viernes, 31 de diciembre de 2010

El muñequito de la rosca de reyes

“Padre nuestro que estás en el cielo”, reza desde el fondo de su alma el idealista del taxi café con dorado, “¿Sabe usted qué quiere decir el padre nuestro, eh, realmente? ¡Carajo!” Su ira, no, su emoción crece a cada instante. Debo reconocer la gran habilidad de aquel orador móvil. O bien ensaya y repite aquel discurso por las calles de la ciudad todos los días o tuve la oportunidad de presenciar la primicia del próximo líder de una nueva iglesia interdenominacional.

Comencé aquella mañana como tantas otras visitas a la gran ciudad de México, recorriendo las calles de la campestre Churubusco dirigiéndome al metro Tasqueña. Entre peseros y camiones desvencijados, puestos de comida y chucherías pareciera que no hay forma de llegar a los torniquetes de entrada. Una vez dentro, camino hasta el fondo del andén esperando abordar el vagón posterior donde aguardo hasta conquistar un lugar donde sentarme. Gracias a las artes de Santiago Posteguillo, olvido donde estoy, con quienes viajo y a donde me dirijo. Confío en que el fuerte flujo de las personas que abandonan al unísono el vagón en la estación de Tacuba me saque del asedio a Tarento por los cartagineses en que voy sumergido.

Al salir del subterráneo, frente al Auditorio Nacional, soy sorprendido por un bloque de puestos que impiden ver la larga línea de altos edificios sobre la avenida Campos Elíseos. Logro escabullirme entre aquel escándalo de música pirata y olor a basura hasta llegar a la orilla de la avenida Chapultepec. Para mi sorpresa, ésta fluye bastante bien pero el tiempo no me permite llegar a mi destino en pecera, por lo que abordo un taxi. Con gran fortuna, el taxista es una persona de mediana edad quien recorre la avenida Reforma hacia bosques de las Lomas con calma y paciencia.

La reunión de trabajo es productiva, más de lo esperado para ser 22 de diciembre. Salgo del lujoso edificio en la calle de Bosques de Duraznos. Pasan varios minutos y ni un solo taxi pasa por la calle por lo que decido cruzar y dirigirme a una avenida con mayor flujo para encontrar quien me regrese al metro. En el momento en que bajo de la banqueta quedo a centímetros de ser atropellado por un taxi maniobrado como por un piloto de fórmula uno, quien esquiva mi ser y se amarra a mi lado para ofrecerme sus servicios.

Rodeo el taxi y me siento en la parte posterior derecha cual es mi costumbre. Me dispongo a saludar tan amablemente como puedo al chofer cuando éste dice a todo pulmón mirando en dirección a mi: “¡Mire este hijo de puta, no tienen madre me cae!”. En shock, volteo hacia afuera y veo una grúa de la policía levantando el vehículo de algún imprudente y desafortunado chilango. Con alivio, comprendo que la bronca no va contra mi, sino contra el oficial operador de la grúa. Inmediatamente, sin darme oportunidad a respirar, el taxista comienza una larga perorata sobre la impunidad de la policía de la ciudad, del país, del mundo entero. Lo que me faltaba: un activista. Entre aquel torrente de obscenidades y gesticulaciones logro indicarle mi destino. El discurso continua.

“¡Todo en este mundo está al revés!, si se mira así es fácil comprenderlo todo” La velocidad con que eslabona temas es impresionante, casi imposible de seguir. “¿Sabe usted por qué le llaman la bestia negra a la limusina de Obama?”, interroga intensamente sin esperar respuesta. “Porque el animal es el que va dentro, como bien le dije, todo está al revés”.

Mareado ya por aquellos alucines, llegamos al periférico y a no más de 5 minutos de nuestro destino aquel gran orador, sabiendo que tiene que ejecutar el cierre, concluye su diatriba: “El papa Benedicto ´16´ dirige a ´16´ poderosos magnates alrededor de todo el mundo. Cada uno de esos ´16´ magnates dirige una de las ´16´ delegaciones de la ciudad de México mediante las cuales se prepara y controla el escenario de la batalla final del cielo contra el infierno. Obama y Benedicto ´16´, pelearán a dos de tres caídas sin límite de tiempo en el gran valle de Anáhuac, la batalla del fin del mundo bajo la custodia del Iztaccihuatl, volcán que no es en realidad una mujer dormida sino un niño caído, como lo demuestra el perfil de la figurilla dentro de la rosca de reyes”.

Con una beatífica sonrisa me cobra 29 pesos, me da la mando y espera que haya yo aprendido algo aquel día dentro del taxi de la iluminación.

lunes, 27 de diciembre de 2010

El camino de Carlos Santana (parte 3)


Desperté cerca de las 7:30 de la mañana, procurando comenzar nuestro tercer día de recorrido temprano. Mike no estaba, seguramente habría salido en búsqueda de alguna iglesia cercana para asistir a misa. Al salir de bañarme Mike ya estaba de regreso y me relató como había llegado bien temprano a misa de 7, tan temprano que llegó a las 6. Debido al cansancio de la noche anterior, olvidó ajustar su reloj al cambio de horario, llegando así una hora antes de lo debido. Intercambiamos algunos chascarrillos y dejamos que continuara el día. Desayunamos, empacamos, montamos a nuestra perene acompañante en el techo del Jetta y partimos ahora con dirección oeste con destino a la ciudad de San Diego. El viernes sería el día más tranquilo del viaje ya que manejaríamos solamente unas 5 horas hasta San Diego donde llegaríamos a visitar al Dr. Fernández, estando totalmente preparados y decididos a aceptar su incomparable hospitalidad.

El paisaje natural se parecía mucho al del día anterior pero la cultura americana afloraba por todas partes. Amplias autopistas, rectas, trazadas milimétricamente y mantenidas con un celo militar. No dejó de llamarme la atención la gran cantidad de banderas montadas sobre todo tipo de edificios del camino. Gasolineras, granjas, fábricas, casas. El sentido patriótico de los norteamericanos es expresado a los cuatro vientos con grandes banderas llenas de estrellas. Muchas cosas llamaron nuestra atención, desde la homogeneidad de la velocidad de los viajeros, los innumerables letreros con nombres de poblaciones seguramente imposibles de pronunciar por nuestros vecinos güeros, hasta una peculiar variedad de Combis aún en circulación en el país con mayor índice que carros nuevos en el mundo. ¿Qué hacían allá todas esas Combis? Una, cargaba un atado de leña en el techo y una calcomanía del “Greatfull Dead”. A juzgar por el tipo de la música que interpretó aquella banda en los 70s, dudo mucho que los dueños originales de la camioneta fueran paisanos viviendo de aquel lado del charco. “Aztec road” decía un letrero. “Dateland” otro de más allá. Mi imaginación comenzó a divagar sobre la naturaleza de aquel pueblo dedicado a las citas.

Un par de horas más tarde, circulamos en medio de grandes dunas de arena. A ambos lados de la autopista, ondeaban montículos de considerable altura, moldeados como olas por el viento. Arena muy clara, blanca, salpicada de hierbas y matas que me hicieron recordar las playas de Tampico de mi niñez. Dentro de aquel mar de montañas sinuosas de silicón, cruzaba un canal abierto, con agua cristalina, tan azul que parecía obtener su tonalidad de algún químico colorante. Seguimos avanzando por aquel extraño escenario cuando a lo lejos, sobre algunas de las dunas más altas encontramos varias cuatrimotos brincando y rebotando sobre la suave arena. No hay paraje ni superficie, por extraño que sea, que el ser humano no utilice para su diversión.

Por si no hubiera sido suficiente el espectáculo de kilómetros y kilómetros de dunas interminables, nos acercamos a la zona conocida como La Rumorosa. La magnificencia de aquel desolado paisaje es tan enigmática y simple como la arena que acabábamos de ver. Las montañas se encuentran totalmente recubiertas de pedruscos, piedras y pequeñas rocas. Los que dicen saber de ello, explican que los extremosos cambios de temperatura de la región han hecho que por miles de años las piedras en las montañas se rompan, se resquebrajen poco a poco, cada vez en pedazos más pequeños, dando a aquellos cerros esa misteriosa apariencia de arenero formado por algún niño colosal. Asombrados y embebidos en la contemplación de los paisajes, olvidamos algunos detalles más mundanos, como la gasolina en nuestro tanque. La subida por las colinas rocosas a toda velocidad disminuía considerablemente la reserva del carro pero como no había nada que hacer, ya que en aquel tramo no hay civilización alguna, evité recordarle al Mike nuestra situación. No fue sino hasta llegar a la parte más alta de La Rumorosa y comenzar el descenso que llamé la atención de Miguel sobre nuestra crisis energética. De nuevo, por segunda vez en la vida, pude observar como el temerario guía de bicicleta de montaña, quien es capaz de atravesar los bosques desde Mascota hasta Puerto Vallarta con nutridos grupos de ciclistas amateurs, perdía las esperanzas de llegar vivos a alguna población. En el día, la temperatura puede rayar cerca de los 50 grados centígrados y dicen que en las noches puede bajar hasta menos 25. Yo riendo, Mike sufriendo y el Jetta planeando, llegamos a una estación de gasolina sin mayores contratiempos.

Hicimos una escala técnica, cargamos gasolina y reímos ante el recubrimiento de mosquitos muertos que bloqueaba casi completamente el color de la parte delantera de la bici. Continuamos nuestro camino hacia San Diego. Entramos a aquella impresionante ciudad cerca de las 3 de la tarde. Nos dirigimos directamente a casa del Dr. Llegamos al edificio de departamentos. El Dr. estaba fuera, en el velero. Hablamos con su esposa Kim, quien nos invitó a pasar. Yo manejando el Jetta y Mike pedaleando, buscamos un lugar donde estacionarnos dentro de los múltiples pisos del lujoso edificio. Tras una breve recepción, Kim nos informó que el Dr. nos esperaba para salir a velear. Nos pareció educado aceptar la invitación así es que botamos nuestras pertenencias y tomamos una pequeña hielera con fruta y galletas. Yo acepté gustoso una pastilla contra el mareo. Kim nos indicó que debíamos encontrarnos con el Dr. en el embarcadero de un restaurante cercano. El edifico donde viven nuestros anfitriones, se encuentra a 2 calles del mar, frente a la zona donde se estacionan los portaviones. Salimos al balcón. La una vista nos dejó boquiabiertos. Frente a nosotros, a no más de 500 metros, estaba uno de los portaviones anclado en la había. A un lado, los bellos edificios cercanos a la bahía. Seguimos las indicaciones de Kim sobre el restaurante donde seríamos recogidos por el velero ya listo para el paseo. Salimos caminando hacia nuestro destino con el permanente viento que sopla en aquella parte de la ciudad. El clima era agradable, comenzaba a refrescar.

Apenas comenzábamos a descender por el embarcadero de madera a un lado del restaurante cuando escuchamos al Dr. gritarnos desde el velero, un hermoso bote de unos 15 metros de largo, con una vela de unos 20 de alto, a unos 100 metros de distancia. Mientras el velero se acercaba lateralmente al embarcadero, se nos indicó que no podía detenerse ya que debía pagar por ello, así es que debíamos brincar en cuanto se acercara lo suficiente. Sin tiempo para pensar ni medir ni arrepentirse, brincamos no más de un metro sobre el mar y nos encontramos inmediatamente navegando camino hacia afuera de la bahía de San Diego. El velero era realmente hermoso. Tan grande como para hospedar unos 6 pasajeros y viajar por mar abierto pero siendo suficientemente pequeño para ser manejado por una sola persona. Con los corazones exaltados por la experiencia, charlamos un buen rato mientras nos dirigíamos a la salida de la bahía. El plan era salir un poco a mar abierto y regresar antes de anochecer a cenar. Mike se encargó de repartir fruta y galletotas con chispas de chocolates y yo tuve la pesada responsabilidad de servirle vino a los 4 tripulantes. Así, bebiendo vino tinto, comiendo manzanas y con la fresca brisa del mar, sufrimos del placer de velear.

