiempo se detuvo, sucumbimos al hechizo de la naturaleza. Bajo la bondadosa sombra de aquel techo natural dejamos a nuestros sentidos ser llevados por aquel bufete de emociones. Con los ojos cerrados comenzamos el viaje. El viento soplaba refrescando nuestros cuerpos sudorosos por el intenso calor. El arrullo del sonido de las olas se sumaba al murmullo de las burbujas de agua al ser absorbidas por la arena. Una suave brisa creada por el romper de las olas contra las rocas cercanas nos bañaba con su delicado y sutil olor a sal. En contrapunto, el canto de las gaviotas rompía el rítmico vibrar del mar. Sentí deslizarse por mis manos pequeñas gotas de agua que corrían hacia abajo por el cuerpo de la angosta y larga copa de la que bebía un afrutado y dulce vino blanco. Sin abrir los ojos, deje mi mano recorrer el asoleadero hasta encontrar una pequeña mesa donde teníamos una vasija de cristal llena de freses. Tome una y me la llevé a la boca, comiéndola de un solo golpe y empujándola adentro con un trago de vino. Entreabrí los ojos y la mire. Estaba, al igual que yo, extasiada por el concierto de placeres. El sol rozaba su cadera como deseando tocarla, escurriéndose por un hueco abierto en la palapa. Celoso, tome su mano que reposaba sobre su estómago como reclamándola para mí. Sonrió y abrió los ojos. Me observo detenidamente. Me incorporé para estar más cerca y la besé, lentamente, sin prisa, sintiendo toda mi piel erizarse y estremecerse. Su larga cabellera revoloteaba sobre nuestros rostros unidos, indiferentes a sus caricias. Y así, con el tiempo suspendido, decidimos permanecer ahí por el resto de los tiempos.