miércoles, 28 de octubre de 2009

Refugio


Era casi imposible relacionar el mundo moderno del que proveníamos a partir de aquel paradisíaco lugar. Para llegar al refugio era necesario dejar todo detrás. Al decir todo me refiero a todo. En una población cercana a Mazatlán iniciaba la transmutación. El carro, las llaves, la cartera, la ropa misma que vestíamos a nuestra llegada fue requisada y resguardada cuidadosamente, al tiempo que nos entregaban nuestro nuevo atuendo. Yo con un pantalón y camisa de manta blanca y unas cómodas chanclas de piel. Ella con un vestido largo también de manta blanca y unas bellas y ligeras sandalias. Así, como despojados de nuestro pasado, de nuestra identidad, fuimos transportados a nuestro destino a bordo de camionetas descapotadas.

Al poco tiempo de recorrer una estrecha carretera, nos internamos por una vereda casi oculta por la vegetación. Seguimos aquel camino por una media hora hasta que como una alucinación, la vegetación abrió dando lugar a una apacible bahía cerca de la cual se encontraban diseminadas las cabañas para los huéspedes. Ya que no llevábamos equipaje no necesitamos de ayuda. La sensación de haber dejado atrás todo era muy incómoda para mí en aquel momento. Ni laptop ni libros ni iPod. ¿Cómo sobreviviría una semana de aquella forma? Apreté su mano que sudaba, unida a la mía y al mirarla me di cuenta que leía mis pensamientos. “No nos hace falta nada, ya verás”, me dijo dulcemente sin dejar que su rostro perdiera la alegría y la belleza que hizo que me enamorara de ella. Fuimos recibidos en una amplia palapa, decorada con altos jarrones llenos de flores y plantas tropicales, sillas y mesas bajas de bejuco, cubiertas por telas de colores claros y alegres. Nos dieron la bienvenida y algunas indicaciones sobre el refugio. Se nos indicó la dirección donde encontraríamos nuestra habitación y fuimos liberados del único formalismo al cual seríamos sometidos durante toda nuestra estancia.

Caminamos hacia la habitación sin lograr llegar a ella en mucho tiempo. El sitio era maravilloso, mimetizado con la naturaleza. No había letreros, ni caminos, aún así, la disposición de las instalaciones fluía de manera instintiva. Pasamos por uno de los muchos oasis de alimentos y bebidas. Ella tomó una cerveza bien fría y yo una copa de vino tinto. La cerveza provenía de un gran barril de madera encajado en una enorme cama de hielo y el vino tinto permanecía dentro de generosos porrones de cristal tapados con corchos naturales. En la playa, la arena era algo oscura pero delgada y suave. El agua del mar era templada y la marea estaba muy tranquila. Seguimos caminado por la bahía por un tiempo hasta que llegamos a la desembocadura de un rio. Seguimos la corriente rio arriba hasta que encontramos una fosa cubierta de gigantescas palmeras. Casi sin pensarlo, como llevados de la mano, nos despojamos de nuestra ropa y nos metimos al foso. El agua corría con fuerza y estaba casi fría, por lo que la piel y los músculos respondieron con precaución. Tras un par de minutos nuestros cuerpos se habían habituado a aquel ambiente, estábamos sentados en el fondo da la fosa sobre piedras redondas con tan solo la cabeza fuera del agua. Con la mirada perdida en la vegetación circundante, hablamos poco. Recorrimos con las manos nuestros cuerpos hipersensibles, sin prisa, sin objetivos.

Con la noche recién caída sobre el refugio, entramos en nuestra habitación, aquella pequeña pieza tan rústica que podría perteneces a cualquier época. Era más bien una cabaña construida de madera, limpia, sencilla pero confortable, con un gran ventanal mirando al mar. Los pocos muebles que la adornaban estaban construidos con troncos de madera casi sin tratar. Una cama tan grande como los amores que cobijaba, un par de mesas bajas servían de pedestal para los jarrones florales y un pequeño closet sin puertas, donde había una muda de ropa igual a la que llevábamos puesta y algo de ropa de baño para el mar. Sin teléfono ni televisión, ni luz ni lujos. Por puerta, una cortina de esbeltos juncos huecos unidos por hilos transparentes, colgando del amplio techo. A un lado de la entrada, una simple lámpara de gas que más que iluminar la habitación, arrojaba sombras suaves y sensuales. El cuarto de baño era tal vez el que daba la mayor sorpresa a los huéspedes. Un lavabo de piedra sobre el cual fluía agua fresca saliendo de un hueco en la pared extendiéndose un par de palmos mediante un medio tuvo de madera. Y la regadera consistía en un espacio circular, rodeado en tres cuartas partes por muros de junco, carente de puerta. Al igual que en el lavabo, de un hoyo en la pared salía el agua fresca y generosa mediante una palanca de piedra que al hundirse en su nicho, permitía el flujo natural para la lavarse las penas humanas. Al carecer de puertas y ventanas, la cama estaba protegida por un velo de lino, tejido finamente, tan blanco y transparente como la piel de una medusa, debajo del cual habíamos de reposar y disfrutar durante aquella temporada.