El Dr. dejó el timón a un amigo que lo acompañaba quien tenía cierta experiencia veleando pero denotaba cierto nerviosismo al verse como capitán del pequeño navío en aquella transitada bahía. “Allá adelante, hay dos bollas. Una roja y una verde. Dirígete al punto medio y saldremos de la bahía sin problemas”, indicó el Dr. con la confianza que lo caracteriza, despreciando la complicación del mundo real. Con rumbo fijo gracias al buen viento, recibimos nuestra lección básica de navegación con velas. La dirección del viento, el zigzag, el manejo de las cuerdas para ampliar o reducir las velas. Simplemente encantador. De pronto, a lo lejos, por entre las bollas, apareció un destructor de la armada norteamericana. Juzgando con dificultad la distancia sobre el mar, calculo a unos dos kilómetros, avanzaba a buena velocidad aquel enorme acorazado de guerra. “Vete acercando a la bolla de la izquierda. Si vamos a buena velocidad, podremos pasar entre el destructor y la bolla”, acotó el Dr. serenamente. Los nervios del capitán temporal comenzaban a crisparse. Mike y yo comenzamos a dudar del plan. La distancia se reducía y el tamaño del destructor crecía a cada instante. Desde el barco de guerra, se escuchó una increíblemente potente sirena, la cual sonó por un instante, advirtiéndonos sobre su acercamiento. Hasta aquel momento, el desplazamiento del barco era lateral y parecía que había alguna esperanza de pasar entre el y la bolla pero repentinamente viró directamente hacia nosotros, ya a una distancia no mayor de unos 800 metros. Su tamaño era descomunal y su velocidad parecía incrementarse cada segundo. El Dr. insistió que si podríamos pasar hasta que por segunda vez, el destructor hizo sonar ahora largamente su sirena, ya como una señal de advertencia. Como compañía a aquel atemorizante y ensordecedor recordatorio observamos con pavor como se desplazaban a toda velocidad dos lanchas de la marina con un par de metralletas montadas en su parte frontal directo hacia nosotros. El Dr. arrojó al petrificado capitán a un lado. Con gran destreza, comenzó a virar hacia el lado derecho al mismo tiempo que liberaba las velas y encendía el motor a diesel que nos permitiera separarnos de la ruta del barco de guerra lo antes posible. Al ver la guaria costera que nuestro velero se retiraba de la ruta del destructor, ambas lanchas disminuyeron la velocidad y regresaron por donde habían venido. Vimos pasar aquella enorme y agresiva embarcación a unos 500 metros de distancia con nuestros corazones exaltados. Una vez pasado el peligro, retomamos el camino por entre las dos bollas. El sabor del vino había mejorado considerablemente.

En absoluta paz, sin sobresaltos, seguimos recorriendo la bahía lentamente. El viento disminuyó e impidió nuestra salida por lo que hicimos un corto recorrido hasta pasar cerca de los astilleros donde la armada naval americana construye sus submarinos y regresamos al embarcadero para dar por terminado aquel intenso paseo por el mar. El Dr. estacionó el velero y regresamos al apartamento. Nuestra anfitriona nos tenía preparada una deliciosa cena que disfrutamos en el balcón con aquella vista que no había sino mejorado con la caída de la noche. Mantuvimos bajo control la brisa fresca llevada por un fuerte viento con unas buenas botellas de vino tinto. Cerca de las 10 de la noche, recibimos el último regalo de aquella bella ciudad costera. Como en todo el mundo, el gobierno de estados unidos, había prohibido hacía años el uso de fuegos pirotécnicos en eventos públicos, tanto privados como gubernamentales. La marina, gozando de una libertad sin igual, demuestra su autonomía sobre los mandatos del país celebrando cada semana en aquella ciudad conocida en todo el mundo por su poderío noval, una batalla simulada entre los dos portaaviones estacionados con fuegos pirotécnicos. Desde el piso 25 y a tan corta distancia de los portaviones, el espectáculo era simplemente inigualable. Por casi media hora fuimos espectadores de aquel despliegue de creatividad y poder de la armada.

Agotados, saturados, totalmente satisfechos, nos retiramos a dormir, dejando como plan para la mañana del día siguiente una salida a correr por los alrededores de los embarcaderos de San Diego, antes de continuar nuestro recorrido hacia el norte del país.

domingo, 19 de septiembre de 2010

El camino de Carlos Santana (parte 2)


El jueves por la mañana dispusimos rápidamente de nuestros efectos personales, tomamos las bolsas de alimentos que nos fueron preparadas para el camino y partimos de la gran metrópoli de Los Mochis, Sinaloa. Montamos de nuevo la bici de montaña en su lugar y tomamos camino hacia el norte. La carretera seguía rodeada de campos de cultivo e incluso pudimos disfrutar del show presentado por un avión fumigador. Sobrevolando a no más de 20 metros de altura, eso estimamos, esparcía sus químicos por aquellos verdes campos Sinaloenses. En un par de ocasiones lo vimos pasar sobre nosotros a muy poca altura temiendo ser fumigados.

Poco a poco, según íbamos avanzando hacia el norte y casi en perfecta coordinación con el cambio de estado, de Sinaloa a Sonora, el paisaje cambió radicalmente. Dejamos atrás los sembradíos que fueron sustituidos por planicies secas, cafesosas y montones de cerros pelones, cuando más, cubiertos con maleza rala y triste. Para aquel entonces, cumplimos los 1,000 kilómetros de recorrido. El día anterior, Mike había dejado que la selección aleatoria de mi iPod dictara la compañía musical pero debido al gran volumen y variedad de géneros dentro del mismo, ahora elegía él, con cierto desinterés, lo que escucharíamos por el camino. Journey, Cat Stevens y otras bandas ligeras alegraban nuestro camino, pero sobre todo Roxette transportó a Mike a sus años de juventud, quien recordaba lo importante que fue aquella música años atrás.

Cruzamos Navojoa sin maravillarnos y continuamos nuestro camino. Los lados del camino se encontraban ahora plagados de cactus y altas hierbas propias de aquella zona semidesértica. Para nuestro asombro, la señal del Internet móvil, no nos había abandona ni un momento desde nuestra salida el día anterior. En nuestras mentes, comenzamos a comprar el slogan de Telcel. Cruzamos Cd. Obregón, también sin pena ni gloria. Con muchos trabajos, evitamos desviarnos hacia Guaymas donde con tan sólo un pequeño giro del volante podríamos ver las aguas del Mar de Cortez. Por aquella desolada carretera vimos un cerro que captó nuestra atención. Con una forma cónica perfecta, como un volcán pero con su tapón puntiagudo, con laderas cubiertas de maleza. Aquel cerro me hizo pensar si por aquellos parajes habrían caminado en búsqueda del desdoblamiento del alma Carlos Castaneda y Don Juan.

Entramos a la ciudad de Hermosillo cerca de las cuatro de la tarde. Grandes avenidas, separadas por extensas áreas de terracería brindan un seco recibimiento a la ciudad. Obedeciendo al llamado del hambre, dejamos que nuestra nariz nos guiara y encontramos un restaurante de carnes asadas. Los soberbios tacos de la noche anterior fueron eclipsados ante la deliciosa y jugosa carne de Hermosillo. Con tortillas de harina del tamaño de un LP devoramos ávidamente toda la carne que con alevosía fue llevada a nuestra mesa por la encargada del lugar. Con las barrigas creciendo a la par de los kilómetros recorridos, salimos del restaurante donde nos encontramos con un enorme cactus plantado de frente a un edificio contiguo en una postura que según yo, evocaba a una persona haciendo una plegaria. Mi compañero de viaje, de forma impredecible, interpretó la forma del cactus de una manera muy poco propia para hombre de su estatura moral, por lo que decidimos dejar la cactusformia detrás y continuar nuestro camino hacia Nogales, Sonora.

El cielo sobre Hermosillo era simplemente espectacular. De un azul profundo, limpio y contrastado con enormes nubes, tan blancas como las olas de las playas de Colima. A nuestro lado derecho, nos acompañaba de forma permanente la sombra del Jetta con la bici firme, serna, afrontando las inclemencias del tiempo. Un par de horas más tarde, tal vez a unos 100 kilómetros de Nogales, nos topamos con una fila de camiones de carga tan larga, que cubría unos 5 kilómetros de distancia. La interminable procesión de camiones esperaba su turno para la inspección aduanal, efectuada a gran distancia de la frontera. Llenos de dudas sobre dicha inspección, dejamos atrás la eterna peregrinación de transportistas y continuamos nuestro viaje hacia la frontera norte del país. En el atardecer encontramos pintada sobre una pared en un cerro cercano a la carretera una bella imagen de la virgen María. Debía ser muy reciente ya que los colores eran nítidos y los trazos precisos.

A eso de las 9 de la noche, llegamos a Nogales, ciudad que no tuvimos oportunidad de conocer ya que la carretera lleva directamente al paso fronterizo. Tomamos lugar en la fila para hacer el cruce. En menos de 30 minutos llegó nuestro turno. Mike, aquel hombre cabal, alegre, ecuánime, positivo y animoso, se encontró con algunas eventualidades que le hicieron perder el control sobre si mismo como nunca me había tocado verlo. Entregamos nuestros documentos que según nosotros estaban en regla. Nos hicieron las preguntas habituales pero extrañamente nos pidieron estacionáramos el vehículo y pasáramos a la oficina de la garita americana. Aquello no pintaba nada bien.

Mike comenzó a ponerse nervioso. Yo le expliqué mi propensión a fallar todos los exámenes, aún aquellos en que tan sólo mis papeles me representan. Entramos con nuestros documentos en mano a la garita y nos acercamos a un oficial norteamericano con cara de Moreliense, quien en un perfecto inglés nos indicó que los papeles de Mike estaban en regla pero que a mi, nomás no había como dejarme entrar al país. Mike perdía la paciencia a cada minuto que pasaba y yo, con un placer medio Sadista, disfruté de aquel episodio. Con una calma proverbial, pregunté al oficial por qué no podía ingresar y me explicó que necesitaba presentar comprobantes de ingreso, comprobantes de domicilio y el diagnóstico positivo de mi psiquiatra sobre mi estado mental. “¿Qué no se supone que eso es exactamente lo que se entrega en el consulado y por lo cual se emite la Visa?”, pregunté pacíficamente. “It is sir, but anyway, you need to produce these documents”. O sea que así debía ser, pero o le atoraba a sus requerimientos o me buscaba un hotelito en Nogales. Mike estaba al borde del colapso nervioso. ¿Cómo íbamos a continuar el camino si no me dejaban cruzar? Se perdería mi boleto de avión de regreso a Guadalajara. Tendría que conseguirme una forma de regresarme a Guadalajara desde Nogales y continuar el resto del camino solo. Con la calma Salomónica adquirida a base de Prozacs y desempleo, pregunté al oficial si podría hacer uso de nuestros recursos informáticos y mostrarle los documentos requeridos digitalmente. Con gran deferencia nos dio su autorización.

