Uno de los invitados al Vallartazo de ese año tenía un especial interés en conocer el plan exacto del fin de semana, a detalle. El saber que íbamos a pedalear unas 12 horas por de las montañas cercanas a la costa Jalisciense durante dos días, para terminar en las playas de Puerto Vallarta, parecía no ser suficiente información ni motivación. En realidad estos planes de ciclismo de montaña son un ejercicio de improvisación, adaptación y supervivencia. Tratamos de planear, organizar y definir pero es imposible creer que todo va a salir tal como se desea.
¿El plan? Salir pedaleando de un crucero cercano al hotel Sierra Lago, enclavado en la sierra del oeste de Jalisco, al lado de un lago formado dentro de la boca de un volcán extinto conocido como Juanacatlán, a unos 20 minutos del mágico pueblo llamado Mascota. Miguel, nuestro guía tanto ciclista tanto espiritual, llevaría la delantera ya que la ruta era nueva para todos los asistentes de ese año. El primer día debíamos pedalear unas 6 horas prácticamente todo de subida para llegar al pueblo de San Sebastián del Oeste. En teoría, encontraríamos señales a lo largo del camino indicando la ruta hasta la cima y facilitando la llegada a San Sebastián, misma que había sido marcada por una expedición previa de cuatrimotos. Pasaríamos la noche en un rústico hostal para salir al día siguiente con destino a Puerto Vallarta, pedaleando otras 5 horas primordialmente de bajada. Para cerrar el plan, reposaríamos nuestros agotados cuerpos durante el resto del sábado y parte del domingo bajo una terapia de rehabilitación que comprendería mar, alberca, cubas y mársicos, todo esto en un agradable hotel de 5 estrellas, para así, con cuerpo y alma rejuvenecidos, regresar a la bella Guadalajara el domingo por la tarde. ¿Quién necesita saber algo más? Ese era al menos, el plan general.
Ese año el grupo fue más bien reducido, compuesto por unos 10 ciclistas y 4 choferes. Dentro del estacionamiento del Wallmart de plaza Galerías, cargamos las camionetas y nos asegurarnos de no dejar nada ni a nadie detrás. Salimos de Guadalajara a eso de las 7 de la mañana del viernes. Emprendimos el camino hacia Mascota llenos de sonrisas, bromas y mucha energía contenida. Se puede sentir en el aire la electricidad que generan los ciclistas debido a la anticipación del reto, la aventura, el paseo, las vistas, lo inesperado. Las camionetas iban cargadas hasta el tope. Bicicletas de todos los tipos y colores debido a los gustos y caprichos económicos. Unas nuevas, otras maltrechas, una que otra de fibra de carbono, forradas como finas joyas y otras de fibra de cancel, arrumbadas debajo de las maletas sin la menor preocupación. Además de las bicis, se adicionaba una fuerte cantidad de víveres y ayudas para la pedaleada: garrafones de agua, Gatorades suficientes como para intoxicar a un equipo de futbol americano completo, gels de energía, naranjas, plátanos y hasta suero oral para recuperar las sales perdidas. Siguiendo con el equipamiento, una colección de herramientas y refacciones personales por aquello de las emergencias: bombas portátiles, cámaras de repuesto, cadenas de repuesto, herramienta generales, parches, etc. Y para poner el toque final, algo parecido a un botiquín con vendas, aspirinas, relajantes musculares y otras drogas menores para aliviar las eventualidades del viaje.
Camino a Mascota, pasamos por la pequeña población de Tala donde nuestro guía decidió que era hora de tomar un desayuno energético, acorde a la friega que nos esperaba, por lo que nos detuvimos a comer unos sanísimos tacos de birria. En un libro que leí sobre ciclismo, escrito por Lance Armstrong, no se hacía referencia a este tipo de alimentación. Quizá es por eso tuvo que retirarse por unos años el titán de la Tour de France, por desnutrición. Con el estómago lleno de sabios y puros nutrientes mexicanos, retomamos el camino. Más risas, historias, chistes y porque no, cervezas para todos. Tampoco hay mención a los poderes hidratantes de este producto de la malta en el libro del maese Armstrong.