Con cuerpo y alma rejuvenecidos, recorrimos la distancia entre el comedor y la playa a paso lento. Encontramos una palapa aislada y nos instalamos en ella. El tiempo se detuvo, sucumbimos al hechizo de la naturaleza. Bajo la bondadosa sombra de aquel techo natural dejamos a nuestros sentidos ser llevados por aquel bufete de emociones. Con los ojos cerrados comenzamos el viaje. El viento soplaba refrescando nuestros cuerpos sudorosos por el intenso calor. El arrullo del sonido de las olas se sumaba al murmullo de las burbujas de agua al ser absorbidas por la arena. Una suave brisa creada por el romper de las olas contra las rocas cercanas nos bañaba con su delicado y sutil olor a sal. En contrapunto, el canto de las gaviotas rompía el rítmico vibrar del mar. Sentí deslizarse por mis manos pequeñas gotas de agua que corrían hacia abajo por el cuerpo de la angosta y larga copa de la que bebía un afrutado y dulce vino blanco. Sin abrir los ojos, deje mi mano recorrer el asoleadero hasta encontrar una pequeña mesa donde teníamos una vasija de cristal llena de freses. Tome una y me la llevé a la boca, comiéndola de un solo golpe y empujándola adentro con un trago de vino. Entreabrí los ojos y la mire. Estaba, al igual que yo, extasiada por el concierto de placeres. El sol rozaba su cadera como deseando tocarla, escurriéndose por un hueco abierto en la palapa. Celoso, tome su mano que reposaba sobre su estómago como reclamándola para mí. Sonrió y abrió los ojos. Me observo detenidamente. Me incorporé para estar más cerca y la besé, lentamente, sin prisa, sintiendo toda mi piel erizarse y estremecerse. Su larga cabellera revoloteaba sobre nuestros rostros unidos, indiferentes a sus caricias. Y así, con el tiempo suspendido, decidimos permanecer ahí por el resto de los tiempos.

sábado, 3 de octubre de 2009

Atrapado


Iniciaba el mes de Abril y el calor ya apretaba. Transcurría mi segunda semana de trabajo en la ciudad de Austin, Texas. En un radical cambio de giro laboral tuve que realizar aquel viaje para aprender “desde abajo” cierta tecnología, para después poder dirigir un departamento relacionado a ella. Un poco a regañadientes al principio por lo largo del viaje me hospedé en un hotel para huéspedes de estancia prolongada dentro de una pequeña suite que se convirtió en mi casa durante la época en que USA comenzó la guerra en Irak.

Dentro de las oficinas de HP en el centro de Austin, pasaba mis días aprendiendo sobre administración impresoras de alto desempeño. En un bello edificio cubierto de cristal, de unos 20 pisos de altura, HP mantenía un increíble laboratorio con docenas de impresoras de todos tamaños y marcas para efectuar pruebas de compatibilidad con un sistema de administración centralizado. El 9° piso hospedaba el laboratorio y el 11°, las oficinas administrativas. Todos los días hacía el recorrido entre una y otra área, subiendo y bajando en elevador, mismo que parecía tomar una eternidad en el proceso.

Una tarde, estando en la oficina en el 11° piso, decidí bajar al laboratorio por la escalera para no esperar el elevador, tenía prisa, acababa de recibir un dato importante sobre un problema con una impresora japonesa y no quería retrasar las pruebas ni un minuto. Eran cerca de las 4 de la tarde y la temperatura en la calle estaba cercana a los 38° C. Abrí con decisión la puerta de las escaleras. Dentro del cubo, di varios pasos hacia la escalera descendente y vi con el rabillo del ojo un letrero pequeño, rojo, con símbolos de emergencia. En mi cabeza se disparó una alerta y pude sentir la adrenalina correr por mi cuerpo. Con agilidad felina, di vuelta sobre los talones, incliné mi cuerpo hacia adelante, doble las rodillas y me lancé con todas mis fuerzas con el brazo derecho extendido sobre la puerta que se cerraba automáticamente, en cámara lenta. Demasiado tarde, estaba cerrada. Me quedé respirando agitadamente, sosteniendo la manija y apoyando mi frente con la puerta de metal. Esperé a que se normalizara mi ritmo cardíaco. Me alejé de la puerta, abrí los ojos, sin soltar la manija y leí con calma y desolación. Con ese inglés cortado, apretado y reducido que se utiliza en USA decía “Escalera de emergencia”, “La policía y los bomberos serán alertados si abre esta puerta”.

“¡Valiendo madres!”, grite para mis adentros. Hasta ese día había logrado, milagrosamente, no meterme en problemas durante esa larga estancia en USA, una semana completa sin hacer tonterías, pero eso se había terminado. Mi atolondrado yo viajero salió a flote y ahí me encontraba, metido dentro del cubo de las escaleras de un flamante edificio texano, atrapado tras un sistema de seguridad inviolable. Con mucho esfuerzo, comencé a pensar en alternativas. Se me ocurrió que debería haber una salida sin alarmas en la planta baja del edificio o al menos una puerta con ventanita a través de la cual alguien pudiera verme y abrirme desde dentro del edificio. Comencé a bajar por las escaleras. El calor era insoportable, debería rondar por los 42°. Abrazado por el calor generado por la vergüenza y la temperatura externa, fui bajando lentamente, sudando como perro camino al matadero. 11 pisos de oficinas más otros 4 de estacionamiento. Después de un tiempo que me pareció interminable, llegué a la planta baja.