Regresamos al carro, sobre el cual seguía la estoica bicicleta esperando su destino. Sacamos la mochila llena de chácharas electrónicas y regresamos a la garita. Pedí autorización para hacer uso de Internet inalámbrico así como de llamadas celulares, mismas que también fueron autorizadas galantemente. Vaya clase la de aquel oficial. Llamé a la señorita fotógrafa por celular y le expliqué nuestra situación. Ambos fuimos víctimas de un ataque de risa y comenzamos a bromear sobre la calidad de la cárcel de Nogales, misma a al cual sería remitido seguramente por infringir las reglas de aquel ordenado proceso. Mike temía que fuéramos fuertemente recriminados por estar “echando relajo” en aquel santuario del orden. Sin perder la admiración del alcance de la red de Telcel, nos contamos a Internet. Con la ayuda de las chicas Xtreme, la señorita fotógrafa recopiló los documentos necesarios, los digitalizó y fueron enviados por correo electrónico. Por mi parte, accedí al portal del banco, donde esperaba poder acceder a mi estado de cuanta de los últimos meses para ser utilizado como comprobante de ingresos ya que el trabajo de medio tiempo que tenía, me era pagado con la chequera personal del dueño, sin tener por ende un comprobante de ingresos oficial. Con una amplia sonrisa, hice fila para ver al oficial nuevamente. Le mostré todos los documentos directamente del monitor de la flamante iMac de Mike, con todo y el teclado iluminado. El oficial examinó cuidadosamente los documentos y finalmente, me di autorización para ingresar al país, pagando la módica suma de 90 dólares. Mike llevó al límite su ofrecimiento de pagar todos mis gastos del viaje, en recompensa al servicio prestado, pagando ahora mi permiso de entrada a USA. Regresamos al carro y ya de nuevo sobre la autopista, en dirección a Tucson, Arizona, Mike logró recuperar su temple. Mentando madres sobre el abuso de autoridad, sacó su frustración poco a poco hasta que nos encontramos conversando nuevamente sobre la eternidad de lo efímero.

A tan sólo unos 100 kilómetros al norte, llegamos a Tucson. Guiados por un par de GPSs, nos dirigimos a una zona conocida por Mike donde nos hospedamos prácticamente en el primer hotel que encontramos. Esta vez, más cansados que el día anterior, seguramente debido al estrés del cruce fronterizo. Nos registramos, buscamos asilo dentro de la recepción del hotel para la bici viajadora y nos retiramos a descansar, ahora con sueños en inglés.

El camino de Carlos Santana (parte 1)


Cerca del medio día de un fresco domingo de enero, caminábamos plácidamente por los jardines de la hermosa casa de retiro donde Mr. Networking suele pasar las fiestas Decembrinas. Las chicas Xtreme, la señorita fotógrafa, Mike y su servidor, paseábamos por aquel paraje acondicionado por la mano humana. Un pequeño lago artificial y sus jardines alrededor son el hogar de docenas de patos y otras aves silvestres dentro de aquel oasis oculto dentro de la ciudad de Guadalajara. Mike había cambiado unos meses atrás su residencia a Menlo Park, vecindario colindante con San José California, en búsqueda de nuevas fronteras en su interminable cruzada por unir gente que quiera cambiar el mundo. Su partida inminente, después de su primer visita de regreso a la perla tapatía, agregaba un poco de acidez a aquella agradable caminata. Los temas se sucedían uno tras otro sin afanes ni ataduras cuando de pronto fui invitado a manejar desde Guadalajara hasta Menlo Park fungiendo como apoyo para el desplazamiento del Jetta de Mike que no quería dejar en tierras mexicanas, teniendo que entregarse al consumismo norteamericano. Dado que mi situación laboral dejaba mucho que desear y además mucho tiempo libre, decidí aceptar su invitación y comenzamos ahí mismo los planes para efectuar aquel largo viaje por las carreteras de México y el suroeste de los Estados Unidos, tan sólo 4 días después.

El plan era simple. Manejar hacia el noroeste, entre 6 y 9 horas máximo por día, haciendo escalas para descansar y pasear en lugares estratégicamente dejados al azar y a la casualidad. Una pequeña maleta con ropa cómoda para aquellos días de viaje acompañaba a una nutrida mochila portadora de tecnología formaba todo mi equipaje. Laptops, celulares, iPods, cargadores, Internet móvil, cámaras digitales, GPSs y demás artilugios electrónicos fueron empacados con gran recelo, juguetes destinados a documentar, cuidar, entretener, guiar y hacer nuestro camino más ameno y seguro.

El miércoles por la mañana, no muy temprano, comenzamos nuestra peregrinación. Con 5 días de carretera, improvisación e incertidumbre por delante, no podíamos menos que estar en un estado de total exaltación. Iniciamos el tour haciendo algunas escalas en Guadalajara, destinadas a recolectar encargos de aquellos a quienes visitaríamos durante el trayecto. Partimos con su servidor al volante, en dirección oeste. Nuestra primera escala, Tepic, Nayarit, donde haríamos una parada para visitar a la hermana de Mike. La carretera llevaba poco tránsito y el paisaje era insuperable. Como en los largos paseos ciclistas, sabíamos que podíamos elegir temas complejos para charlar, de esos que tomar horas tratar, pues nos quedaban unas 100 horas de convivencia. Camino a Tequila, el campo alrededor de la autopista brindaba un gran espectáculo, ya que al encontrarse totalmente seco, se contrastaban el café de la hierba seca con el verde azulado del agave, haciendo difícil mantener los ojos en el asfalto de la carretera.

Entramos a Tepic unas horas más tarde, después de haber vencido la tentación de desviarnos hacia Puerto Vallarta tan sólo unos 50 kilómetros atrás. El día era joven y el camino largo por lo que Mike decidió pasar por alto la visita a su hermana y seguimos nuestro camino hacia Mazatlán donde haríamos nuestra primer parada oficial para comer. Era mi primer viaje por carretera más allá de Tepic, hacia el noroeste. Viajar por rutas desconocidas, aún siendo carreteras bien trazadas, brinda una dulce sensación de aventura. Llevábamos ya varias horas en la carretera cuando Mike decidió que debía hacer algo productivo. Hasta el momento sólo teníamos en uso mi iPod y algunos celulares pues Mike llevaba 3, si no me falla la memoria. El resto de los “gadgets” inundaron la parte delantera del carro convirtiéndola en una hacinada y agitada oficina móvil. Gracias a la maravilla de la Internet móvil, Mike pudo enviar correos, hacer pagos, reservaciones y buscar a los amigos y conocidos quienes debían brindarnos hospedaje durante nuestro pequeño paseo. Fue durante ese trecho cuando Mike recordó que su bici de montaña había iniciado el viaje con nosotros y debía ir sobre nosotros, sólidamente sostenida por el rack de viaje comprado exprofeso. Con el corazón a toda velocidad y una fuerte carcajada, descubrimos que sobre la sombra del Jetta en el costado derecho del carro, se extendía la silueta de la intrépida bicicleta. De ahí en adelante vigilamos la compañía de la bici admirando su figura cambiante sobre las excentricidades del camino. A los 444 kilómetros de recorrido comenzamos a documentar la distancia del viaje tomándole fotos al tacómetro del carro. Estimábamos unos 3,000 kilómetros hasta San Francisco, donde Mike me dejaría 4 días después para abordar el vuelo “red eye” de media noche de regreso a Guadalajara.

Un par de horas más tarde, después de varias escalas técnicas, entramos a la ciudad de Mazatlán. Aún al volate, admiré aquella sencilla ciudad costera. Mike, conocedor del puerto, hacía de guía de turistas, hablando de los transbordadores que recorren el mar de Cortez llevando vacacionistas y locales de ida y vuelta a La Paz. Sobre “Las Pulmonías”, apodo dado a los taxis convertibles que dominan toda la ciudad y sobre tantas otras nimiedades que forman la personalidad de cada población. Nos detuvimos a comer en un pequeño restaurante frente al mar, donde, sabiendo que mi tarea de manejo terminaba aquel día, ataqué con todo unos camarones a la diabla acompañados por unas heladas Pacífico. Al igual que Mike, me abstuve de llamar a la sobrina del demonio, amiga peligrosa que vivía en Mazatlán aquellos meses. Después del festín, retomamos nuestro camino. El objetivo era llegar a descansar a Los Mochis, donde seríamos hospedados en una casa de la obra destinada para visitantes. Mi YO ateo, mantenía alerta los sentidos ante tal perspectiva.

Desde que entramos al estado de Sinaloa, los campos explotaron a nuestro alrededor. Con gran asombro, admiré boquiabierto las interminables tierras de cultivo que se extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Verdes, simétricos, exuberantes. Un espectáculo inesperado para quienes llevamos en mente una Sinaloa desértica y caliente.

La noche cayó sobre nosotros cuando al fin, cerca de las 9 de la noche, entramos a la ciudad de Los Mochis, donde encontramos las oficinas principales de Yahoo!, eso al menos anunciaba el pequeño letrero luminoso de un cibercafé. Encontramos nuestro refugio temporal, botamos nuestras pertenencias y nos lanzamos caminando a buscar algo que cenar. Tras un par de intentos fallidos dimos con una taquería de carne asada, insuperable. Sin ser un corte fino, la calidad de la carne, las tortillas recién hechas y las salsas molcajeteadas, nos brindaron un manjar digno de viajeros internacionales. Terminamos el día temprano, disponiéndonos para el segundo tramo del trayecto.

martes, 17 de agosto de 2010

Metro


Perdido en mis pensamientos, en absoluta soledad, rodeado de una multitud de desconocidos. El aire frío y viciado, golpeándome en la cara. ¿Donde está la música? ¿Donde está la belleza? Todo es gris, cubierto de sonidos opacos, intensos, indiscernibles. El metro me mantiene despierto a fuerza de violentos jalones y empujones. Si tan solo tuviera algo para leer que me ayudara a pasar por este trecho de insensibilidad. Muchos dormidos, otros tantos leyendo. Miradas perdidas, carentes de expresión. Pareciera que sus almas se quedaron en los torniquetes de acceso. Son apenas las 12 del día de un martes y ya todos se ven abatidos, derrotados. La gente se agita al acercarse el tren a la estación. Las puertas se abren y comienza el intercambio de zombies, entran, salen. Todos se atropellan entre si, sin intensión, sin preocupación. Se cierran las puertas y todo regresa a su ritmo adormecido. A toda velocidad veo pasar el otro tren, en sentido opuesto, generando corrientes de aire y sonidos sordos, secos. Ni siquiera los niños esbozan una sonrisa. Juegan abstraídos, aburridos, ignorados por sus desalmados padres.

9 estaciones más para llegar a mi destino. 20 minutos más de animación suspendida. De pronto, todo se transforma. No comprendo. Mi cerebro mutilado en sus funciones confunde la realidad con un sueño difuso. En un instante, el tiempo cobra sentido. Ahí están, son dos, están vivos, irradian energía en ese mar de opacidad. En un bestial despliegue de humanidad, contienen a duras penas la emoción que parece a punto de hacerlos estallar. Él, de pie, de espaldas a la puerta del vagón. Ella, de pie, fundida en él. Se abren las puertas y una marejada humana bloque mi visibilidad.

Entro en pánico. Temo haberlos perdido, para siempre. Se acelera mi ritmo cardíaco, se desacompasa mi respiración. Me muevo de derecha a izquierda, frenéticamente, buscándolos desesperadamente. La gente se acomoda. Ahí están. ¡¡¡Pufffff!!!, suspiro. Él, de pie, de espaldas a la puerta del vagón. Ella, de pie, fundida en él. Sus ojos buscan, perforan, se deleitan con la presencia mutua. Sus manos van y vienen. Acarician una mejilla, sostienen ansiosamente la cintura opuesta, entrecruzan sus dedos sudados, ansiosos, crispados de tanto sentir. Sus rostros se unen, una y otra vez, con movimientos agiles, cortos. Algunas veces acariciándose lentamente, otras besándose intensamente. Ahora, con los ojos cerrados, se entregan al placer, truncado, limitado por el escenario, infundiéndole mayor intensidad. El movimiento del metro intenta separarlos sin éxito. Se mueven al unísono, estrechando sus jóvenes cuerpos con todo lo que le es posible. Sonriendo ligeramente, un poco sonrojado, me dejo llevar por esos instantes de placer ajeno.

Sin aviso, perdido en mis ensoñaciones, ajeno al mundo real, veo como se alejan lentamente, tomados de la mano, con sus cuerpos apretados, pegados, sin dejar de mirarse, de sonreírse, de desearse. Las puertas se cierran, el sueño termina, el vacio regresa.

jueves, 1 de julio de 2010

Un dedo para el Griego. Segunda parte...


Despertamos sobresaltados por la alarma del celular de Juan. Eran las 5:30 AM. Ambos sentíamos que nos acabábamos de acostar. La adrenalina llenó nuestras venas en un instante y brincamos para comenzar los preparativos. Con el estómago lleno de mariposas y una ligera cruda por las bebidas de la noche anterior, subimos nuestro equipo a la camioneta y nos dirigimos hacia el malecón de Chapala, listos para todo. En el camino compramos comida chatarra como desayuno, misma que devoramos durante el corto trayecto. El caos dominaba los alrededores del área del Triatlón. Calles cerradas y oficiales de policía retirando todos los carros de la cercanía. Dejé a Juan con todas sus cosas lo más cerca del área de transición para que fuera en búsqueda de una cámara para su bici y me alejé a buscar donde estacionarme. Unos 10 minutos después, logré reunirme con Juan y con el conde en el lugar que nos había sigo asignado. Sus caras sonrientes me indicaron que Juan había logrado su objetivo. Con cámara nueva instalada estábamos listos para competir.

Con los primeros rayos de luz nos pusimos en traje de carácter y nos acercamos al grupo para comenzar con la natación. Cerca de 100 deportistas nos reunimos sobre una playa artificial creada en un área de la laguna esperando nuestro turno para salir, según nuestra categoría. Poco a poco, antes de comenzar, todos nos fuimos metiendo a la laguna para sentir el agua y aflojar los músculos, además de perderle un poco el asco a aquellas aguas turbias. Llegó el momento de la verdad. Llamaron a nuestra categoría al área de salida y al agua. En los meses anteriores escuché muchas historias sobre la lucha campal que se desarrolla durante los primeros 100 metros de la natación. Golpes, patadas, arañazos y tragadas de agua, por lo que decidí comenzar en la retaguardia. Mi objetivo era terminar el triatlón, no ganar un lugar. El inicio de la nadada fue tremendo, pensé que no llegaría a la primera bolla pero tras unos 50 metros de nado comencé a relajarme y a disfrutarlo. Me acerqué al grupo y nadé sin prisas pero a buen ritmo. Vuelta a la primer bolla. Vuelta a la segunda bolla. Sintiéndome más cansado de lo esperado vi como un grupo de chavas comenzaba a rebasarme. Eran parte del grupo de la categoría que iniciaba después de mi. Nadé los últimos 250 metros al mayor ritmo que pude hasta llegar a la orilla.

Nunca olvidaré la inyección de ánimo y coraje que me invadió, cuando al salir corriendo del agua fui recibido, como todos los demás, por un nutrido grupo de asistentes porreando con toda el alma. Totalmente inesperado para mi. Un par de lágrimas de emoción corrieron junto conmigo en dirección a la zona de transición. Llegué justo detrás del conde y alcancé a ver a Juan a unos 20 metros de distancia. Nos llevaba la delantera. El conde y yo nos preparamos para comenzar a pedalear a un ritmo medio lento, aprovechando para recuperar el aliento. Al fin, salí corriendo con bici en mano hasta librar la zona de transición donde monte mi bici como si fuera la primera vez que lo hacía. El placer de pedalear entre el griterío de la gente y el cuerpo aún mojado por la nadada pintaba una sonrisa idiota en mi cara. Un profundo deseo por ir escuchando música alcanzó a disminuir un poco la emoción del momento. Como logré arrancar poco antes que el conde y considero la bici mi fuerte dentro los tres deportes, le metí enjundia con ganas de alcanzar a Juan. Después de unos 5 kilómetros vi pasar a Juan ya de regreso sobre el circuito que debíamos recorrer ida y vuelta dos veces. A partir de ese momento disminuí un poco el ritmo y me dediqué a disfrutar de la carrera, sólo.

Entré en la zona de transición después de haber recorrido los 20 kilómetros de bicicleta. Me sentía mareado, débil y deshidratado. Por pura disciplina, hice el cambio de atuendo y salí trotando una vez más impulsado por los aplausos y gritos de los espectadores. Aproveché y tome varios Gatorades y sueros facilitados por los organizadores a la salida de la zona de transición lo que me animó de nuevo. Los 5 kilómetros de carrera eran sobre una avenida recta, primero de subida y luego de regreso, para terminar la carrera justo frente a la iglesia de Chapala. Aún hoy siento sobre mi cara la deliciosa sensación de las regaderas acondicionadas sobre la calle, debajo de las cuales pasa uno corriendo para refrescarse. De nuevo, en el camino de ida, vi a Juan corriendo en sentido opuesto a mi, ya en camino a la meta. Sonriente, sonrosado y con excelente ritmo. Sentí envidia, cansancio. Baje la mirada y seguí trotando. Mi ritmo era cada vez más lento. Desde ultratumba, ya cerca del final de la subida, escuché la voz del conde tras de mi. La corrida era su fuerte y lo mostraba. Me pasó con un paso ligero, fuerte y a muy buena velocidad. Me dio ánimos y siguió adelante.

Por fin logré llegar al punto de regreso. Comencé la bajada dándome ánimos a mi mismo en voz alta. “Vamos”, “chíngale”, “ya sólo falta la bajada”. A tan sólo unos quinientos metros de iniciado el descenso comencé a sentir un dolor en un nervio, que me bajaba desde la nalga derecha hasta la punta del dedo del pie derecho. Seguí adelante, renqueando un poco y tratando de ignorar el dolor. Mi ritmo siguió disminuyendo, prácticamente caminaba. El dolor comenzaba a derrotarme. Cuando estaba aceptando detenerme y sentarme en la banqueta, mandando al diablo la competencia, escuche los gritos de la esposa e hijos del conde, animándome de nuevo. Conmovido y motivado retomé el paso, apreté la quijada y me lancé por los últimos 500 metros.

Al pasar por la meta casi caigo al suelo al aflojar las piernas. Fui recibido por las edecanes quienes intentaban colocarme una medalla simbólica al cuello. Mi respiración iba a toda velocidad. Me detuve frente al puesto de bebidas y alimentos. Tragué a toda prisa un par de Gatorades de un solo trago, 2 plátanos y una naranja. Inmediatamente me entregaron un par de pastillas y se me invitó enfáticamente a tomarlas. Lo hice sin siquiera pensar para que serían. Al fin me llegó el sentimiento de que todo aquello había terminado, sabiendo que un medio triatlón no es la cima del mundo pero también consciente de haberlo logrado al primer intento. Levanté la mirada y ahí estaban Juan y el conde. Nos dimos un fuerte abrazo entre carcajadas y palmadas en la espalda, casi dando brincos. La alegría nos embargaba profundamente como a niños corriendo a la playa el primer día de vacaciones.

Tuvimos que esperar un par de horas antes poder recoger nuestras cosas ya que nadie puede entrar a la zona de transición sino hasta que el último deportista haya terminado la carrera. Aprovechamos el tiempo para comentar los pormenores de la aventura de cada uno. De pronto, nos dimos cuenta que habíamos llegado hasta ese punto gracias a El Griego, quien hacía varios meses nos había abandonado. Rigoberto, otro amigo ex triatlonista, hizo el viaje a Chapala para vernos al terminar la carrera. Tras felicitarnos y entregarse a la nostalgia de su época de competidor, nos sugirió tomarnos unas fotos para la posteridad. Y fue el conde quien con su malévola alegría sugirió mandarle un regalo a nuestro amigo El Griego. Nos colocamos juntos, sonreímos llenos de una alegría embriagadora y le ofrecimos a la cámara un dedo para el Griego.

domingo, 27 de junio de 2010

Un dedo para el Griego


“Que pues vato, ¿te animas?”, me preguntó sin más ni más. ¿Qué? ¿Un triatlón? ¿Yo? Mi corazón se aceleró mientras imaginaba el esfuerzo, las consecuencias, la competencia. ¡Nah! Era demasiado para mi. El griego me explicó, con la poca calma que le quedaba debido a la emoción que le producía la competencia en cuestión, de que se trataba el evento. La carrera consistía en 3 etapas. Natación, ciclismo y carrera a pie. En ese orden. 1,500 metros a nado, 40 kilómetros de bici y un cierre de 10 kilómetros corriendo. “Ni en pedo”, solté casi gritando mi expresión argentina favorita que denota una negativa terminante. “Pérate vato, hay un medio Triatlón, el Sprint. Y además es por edades”, aclaró sonriendo extasiado, con la respiración acelerada. “Tenemos 6 meses para prepararnos, fuel su último comentario. El gusanito de la competitividad comenzó a dominarme. Una dieta más o menos decente, un par de horas diarias de ejercicio, sesiones duras y largas los fines de semana. Maldita sea la hora en que acepté. El Griego se levantó casi de un brinco de su escritorio de director de finanzas, chocamos las manos fuertemente y nos dimos un abrazo de complicidad. Era un trato. Correríamos el medio Triatlón de Chapala a mediados de Junio.

Iniciaba febrero y aún no terminaba el agradable invierno tapatío cuando decidí inscribirme a un gimnasio súper moderno con ganas de meterle duro al ejercicio y extirpar los demonios del nuevo puesto, que tras una serie de rebotes y lances de valor, logré hacerme del lugar de director de sistemas en la empresa que laboraba.

Metido en los pisos inferiores de un elegante edifico de puerta de hierro, se encontraba aquel lujoso palacio dedicado al culto del físico. Escaladoras, bicicletas fijas, bandas para correr, bicicletas para spinning y un montón de otros aparatos que fui comprendiendo con el paso de los meses. La cereza del pastel era una pequeña alberca techada de 25 metros de largo. Con una limpieza virginal y una temperatura pecaminosa no había pretexto alguno para no lanzarse cada mañana y dar algunas vueltas.

Sin quererlo ni saberlo, me encontré corriendo, andando en bici y nadando 6 días a la semana. En algunos casos, dos veces al día. La energía fluyó con intensidad y una mañana de sábado en la oficina, de esas en que todos nos dedicábamos a entretenernos y distraernos mutuamente esperando la hora del fin de la tortura, El Griego me llamó a su oficina, a unos 10 pasos de distancia de la mía. El Griego miraba con pasión en su computadora la invitación a un triatlón en la laguna de Chapala. Me describió como, hacía muchos años, los triatlones habían sido retirados de Chapala a causa de los números accidentes y enfermos dentro de las turbias y contaminadas aguas de la laguna. Pies cortados, brazos enredados en alambres de púas y sobre todo, severas infecciones intestinales.