Miré detenidamente por todos lados. La única diferencia entre la planta baja y el 11° piso era que aquí había más letreros sobre la condición de servicio de emergencia de la escalera. Reí nerviosamente. Sude. Sentí mi respiración acelerarse. Mi eterno temor a hacer el ridículo me embargaba. Respiré profundamente y volví a mirar por todas partes. Casi escondido debajo de un extinguidor había un pequeño letreo que decía. “Teléfono de emergencia. 15° piso”. Maldita sea, ya podían verlo puesto más abajo. Con un poco de esperanza, comencé el ascenso. ¿Había subido la temperatura? Para el 7° piso, mis piernas estaban agarrotadas y mis pies adoloridos ya que traía puestos unos zapatos negros muy cucos, recién comprados para el viaje a los United States. Entre el ejercicio matinal de bici fija en el hotel y la dureza de los zapatos nuevos, sentía que mis piernas dejarían de funcionar en cualquier momento. El calor era insoportable y me di cuenta que lo que más me afectaba era lo encerrado de aquel lugar. Sin ventilaciones ni circulación, el aire caliente y enviciado me estaba asfixiando. Descansé por unos minutos y retomé la subida.

Cojeando del pie derecho, con la pierna izquierda acalambrada, la camisa pegada al cuerpo empapada de sudor y el sabor a cigarro en mi boca, llegué al 15° piso. Ahí, a un lado de la puerta estaba una esplendorosa caja roja con un letrero muy alegre de “Teléfono de emergencia”. Una hora había transcurrido desde que me metí en aquel encierro infernal. Decidí esperar a recuperar el aliento antes de llamar por teléfono, para no espantar a quien atendiera, con mi voz ahogada. No había más que esperar. Descolgué el auricular y me lo llevé al oído. Primero de forma lejana y luego más claro y fuerte escuché la inconfundible melodía de una alarma de emergencia. “Demonios”, al final, este teléfono también disparaba una alarma. Maldije a todo pulmón. Pensé en correr escalera arriba y esconderme donde no me encontraran pero estaba tan cansado y tan acalorado que esperé a que me contestaran. Casi inmediatamente una voz de mujer contestó y pregunto tajantemente: “Are you ok, are you harmed? Con el rostro totalmente ruborizado, contesté que estaba bien, que solamente había quedado atrapado dentro del cubo de la escalera por accidente. La voz femenina enmudeció, se hizo un terrible silencio y tras un par de segundos, tronó una carcajada, sonora, abierta, sabrosa. “Carajo”, que obvio era que aquella mujer disfrutaba de mi voz angustiada y adivinaba mi incomodidad. Recuperando el control, me indicó que me quedara donde estaba y que en minuto iría a sacarme.

Sudando más que antes, más que con el ejercicio de la escalada, esperé pacientemente la llegada de la oficial. En un par de minutos se abrió la puerta y apareció ante mi una hermosa mujer negra, bajita, de cara redonda y con una sonrisa más grande que la macana que traía colgada en un costado del cinturón. Sin decir palabra alguna, no pudo más y volvió a soltar una carcajada. Finalmente, se hizo a un lado y me dejó entrar en el edificio. Debo haberme disculpado unas 300 mil veces. La policía insistió que no había problema, me recordó con una seriedad innecesaria que las escaleras solo son para emergencias, me deseo un buen día, dio media vuelta y se fue. Esperé a que desapareciera. Caminé hasta el baño donde trate de refrescarme y asearme un poco. El aire acondicionado me daba escalofríos pero era delicioso después del sauna dentro del cubo. “Bueno, no salió tan mal después de todo”, pensé. Salí del baño y me dirigí al elevador que ahora no me parecía tan lento. Bajé hasta el 9° piso, casi una hora y cuarto después de haber salido de la oficina del 11°. Me senté frente a una gran impresora japonesa y traté de hacer algo productivo. Una media hora después, trabajaba como si nada hubiera pasado. Era casi la hora de terminar el día cuando sonó la extensión del laboratorio. Era la oficial que me había rescatado quien con tono muy serio, casi marcial me dijo: “Necesitamos que baje a la oficina de seguridad a declarar antes de retirarse”. Me quedé congelado, no lo podía creer, conociendo a estos gringos era posible que me levantaran una multa o que me reportaran a las personas para las que trabajaba en HP. Escuché limpia risa, limpia, inocente a través del teléfono. Sonreí con resignación, si, la oficial estaba bromeando. Llamaba porque había dejado mi cartera en el baño del 15° piso. Al salir pasé por la oficina de seguridad, recogí mi cartera y recorrí el camino hasta el hotel en mi carro rentado poniendo la mayor atención posible para no cometer otra tontería aquel día en que fui atrapado por el cubo de la escalera de emergencia en el caluroso estado de Texas..