A partir de esa semana comencé a incrementar el ritmo del ejercicio, procurando nadar y correr en la banda el mismo día, uno tras otro. O correr en la banda y luego andar en bici. Si el tiempo lo permitía, regresaba a nadar en la noche después de trabajar. El entusiasmo es un sentimiento difícil de esconder. Como cuando se está enamorado, se nota, y los amigos comenzaron a preguntar. En menos de lo que canta un gallo teníamos otros dos participantes. El conde de la Garza, poderoso y disciplinado corredor y Juan, chilango asiduo al spinning y ejercicio bajo techo. Ninguno dominaba las tres disciplinas, excepto claro está, el Griego. Las ganas pudieron más que el sentido común. Correos iban y venían con sugerencias del Griego. Consejos de cómo entrenar, como medir los avances y algunas metodologías de entrenamiento.

Durante una reunión laboral a la que sólo tienen acceso los dioses del Olimpo, a quienes ahora lamentaba pertenecer, Jorge, con su gran entusiasmo y humanismo, compartió al resto del grupo el plan de los 4 directores de participar en un Triatlón. Sonrisas, abrazos, buenos deseos, albures, bromas y chistes fueron interrumpidos brutalmente por el director general quien cuestionó si disponíamos de vacaciones para faltar el sábado del evento. El toque personal de la empresa. Olvidamos el Triatlón y continuamos con la revisión del optimista plan de ventas y su frustrante realidad.

Los meses pasaron, las panzas disminuyeron, los kilos bajaron, los músculos crecieron, así como los gastos. El Griego nos abandonó casi desde el principio debido a una lesión en la rodilla que le impedía correr. Seguimos los tres inexperimentados pero motivados competidores. Llegó la semana de la competencia y el nerviosismo aumentaba por hora. El viernes por la mañana el conde y yo bajamos al patio de maniobras de la empresa a recoger la bicicleta de Juan, quien viviendo en la ciudad de México la envió en avanzada utilizando nuestros propios camiones. Él llegaría más tarde el mismo día. No lo podíamos creer. La bici era nueva, tan nueva que aún venía envuelta en el plástico de fábrica. Hasta entonces nos dimos cuenta que Juan, correría un Triatlón sin haberse subido a una bici en la calle. Reímos hasta que nos dolió el estómago.

Poco después de la comida, partimos Juan y yo hacia Chapala. Debíamos asistir a la plática informativa en al palacio municipal. Los nervios comenzaron a comerme por dentro. El conde viajaría también por la tarde con su familia, esposa e hijos, quienes lo acompañarían como porra.

Dentro del palacio municipal, mientras esperábamos el inicio la plática, pasamos por el proceso de inscripción. Registros, firmas, foto, entrega de playera, chip de control y demás artilugios. Sorprendente organización y dominio sobre el evento. Como cierre fuimos marcados en piernas y brazos con nuestro número de competencia con un plumón Sterbrook tan grande como una zanahoria. Sonrisas congeladas, músculos tensos y estómagos revueltos. Los nervios seguían creciendo. La plática fue muy ilustrativa. Miles de preguntas, todo se sucedía a gran velocidad. Al salir del palacio municipal, nos encontramos con el conde. Tratamos de relajarnos un poco con fuertes abrazos y comentarios picantes sobre las bellas competidoras que circulaban a nuestro alrededor. La tensión no daba más por lo que decidimos hacer lo que hacen todos los deportistas de alto nivel para relajarse antes de la competencia. Nos dirigimos al hotel en Ajijic, botamos el montón de equipo y nos metimos en el bar a beber unas copas. A la segunda cuba, mis nervios habían desaparecido. El conde y Juan bebían su cerveza acompañadas de Marlboro blancos riendo a carcajadas recordando los pormenores de los meses previos a este día. El conde partió a cenar con su familia. Quedamos en vernos a las 6:00 AM en la zona de transición, lugar donde cada deportista coloca el equipo para la competencia. Convencí a Juan para que me permitiera darle un breve curso sobre el uso y mantenimiento de emergencia de su bici. Pagamos la cuenta y subimos a la habitación.

Lo primero que hicimos fue quitarle los plásticos a la bicla. Increíble, a 12 horas del inicio y la bici aún envuelta, inmaculada. Comencé humildemente mi explicación. Cambios traseros, cambios delanteros, frenos, posiciones del cuerpo. Pequeños detalles transmitidos de ciclista en ciclista que permiten sumarse a la competencia. Todo se veía en orden. Los nervios regresaron. Inflé la llanta delantera indicando las precauciones necesarias para no romper la válvula al ejercer demasiada fuerza con la bomba manual. Juan miraba callado, con atención. “A ver wey, yo inflo la otra”, me dijo con voz decidida, profunda, muy serio. La llanta comenzó a tomar su bella y tensa redondez, tal vez demasiada tensión. Estaba a punto de decirlo cuando “¡¡¡¡bbbbbuuuuuuummmmmm!!!!!” la cámara explotó con gran estruendo. El susto fue tal que dejamos caer la bici al suelo. “No hay pex wey”, le dije a Juan calmadamente, quien tenía los ojos desorbitados y las manos cubriéndose la boca. “En chinga la cambiamos y como nueva. Pásame una cámara de repuesto”, dije a la vez que extendía mi mano en su dirección. Por su rostro de absoluta incomprensión me di cuenta que Juan no llevaba cámaras de repuesto.

Riéndome a placer, saqué de mi maleta una de las 3 cámaras de repuesto que llevaba. Aunque mi experiencia en bici de ruta no era mayor a unos 6 meses, los años montados en la bici de montaña me daban la seguridad de saber lo que hacía. Con la intensión de infundir seguridad en Juan realicé el proceso como rito religioso. Con movimientos decididos, seguros, comencé a desmontar la rueda, a liberar el rin de la llanta, a sacar la cámara. Tenía un hoyo del tamaño de un puño. Inserté la cámara nueva, levemente inflada para darle forma y cual fue mi sorpresa al ver que el pivote de mi cámara era demasiado corto para los altos rines de la bici de Juan. Se me congeló la sangre. Revisé mis otras dos cámaras, eran iguales. Juan, con el rostro absolutamente descompuesto repetía sin cesar “esto ya valió madres”.

Eran cerca de las 8:30 de la noche cuando salimos corriendo hacia la camioneta. Teníamos la leve esperanza de encontrar alguno de los tantos vendedores de refacciones que se amontonaban dentro del palacio municipal. Cuando llegamos encontramos el palacio cerrado. El silencio era insoportable. Un violento sonido de teléfono celular nos sacó de nuestras meditaciones. Era el conde. Le conté nuestra tragedia. Sus cámaras de refacción eran también de válvula corta. Nos sugirió relajarnos y llegar temprano al día siguiente. Los vendedores estarían seguramente ahí desde temprano listos para hacer una pequeña fortuna aprovechándose de los despistados como nosotros. Resignados y con una leve esperanza, regresamos e nuestro hotel en Ajijic.

Juan no ni quería ver su inválida bicicleta por lo que nos metimos directamente en el restaurante que estaba frente al hotel, con vista a la laguna. Sin pensarlo pedimos una cuba libre y un desarmador. Urgentes. Mientras bebíamos el elixir desestresante nos vimos rodeados de miles de moscos, dentro de un pequeño restaurante para gringos retirados con todo y banda de música en vivo tocando al Creedence Clearwater Revival. Dejamos los licores y pedimos la carta y unas copas de vino tinto. Casi como si estuviéramos allí de vacaciones y olvidando a que habíamos ido a Chapala, cenamos al ritmo de los Rolling Stones unas abundantes y ricas pastas acompañadas de más vino tinto. A eso de las 12 de la noche enfrentamos el momento de la verdad. ¿Seguíamos bebiendo y pasándola de maravilla, olvidando de una vez por todas la locura del Triatlón o nos retirábamos a dormir para estar listos para el día siguiente? Sería el colmo de la derrota darnos por vencidos en aquel momento así es que pagamos la cuenta y nos fuimos a dormir. La noche fue corta, llena de sueños inquietos.

lunes, 10 de mayo de 2010

Con las manos ensangrentadas

Al terminar de comer, decidimos subir a la habitación, arreglar todo y pasar las últimas horas en aquel glorioso país en el “Mangos”. En el cuarto, recogimos nuestras maletas, separamos ropa sucia de limpia, ordenamos las compras, tiramos las cajas, guardamos las notas. Ambos tenemos un poco de complejo obsesivo compulsivo para el orden. En un ambiente casi festivo terminamos los preparativos cuando de pronto nos quedamos mirando las dos cajas llenas de sobres con estados de cuenta. Cajas que viajaron con nosotros desde Guadalajara para ser utilizadas como material de pruebas con las máquinas de clasificación automatizada.

Después de casi dos semanas de viaje llegamos a Miami. El cierre de la odisea prometía ser de solaz y esparcimiento. Alfredo y yo viajamos por los estados unidos con la consigna de probar sofisticados equipos de clasificación automática de correspondencia. En Miami teníamos que asistir a una exposición donde debíamos hacer investigación de mercado sobre los equipos y servicios relacionados a la industria y además de reunirnos con un proveedor de unos equipos argentinos muy sencillitos, los equipos, no los argentinos. Una estancia de sólo 3 días en Miami.

Lo que parecía ser la cereza en el pastel de aquel largo viaje era el hotel en que nos íbamos a hospedar. Teníamos reservación, así fuimos instruidos por Carlos, quien planeó el viaje y no pudo hacerlo con nosotros, en un sencillo hotel sobre Miami Beach. Nos veíamos en un hotel con vista a la playa, mirando hermosas mujeres correr o andar en patines con cuerpos despampanantes y mínimos atuendos. Camino del aeropuerto a Miami Beach babeamos mientras veíamos los yates y mansiones de las celebridades. No dábamos crédito al desfile de carros de lujo que circulaban por las calles. Todos convertibles, con pasajeros hermosos, jóvenes, bronceados y ejercitados. La vanidad se desborda en esta ciudad con sabor latino y colores pastel. Con tristeza fuimos avanzando por Whashington Avenue en dirección norte, cada vez más lejos de la bulliciosa y glamorosa zona turística de Miami Beach.

No podíamos creer el hotel en el que nos íbamos a hospedar. En realidad en un acto de idiota inocencia nos habíamos convencido que por 120 dólares tendríamos una habitación digna de Gloria Estefan. El hostal se caía a pedazos, sus colores, algún día alegres, estaban opacos, sin vida. Al entrar a la recepción me sentí transportado al pasado, a mi niñez, cuando iba de viaje al hotel Colonial de Veracruz. Tomamos el asunto con filosofía y subimos a nuestra habitación. Un cuarto de 4 x 3, encerrado, húmedo y con un baño sacado de los 60s. La gota que derramó el vaso fue la gran ventana que daba de costado a la playa, tan opaca y empañada por la humedad que bien podría haber sido una pared de ladrillos. No se veía nada hacia afuera. Con gran tino Alfredo bautizó nuestro hotel, en honor a las gloriosas playas Nayaritas, como Guayabeach.

Resignados y más relajados, salimos a caminar. Con todo y nuestro atuendo citadino nos metimos en la playa. Zapatos y calcetines en mano, metimos las patitas al mar. “¡¡¡¡Ahhhhh!!!!, a esto llamo yo un viaje de trabajo”, dije con los brazos abiertos en cruz, sintiendo la brisa del mar y el sol sobre mi cara. “Pinche compaie”, dijo Alfredo al tiempo que estalló en una fuerte carcajada. Tomamos el carro y manejamos hacia el sur, hacia el verdadero Miami Beach. Gracias a la poca actividad en Dallas, donde pasamos los 4 días anteriores, nos sentíamos fuertes y descansados. Caminamos para arriba y para abajo, entretenidos en el espectáculo presentado por las lujosas tiendas y la imposible mezcla de culturas que caracteriza a esta alegre ciudad.

Se hizo de noche. Cansados pero encantados por el lugar, decidimos meternos en algún bar a beber una chelitas. Muchos de los locales eran elegantes y caros, otros estaban llenos hasta la desbordar mesas y gente hasta la calle y otros simplemente eran demasiado, mmmm, como decirlo, demasiado “alegres”. El sabor de música latina llamó nuestra atención y nos metimos en aquel lugar. Estaba de locos. Era enorme y estaba lleno a más no poder. Tomamos lugar en una barra cerca de un rincón, muy “ad hoc” con nuestra personalidad reservada, por no decir insegura. Pedimos algo de beber y disfrutamos del show. Al ritmo de salsa, las bellas meseras subían a bailar, por turnos, en la barra central del bar, sensualmente. Por mera casualidad, las meseras eran todas jóvenes, voluptuosas y con poca ropa debido al calor del local. Pobres chicas.

Yo quedé enamorado de una mulata, muy probablemente cubana, por quien bebí muchas cubas alegremente. Alfredo, estaba en el infierno. Fascinado, seguía con gran atención la procesión de meseras bailar, debe haberles tomado unas 200 fotos y grabó video de cada una de ellas con su celular. De algunas, hasta dos veces. Pero su gran problema era que había caído perdidamente enamorado de la encargada de la barra detrás de nosotros. Una preciosa puertorriqueña, morenita, menuda, con rostro tímido y alegre. Con los bolsillos vacios, los cuerpos agotados y los corazones exaltados, dejamos atrás el “Mangos”, sitio que supimos después es un “tour de forcé” para quienes visitan Miami. Nos dirigimos a descansar a Guayabeach, preguntándonos si tendrían también lagartijas transparentes y cucarachas tamaño mapache como en nuestras playas mexicanitas.

Nuestro viaje llegaba casi a su fin. Pasamos nuestro último día de trabajo en USA en la exposición sobre artes gráficas, la cual fue una absoluta pérdida de tiempo. Nada de lo ahí presentado tenía aplicación alguna para nosotros y el proveedor argentino “olvidó” que lo iríamos a visitar por lo que tampoco traía la máquina en cuestión consigo. Resignados y a fuerza de disciplina, recorrimos aquel enorme lugar buscando desesperadamente algo que pudiera sernos de utilidad, algo de utilidad que reportar de nuestra costosa escala en Miami. Degustando unos desabridos e industrializados hotdogs, aceptamos que perdíamos el tiempo. Caminamos hasta el rincón más lejano a la salida e hicimos el último esfuerzo mientras nos dirigíamos a las calles de la calurosa ciudad.

Un par de horas más tarde, sin más trabajo por delante, comimos tranquilamente en un restaurante de mársicos casi a un lado de nuestro Guayabeach. El vuelo de regreso a Guadalajara salía al día siguiente a las 6 de la mañana por lo que debíamos levantarnos a las 3:30 AM. Terminamos e empacar y sólo nos quedaba resolver el tema de los sobres. 2,500 sobres preparados “ex profeso” y 2,500 sobres reales. Correspondencia no entregada en su momento por diversos factores a sus destinatarios, misma que es guardada por la empresa en bodegas ocultas y protegidas como aquel bodegón donde guardaron “El Arca Perdida” de Indiana Jones. Tras duras y largas negociaciones sobre la importancia de probar los equipos con producto real y no sólo preparado, y tras haber sido enviado al diablo por la “volatilidad” del asunto, tuve que recurrir a los bajos mundos y obtener mi material de pruebas forzando a los amigos en los lugares correctos para servirme de cómplices.

Es importante mencionar que portar correspondencia ajena es un delito federal en estados unidos por lo que acordamos todos los involucrados, en un pacto de sangre, destruir todos los sobres hasta hacerlos irreconocibles. El plan era simple. Comprar un triturador de papel, destruir la evidencia, regresar el triturador a la tienda argumentando su pobre desempeño y regresar limpios al país. Plan muy simple en realidad.

Con el ánimo de fiesta a flor de piel y la velada en el Mangos en mente, decidimos que no era necesario un triturador de papel, que en un par de horas podríamos destruir aquel material incriminante a mano y seguir con la velada. Procedimos. Hora y media más tarde, cerca de las 8 de la noche, con las manos muy adoloridas, nos dimos cuenta que no llevábamos destruida ni una cuarta parte del contenido de la primer caja. El pánico hizo presa de nosotros. Buscamos en Internet el Office Depot más cercano y salimos como alma que lleva el diablo esperando llegar antes de que cerraran. En tan sólo 5 minutos encontramos nuestro objetivo pero oh sorpresa, estaba cerrado. Era sábado y habían cerrado a las 6. Pasamos la siguiente hora recorriendo las calles de Miami Beach en búsqueda de algún local donde pudiéramos comprar un triturador. Hasta buscamos en supermercados. Nada. Cerca de las 9 de la noche regresamos al hotel, desanimados, desesperados. Sabíamos que nos esperaba una larga velada y no exactamente admirando bellezas latinas.

Compramos comida chatarra de una máquina que estaba a un lado de la recepción del Guayabeach y subimos a nuestra habitación a continuar con la exterminación de la evidencia. Transcurrió otra hora. Teníamos las manos entumidas, con varias cortadas, de esas que arden cuando te abres la piel con papel. En un destello de ingenio se me ocurrió preguntar en la recepción del hotel si nos podían prestar un triturador de papel. “Claro chico, acá tengo uno, vente pa´ca”, me contestó por teléfono alegremente el cubano de guardia de aquella noche. Bajamos a la recepción jubilosos. Después de todo, aún era posible terminar a tiempo e irnos de parranda. Cuando vimos el tamaño del triturador se nos cayeron los …. rostros al piso. Era del tamaño de una laptop, como para las Barbies. Lo aceptamos con la poca dignidad que nos quedaba y regresamos al matadero.

El triturador no soportaba más de 4 hojas a la vez y se apagaba cada 10 minutos para protegerse del sobre calentamiento. Mientras funcionaba, lo alimentábamos con calma, con mucho cuidado, casi con cariño, evitando meterle papel grueso y asegurándonos de evitar las grapas. Cuando se calentaba, lo colocábamos sobre una silla frente a la salida del aire acondicionado y continuábamos rompiendo sobres a mano. Las horas pasaron, olvidamos poner música, las bromas cesaron. Nuestra imaginación comenzó a plantearnos el proceso de arresto, cuando entrara la policía a nuestra habitación de hotel, acusados por los otros huéspedes a quienes no dejábamos dormir con todo el alboroto de nuestro exterminio. Seríamos atrapados “infraganti”, con las manos en la masa, admitidos en una cárcel local hasta que fuéramos propiamente procesados y remitidos a una cárcel federal.

“Con las manos ensangrentadas” mantra proferido continuamente por el director de la empresa donde pasé meses interminables trabajando. Esta frase expresaba la idea del como debía de trabajarse en aquella industria ingrata, centavera. Reí al ver mis manos llenas de cortadas y ampollas después de una noche de arduo trabajo, pensando en lo orgulloso que debía sentirse mi ex patrón si me viera.

Cerca de la una de la madrugada terminamos de destruir los 5,000 sobres. La habitación estaba hecha un desastre, había pedacitos de papel y grapas por todos lados. Hacía un frío antártico por el uso excesivo del aire acondicionado. Como viticultores franceses, bailamos sobre los jirones de papel dentro de las cajas para compactarlas. Como mejor pudimos, recogimos el desorden, cerramos las cajas. Cansados pero satisfechos de haber cumplido con nuestro deber nos faltaba un solo detalle. ¿Qué haríamos ahora con las cajas? Alfredo estaba recargado sobre la ventana que bloqueaba la vista a la playa. Con la frente pegada al cristal, la mirada perdida en la nada. “Compaie”, me llamó casi con un suspiro. “Allá abajo, por el estacionamiento, hay unos botesotes de basura”. Eh ahí la solución. Salí de avanzada al pasillo, como asesino serial buscando deshacerse de su víctima, buscando un camino despejado. No había nadie en los pasillos. Corrimos al elevador cargando cada quien una caja llena de estados de cuenta bancarios mexicanos nunca entregados. Sin saber como disimular con el cubano de la recepción nuestra salida cargados de cajas a aquellas altas horas de la noche, decidimos entregarnos al cinismo. Pasamos frente a él sin más ni más, cargando nuestras cajas. Le dimos las buenas noches y salimos a la calle. A la una y media de la mañana nos tumbamos a dormir, con tan solo dos horas de sueño por delante.

Como era de esperarse, nos quedamos dormidos. Si tan sólo hubiera sido suficientemente tarde, pero no. 45 minutos de retraso pueden ser recuperados corriendo por las calles vacías de madrugada. Recuerdo entre sueños haberme pasado varios semáforos y sobre todo recuerdo cuando finalmente desperté de golpe al pasar sobre un camellón, con la tranquilidad de saber que el carro era rentado. Entregamos el auto y con las manos despedazadas, acarreamos adoloridos los montones de maletas y paquetes hasta la terminal, donde de puritita casualidad, logramos abordar nuestro vuelo.

Sentado, desplomado, desguanzado sobre mi asiento clase turista, no pude evitar hacer un resumen mental sobre aquella extraña noche, llena de cansancio, dolor, desesperación, frustración y porque no, miedo. Me relajé al verme fuera de todo aquello, cerré los ojos y comencé a quedarme dormido casi al instante. Como alarma de incendio, inesperada, desproporcionadamente potente, una imagen invadió mi mente. Ambas cajas, donde abandonamos la evidencia destruida en los botes de basura afuera del Guayabeach, tenía una gran etiqueta blanca, con letras grandes y claras con todos mis datos, puestos ahí como control del viaje al salir de Guadalajara. Sentí ganas de llorar, al final, todo había sido en vano. Pasaría los siguientes 15 años en una cárcel norteamericana.

domingo, 28 de marzo de 2010

Una voz por guía, en la oscuridad


Cuando fue mi turno de pasar por el portal de entrada a la exhibición, la encargada del museo, con rostro serio y la mano extendida hacía mi, me pidió le entregara mis lentes. Sentí caer mi estómago al suelo y la sangre arrobarse en mi rostro. Instintivamente d un paso atrás, olvidando respirar por unos instantes. Ella, seguramente acostumbrada a este tipo de reacciones, dulcificó sus facciones ofreciéndome una suave y tierna sonrisa al tiempo que me decía: “No se preocupe, a donde usted va, los lentes no le serán de utilidad”.

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Desde hace algunos meses se está presentando en el museo Trompo Mágico de Guadalajara la exhibición Diálogo en la Oscuridad. El nombre de la exhibición excita la curiosidad e invita a visitarla. A diferencia del resto de las exhibiciones presentadas en el Trompo Mágico que están abiertas al público permanentemente, para poder asistir al Diálogo, es necesario hacer reservación y esperar turno en una larga fila, hasta por un mes. Hicimos nuestra reservación y con resignación aceptamos nuestro lugar tres semanas más adelante, un sábado por la tarde. No hay precisamente mucha información sobre su contenido, solamente algunas frases crípticas sobre lo que ahí se presenta y algunas vagas indicaciones. Decidimos hacernos cómplices del misterio, no averiguamos más y esperamos pacientemente nuestro turno.

A fuerza de pasar frente al museo todos los días camino a la escuela y al trabajo, la espera se hizo larga y nuestras expectativas crecieron día a día. Al fin, llegó el esperado sábado. Comimos temprano y corrimos para llegar a tiempo. Nos presentamos 15 minutos antes de nuestra cita en nuestro afán por ser puntuales en un país donde el reloj funge meramente como un accesorio decorativo. Fuimos invitados a “pasear” por el museo y a “regresar en un ratito”, por lo que aprovechamos para dar una vuelta por nuestras exhibiciones preferidas. El ala del museo con los experimentos sobre física es nuestra preferida. Con tan poco tiempo entre manos sólo pudimos fluir por entre los pasillos de forma superficial.

A las 4 en punto nos presentamos nuevamente en la entrada a la exhibición. Tras otros 10 minutos de espera y ser víctimas de unas agresivas miradas de otros visitantes que decepcionados al vernos llegar vieron perdida su esperanza de entrar sin cita gracias a la característica inasistencia Mexicana, fuimos admitidos y llevados a un área de recepción donde seríamos instruidos sobre el contenido del espectáculo. Ahí comenzaron las sorpresas. La presentadora expuso objetivos y detalles. Diálogo en la Oscuridad busca sensibilizar a la gente sobre la vida de los invidentes y en general invita a extrapolar esta experiencia para comprender a los discapacitados en general. La exhibición, se no explicó, ha sido presentada alrededor del mundo durante los últimos años. Dicha sensibilización es llevada a cabo exponiendo a los visitantes a pasear por una hora en la oscuridad total, absoluta, dentro de una serie de habitaciones que representan diferentes lugares y ambientes. Durante la explicación la mano de mi hija más pequeña comenzó a sudar. Nos entregaron un bastón blanco, es así como se le llama a los bastones utilizados por los invidentes, y nos instruyeron en el uso del mismo. Resulta sorprendente lo poco que sabemos de los recursos utilizados por las personas que no gozan de todos sus sentidos. Aprendimos como mover el bastón. Tomándolo con gentileza, reclinado frente a nosotros y siempre moviéndose de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Una vez dominado el arte en el manejo del bastón, se nos habló sobre la importancia del sonido en aquel mundo sin imágenes. Nuestra voz sería la herramienta que le permitiría al guía llevarnos a través de aquel laberinto negro, por lo que debíamos responder fuerte y claro cada que así nos fuera solicitado. Asentir con la cabeza o señalar con las manos, se nos indicó, resulta inútil en la oscuridad.

Con los sentidos alertas por la plática preparativa fuimos invitados a entrar a la exhibición. Debíamos mantenernos cerca y atentos a las indicaciones del guía. Entregué mis lentes en un acto de Fe, característica arto escasa en mi personalidad. Nuestro grupo estaba formado por unas 10 personas quienes entramos a un pasillo a media luz, con cautela y algo nerviosos. Una vez dentro, escuchamos como se cerró una puerta detrás de nosotros. La noche cayó de inmediato. Una voz proveniente de algún lugar desconocido nos dio la bienvenida. Era de nuestro guía, Jesús. Pensé cuan conveniente y simbólico resultaba ser que el nombre de nuestro guía fuera Jesús. Salí de mis meditaciones cuando Jesús nos dio algunas instrucciones adicionales y nos encaminó hasta la entrada a la primer habitación.

Dentro de ella, Jesús nos invitó a adivinar donde nos encontrábamos. En el andar por aquel espacio desconocido yo alcancé a sentir algo parecido a ramas en la cara y algunos olores sugerían tierra y agua. “En un bosque”, dijo mi hija la mayor con voz fuerte y un poco temblorosa. Al sabernos dentro de un bosque, nuestra imaginación se disparó en múltiples direcciones, casi todas ellas de temor por lo que conocemos se puede encontrar allí. Jesús nos pidió no tener miedo, explorar y describir todo aquello que encontráramos a nuestro paso. Identificamos un puente de madera, varios árboles, un par de bancas y por supuesto muchas ramas. Un poco más tranquilos al no haber encontrado cosas desagradables, nos dedicamos a identificar los sonidos de aquel paraje. Aves, grillos, viento y el correr del agua. Fue sorprendente la claridad e independencia de cada sonido. Nos reunimos siguiendo la voz de Jesús y dejamos atrás el bosque para entrar en un pasillo intermedio donde nos topamos con otra puerta cerrada. Esperamos.

Mi corazón ya algo agitado incrementó su ritmo al escuchar detrás de aquella puerta sonidos de una bulliciosa calle. La oscuridad era total, perfecta. Por más que intenté abrir los ojos, pasar la mano frente a la cara, ahí no había nada que ver. “No forcen la vista, les dolerá la cabeza, lo mejor es que cierren los ojos y se relajen”, decía Jesús con voz firme, calmada. Al abrirse la puerta de la siguiente habitación, cayó sobre nosotros una avalancha de sonidos. Cláxones, motores, voces, sirenas. La tensión creció dentro de mi vertiginosamente. Podía escuchar mi propia respiración aún sobre aquel estruendo. Avanzamos hasta lo que identificamos como el fin de la banqueta y el principio de la calle, esto, gracias al uso de nuestros bastones. Jesús nos pidió detenernos y nos explicó el funcionamiento de los semáforos auditivos y como deben ser usados para cruzar una calle. En mi vida había pensado que existiera tal cosa pero en aquel momento me pareció de lo más obvia su necesidad. Al identificar el sonido de “Siga”, bajamos la banqueta y comenzamos a cruzar la calle, tropezando entre nosotros, nerviosos, torpemente. Tras unos instantes que me parecieron una eternidad, llegué al lado opuesto de la calle. Al tocar la banqueta subí casi dando un brinco. Estaba agotado, alterado, como si acabara de correr un triatlón. Tuve que obligarme a cerrar los ojos que mantenía tan abiertos como me era posible y a hacer ejercicios de respiración ya que me encontraba a un instante de pedir que me dejaran salir de aquel infierno de invisibilidad. Algunos de los miembros del grupo indicaron que “algo” les había bloqueado el camino al atravesar la calle. Lo que impedía el flujo era un carro estacionado sobre el área peatonal. Una profunda sensación de vergüenza nos embargó al recordar cuantas veces al día nos detenemos con nuestros vehículos sobre esta zona. Por fin, dejamos la calle y entramos de nuevo a un pasillo intermedio, previo a la siguiente sala.

La nueva habitación fue un pacífico paseo por un mercado. Casi silencioso, lleno de murmullos, olores y sutiles sensaciones. Por todos lados había canastos llenos de frutas, verduras, granos, utensilios para cocina y demás artilugios vendidos en los mercados callejeros. Para mi sorpresa, fui incapaz de reconocer siquiera la mitad de los objetos ahí presentes. Mientras tocaba y olfateaba con esta gran nariz que ahora sé sirve solamente de adorno, escuchaba al resto del grupo nombrar los objetos identificados. Que poca importancia le damos a nuestro olfato y tacto en la vida diaria. Dejamos atrás el mercado. Avanzamos cada vez con más humildad y con los sentidos más alertas.

En la penúltima habitación se percibía un ambiente libre, abierto. Aventuramos adivinar que estábamos en la playa, en un establo tal vez, hasta que alguien dio en el clavo, estábamos al lado de un cuerpo de agua, una laguna. Jesús nos pidió imagináramos estar en la rivera de Chapala donde tomaríamos una lancha hasta la isla de los Alacranes. Mi mente comenzó a divagar, “¿Cómo sería un paseo en lancha sin poder disfrutar el paisaje? ¿Sin ver el destino? ¿Sin mirar el puerto que va quedando atrás?” Abordamos poco a poco, con mucho cuidado a lo que simulaba ser una lancha, misma que se movía como sobre el agua cada que alguien se incorporaba y tomaba su lugar. Podíamos escuchar el sonido de las aves, sentir la suave brisa del viento. Cuando todos estuvimos listos, escuchamos el potente sonido de un motor al encenderse y la lancha hizo un movimiento lateral, simulando el inicio del desplazamiento. Un fuerte viento se hacía sentir proveniente de la dirección en la que nuestra lancha imaginaria navegaba. El realismo de la experiencia simulada fue más de lo que mi pequeña pudo soportar por lo que lloraba y se abrazaba con fuerza de su madre. Esto, lo supe después. Jesús, con tino y gran sensibilidad nos puso a cantar, como cuando se está alrededor de una fogata. Como por arte de magia, en un momento, el llanto desapareció. Seguimos nuestro recorrido imaginario. Unos minutos después, descendimos de la barca y pasamos a la última sala del recorrido.

Entre las indicaciones previas a la exhibición, se nos sugirió llevar monedas de 5 ó 10 pesos. Cuando lo leí, aquel detalle me pareció curioso por lo que llegué preparado de acuerdo a lo indicado. La última habitación era una tienda donde podíamos comprar alguna golosina, café y no recuerdo que otras cosas. Al parecer yo fui el único con monedas o con el interés de participar en el juego. Saqué mi dinero de la bolsa delantera derecha de mis pantalones de mezclilla, donde siempre las guardo, y pedí unos pingüinos. Con la boca medio húmeda anticipando el dulce sabor a pan, chocolate y crema de aquel postre industrializado, me vi en el aprieto de identificar las monedas en mi mano para poder pagar la cantidad correcta. Me pregunté si las monedas tienen código Braille, como los libros y algunos objetos destinados a los invidentes. No es que sepa leer Braille pero es algo que jamás me había cuestionado, como tantas otras cosas que aprendí aquel día de sábado por la tarde.

Al terminar el recorrido fuimos llevados a un pasillo a media luz, específicamente preparado para pasar ahí unos minutos y permitirle a nuestros ojos reajustarse a la intensidad de nuestro mundo lleno de luz y de imágenes llenas de significado. Jesús se dejó ver por primera vez. Era delgado, joven y cercano al metro setenta. Cuando repasé la imagen que me había formado de él, me di cuenta que esperaba a una persona de más de 50 años, bajito y rechoncho. Bajo la suavidad de su voz fuimos llevados por una serie de meditaciones sobre las condiciones en que viven los discapacitados y la poca importancia que nosotros le damos a ello. Jesús nos dio las gracias a nombre de todo el equipo que trabaja en la exposición, gracias por dedicarle aquel tiempo a comprender su mundo. “Todos mis compañeros del Dialogo en la Oscuridad son ciegos, y yo”, nos confesó, “estoy perdiendo la vista, pronto quedaré ciego también”. En su voz no había tristeza, dolor ni desesperanza. En nuestros corazones quedó un profundo vacío, oscuro, donde el dialogo, fluía con facilidad.

martes, 2 de marzo de 2010

Voy a por todo


Todo buen mexicano conoce las consecuencias de beber Tequila sin el debido respeto. El elixir tapatío, uno de los iconos de nuestro país, puede convertir una simple reunión en una gran pachanga pero además puede terminarla de forma desastrosa. No todos los extranjeros hacen caso de las advertencias y deben pagar las consecuencias como Daniel, proveedor y amigo Barcelonés, quien retó a los dioses aztecas y perdió la batalla vergonzosamente.

Al medio día de un agradable sábado salimos en carro de Guadalajara con destino a ciudad de Chapala buscando un poco de descanso y esparcimiento después de un par de largas y complicadas semanas de trabajo. El diario se encontraba en un período de cambio en sus sistemas editoriales, proceso siempre penoso para los responsables y las víctimas, por lo que se buscaba minimizar el desorden acelerando los cambios lo más posible. Un robusto equipo de especialistas de varias partes del mundo se dedicaba y desvivía por cumplir las órdenes de la dirección. Entre ellos Toño del DF, Karla de Ann Harbor, Michigan, José Jorge de Madrid y Daniel de Barcelona conformaban la comitiva foránea.

El grupo era de lo más ecléctico por sus diversos orígenes pero aún así todos nos comportamos y convivimos civilizadamente bajo la luz del día. Llegamos a nuestro objetivo a eso de la 1 de la tarde. Anduvimos un rato en carro por las calles de la localidad buscando donde estacionarnos. El auto quedó lejos del malecón lo que sirvió para comenzar el paseo con una caminata por las pintorescas calles decoradas con adornos patrios, estando ya cercana la fiesta de nuestra independencia. Nuestros amigos españoles demostraron un valor comparable sólo al de Hernán Cortez al consumir todo lo que los puesteros les ofrecían. Elotes dorados, charales, tejuinos, biónicos. En general, parecían disfrutar de todo. Los pequeños locales de chácharas abarrotaban la calle principal frente a la laguna donde nuestros turistas se armaron de regalos y recuerdos a precios tan ridículamente bajos que hasta a nuestros chilapatíos ojos parecían un abuso. Tamborcitos, pequeñas guitarras de juguete, víboras que descienden una escalera de madera. Todos juguetes ancestrales que deben tener más años vendiéndose en los mercados mexicanos que los años de la colonia española en nuestro continente.

Aunque era agradable y apacible nuestro recorrido por la ribera de Chapala el hambre demandó nuestra atención y decidimos seguir con el tour. Emprendimos ahora el camino hacia Tlaquepaque. Nos estacionamos muy cerca del Parián y nos dejamos arrastrar al interior por el sonido del mariachi. Sentados en los equipales más cómodos del universo, ordenamos margaritas y cervezas, acompañadas de cacahuates y papas fritas. Los mariachis realizaron su tradicional recorrido por las más afamadas melodías Mexicanas, tan famosas, que algunas de ellas eran conocidas por los españoles y hasta por la norteamericana. Una vez pasado un ataque de risa provocado por “The mariachi crazy wanna to dance” dejamos el Parián y nos refugiamos en el fabuloso restaurante Casa Grande. Dentro de la que probablemente fue una casa de una familia de alcurnia de principios del 1900, las mesas se encontraban dispuestas en el patio interior. Los muros cubiertos por enredaderas, cada esquina y rincón embellecido con macetones y varias fuentes brindando el relájate y hechicero sonido del agua corriente.

El temple español continuó sorprendiéndonos ahora con las selecciones de la cocina tradicional mexicana. Queso fundido con chorizo, sopa de tortilla, chiles rellenos, arrachera con guacamole. Nada amedrentaba a nuestros conquistadores. Ahora con tono más delicado, el mariachi femenil de Tlaquepaque nos obligó a subir el volumen de la voz y los grados Gay Lusac de nuestras bebidas. Rones, Brandys y Tequilas desfilaron frente a nuestra mesa, aunque hasta el momento, el único que retaba al Tequila era Toño que con sus 30 años de edad, 95 kilos de peso y 1:90 de estatura, parecía que bebía rompope de convento. A eso de las 6 de la tarde fuimos forzados a abandonar el restaurante. Casi ofendidos y decididos a no interrumpir la fiesta enfilamos de regreso a Guadalajara, haciendo escala en una vinatería para abastecernos de bebidas. Comida no era necesaria ya que Daniel había traído consigo una buena dotación de queso Cabrales y de Sobrazada, un embutido similar al chorizo mexicano, con alto contenido calórico y fuerte sabor a campo. Llegamos a casa a eso de las 7:30 PM donde la fiesta comenzó de nuevo.

Acompañados por Bullet, un fornido Bulldog americano de más de 60 kilos, nos acomodamos en la sala, cada quien con su bebida de preferencia. Mientras escuchábamos música y hablábamos en una mezcla de español, chilango, tapatío e inglés le entramos con alegría a la botana española cortesía de Daniel, quien veía con asombro la facilidad con la que Toño bebía tequila, ahora en un caballito. Creemos que el caballito fue el gancho que lo atrapó. Toño sirvió dos caballitos y con una sonrisa muy sínica rezó: “Como dijo Hidalgo, que chingue a su madre el que deje algo” y acto seguido apuró el tequila de un golpe. “Joder”, increpó Daniel e hizo lo propio con su caballito. Al segundo “Hidalgo” comenzó el acabose de la borrachera chilango-barcelonés, rompiendo ambos en estruendosas carcajadas.

5 caballitos después, Daniel estaba eufórico, cantaba, gritaba y mentaba madres con un vocabulario digno de un torturador de la inquisición. “José Jorge”, dijo casi de forma ininteligible, “toma la cámara que voy a por todo”. Los pobres mexicanos no comprendíamos a que se refería pero José Jorge se levantó de su sillón como rebotado por un resorte y corrió a tomar la cámara. “Pongan la del Full Monty que voy a por todo”, decía una y otra vez. En ese momento comprendimos a que se refería. Mientras buscábamos algo que se asemejara a la música de fondo utilizada en la escena final de la película The Full Monty donde los protagonistas se desvisten en un bar de segunda para recaudar dinero, Daniel se dedicó a despejar la mesita baja de la sala. No sólo pretendía hacer el show sino que además lo haría como los grandes. Con música de Fleetwood Mac de fondo, Daniel logró subirse a la mesa casi matándose en el intento y comenzó a bailar suavemente, con los ojos cerrados y mordiéndose los labios. Con la gracia de los hipópotamos de “Fantasía“ de WaltDisney fue perdiendo prendas. La sala de mi casa era pequeña, tanto que parecía que nos haría un “lap dance” en cualquier momento, por lo que salimos todos de ahí y miramos el espectáculo desde el comedor y el pasillo. La chamarra fue el inicio que robó a las damas presentes un grito de ánimo para el ejecutor. Quitarse los zapatos fue un gran reto ya que Daniel trataba de hacerlo sin dejar de contonearse, dopado con 7 caballitos de tequila. Cuando se quitó la camisa comenzamos a creer que en realidad iba a cumplir la amenaza. Fuimos “deleitados” con una buena melena en el tórax y con una rebosante barriga cervezara de treintón sedentario. Nuestra invitada de USA parecía entrar en estado de shock. Su educación en una población tradicionalista y religiosa en el norte de USA, aunado a sus cortos años, la mantenían atrapada entre el espanto, la fascinación y la necesidad urgente de salir corriendo. A continuación Daniel se quitó los calcetines ya con un dominio sobrenatural del equilibrio de su pista de baile. Cuando comenzó a desabrocharse los pantalones de mezclilla sonó un grito al unísono y José Jorge aprovechó para lanzarle un sobrero de paja que habían comprado aquella mañana en la ribera de Chapala. Daniel lo atrapó y se lo colocó en la cabeza. Sin más preámbulos, se bajó los pantalones, los ondeo sobre su cabeza con una habilidad que nos hizo dudar si esa era su primera vez en escena. Bullet, el Bulldog de 60 kilos saltó sobresaltado con aquella maniobra y ladró a todo pulmón. Karla llevaba un buen rato intentando ponerle a Daniel un billete de 5 dólares en alguna parte, como seguramente lo había visto en alguna película americana, arrepintiéndose cada vez que se acercaba a él. Daniel hizo algunos giros mostrándonos su anatomía apenas censurada con una trusa gris con muchas horas de vuelo.

Como enviado por el productor de la obra, se efectuó un cambio de pieza, comenzando una melodía suave, lenta, sensual, misma que Daniel aprovecho para quitarse el sombrero dela cabeza y colocárselo frente a sus partes pudendas. Los asistentes al aquelarre no podíamos más de la impresión y del dolor de estómago de tanto reír. Nos mirábamos entre nosotros y mirábamos a otras partes cuando al regresar la mirada al actor central, sostenía en una mano la trusa y se meneaba lentamente cubriéndose sus cositas con el sombrero. Karla dominada por momento de éxtasis, se lanzó decidida a ponerle el billete al bailarín. A tan sólo un metro de distancia recapacitó ya que no había donde ponerle el billete al protagonista. La voz de José Jorge se escuchó por sobre el escándalo, clara y contundente: “metédselo en el culo”. Karla mostró en su rostro todos los colores del arcoíris e impulsada por los gritos de “go, go, go” de los demás, alargó la mano hacia el trasero de Daniel, mismo que dándose cuenta del atropello que sería cometido sobre su persona, retiró el sombrero y se mostró en todo su esplendor a la pobre Karla que debe seguir corriendo hasta el día de hoy del susto que se llevó.

Daniel bailó un par de minutos más y cuando al fin terminó la música, bajó de la mesa y se desplomó en un sillón, como víctima de un ataque cardíaco fulminante. José Jorge fue el primero en recobrar la compostura acercándose al agotado bailarín y le ayudó, casi como vistiendo a un cadáver, a ponerse lo jeans. El resto de los presentes fingimos que ahí no pasaba nada. Reacomodamos las botanas y las bebidas en la mesa de centro, pusimos más música y nos sentamos a tratar de retomar la reunión. Daniel estaba sentado tal como había caído después de su performance. Piernas abiertas, jeans a medio subir y cerrar, barriga de fuera, boca abierta y la cabeza recostada en el respaldo del sillón con los ojos bien cerrados. Respiraba con dificultad y no daba señales de que fuera a mejorar. Eran apenas las 10 de la noche. Cuando su cuerpo demandó deshacerse de todo lo que había sido obligado a ingerir, lo llevamos a toda velocidad al baño de visitas. Lo dejamos ahí sólo, dándole un poco de privacidad en ese ritual ancestral posterior a los festejos inspirados en Baco. Pasamos horas, literalmente, intentando que Daniel saliera del baño o tan siquiera nos dejara entrar para ayudarle. Los sonidos que provenían del baño eran inauditos y temíamos por su salud. ¿Habría entrado al baño algún demonio milenario sin nosotros darnos cuenta y lo estaba devorando cruel y lentamente? Cerca de la 1 de la mañana logramos convencerlo y nos dejó entrar. Ahora entre Toño y José Jorge, subieron a Daniel casi en brazos a la regadera en la planta alta donde le suministramos un generoso baño mismo que sirvió para regresarlo al mundo de los vivos, tan sólo lo suficiente para poderlo escoltar hasta el carro y llevarlo a su habitación de hotel.

Cerca de las 4 de la mañana dejamos a los conquistadores en el hotel Camino Real, cansados, ya medio crudos y tan apenados que no quisieron despedirse de mano.

Hace muchos años de aquella tarde de celebración a la mexicana. Hemos visto a Daniel en muchas otras ocasiones y sabemos que nunca más ha vuelto a probar el tequila. Fuimos afortunados de presenciar aquel espectáculo espontáneo y sentido y lo único que nos queda es la tristeza de saber que las fotos de la velada fueron destruidas por José Jorge tras detalladas explicaciones sobre el futuro de Daniel si llegaban a ser vistas por su esposa, allá, en el viejo continente.