A eso de las 12 del día llegamos al pueblo de Mascota. Paramos a comprar hielos y uno que otro antojito e inmediatamente continuamos nuestro camino montaña arriba hacia nuestro punto de partida. Finalmente, a la 1 de la tarde llegamos al lugar seleccionado por el guía. La sangre se me hizo más ligera, una sensación parecida al vértigo me invadió, haciéndome sentir el estómago vacío. Había llegado la hora de comenzar. Iniciamos el largo y hipnotizante proceso de preparación para el arranque. Bajamos las bicis de las camionetas, revisamos la presión de las llantas, ajustamos frenos, llenamos camel bags, ánforas. Los choferes ayudaron a repartir los gatorades, gels y algunos radios de onda corta entre la tropa. Con las manos un poco temblorosas, me puse los guantes, los audífonos, el iPod, el casco y los zapatos con grapas. El resto del grupo se mantenía ocupado en las mismas actividades. El nerviosísimo comenzó a hacer presa de todos nosotros por lo que inició la presión comunal para partir de inmediato. Tomamos algunas fotos, coordinamos detalles de último minuto y se giraron instrucciones en caso de que alguien se perdiera. Hoy recuerdo con tristeza la poca atención que puse a esa parte del día.
La ruta iniciaba con una gran bajada por un camino ancho de terracería. Nada mejor para templar los nervios y soltar el estrés. Ya con la adrenalina al tope, una parte del grupo decidimos no esperar al guía, quien seguía dando instrucciones, poniendo orden y coordinando las camionetas de apoyo. Bajo una gritería, nos lanzamos al camino. Descendimos la primer pendiente a toda velocidad, el aire fresco golpeaba nuestros rostros alegres y llenos de energía. No recuerdo exactamente pero éramos 6 ó 7 los desordenados que dejamos a la montaña llevarnos por donde quisiera. A mediados de septiembre el bosque es hermoso, frondoso, exuberante y el día brillaba con claridad sin amenaza de lluvia. A no más de 2 kilómetros de haber comenzado la bajada, encontramos una “Y” en el camino. Iba yo al frente del contingente y no tuve idea de para donde ir. Tuve la suficiente prudencia (no se donde salió) para detenerme y esperar a tomar una decisión grupal. Había tablitas clavadas a un árbol con forma de algo parecido a flechas pero para darle sabor al asunto, en lugar de “decir” la ruta, la indicaba con colores. Azul, arriba a la izquierda, café, abajo a la derecha. “¿Qué dijo Miguel que cual era cual?” La ruta azul subía con una inclinación descorazonante. La ruta café bajaba y se veía increíble, así es que decidimos no pensar ni esperar al líder y seguimos por el camino de la izquierda. Esa, fue nuestra perdición.
Seguimos bajando por varios kilómetros, tan rápido como nos llevaba la montaña, saltando, derrapando, disfrutando de la emoción que brindan las empinadas laderas. Llegamos al final del descenso donde encontramos un pequeño arrollo con una gran playa de arena a ambos lados. No más letreros ni más camino a la vista. Dudamos de nuestra ruta. Miguel nos indicó, esa parte si la recuerdo, que debíamos subir hacia el cerro de la Bufa así es que preguntamos a un lugareño que encontramos descansando en santa paz afuera de una casa ahí refundida en la mitad de la nada. Con esa sencillez que distingue a la gente del campo, nos indicó confiadamente que siguiéramos por la vereda de por allá, subiéramos por el cerrito de acá y que tomáramos el camino de subida, ese bonito, que lleva a la Bufa. Sonriendo de nuevo, seguimos adelante. Efectivamente encontramos otro camino de tierra, más angosto, pero claro, bien marcado, por el que fuimos pasando por caseríos esporádicos. La vegetación se iba cerrando, los caseríos iban disminuyendo y el camino desaparecía por momentos. Mi tocayo y yo, siendo los menos sensatos, llevábamos algo de distancia al resto del grupo, sorteando yerbas y arena suelta, con el júbilo de lo desconocido, pedaleábamos tanto como nos permitía la vereda. Había mucha humedad, al parecer andábamos por lo que fue el cauce de un riachuelo y estaba lleno de piedras mojadas. Me detuve casi chocando con el tocayo que había frenado de repente frente a mí. Delante de nosotros había un camino empedrado, formado con rocas colocadas descuidadamente que incluía escalones formados con el mismo material. Con una sonrisa de complicidad, subimos a las bicis y acometimos contra la bajada. Yo tomé la delantera empujando de forma un poco gandalla a mi tocayo. Después de un par de grupos de escalones de piedra, la cosa se fue poniendo peor, más espacio entre las piedras y más altos los escalones, más resbalosas las rocas. Baje poco a poco, con un pie en un pedal y el otro apoyándome contra las piedras. Ni siquiera iba ya sentado en el asiento de la bici. Terminé de cruzar este tramo, agotado, arañado por las ramas pero ileso, llegando a otra pequeña playa de arena cruzada por el mismo río que serpentea la zona una y otra vez. Respirando con dificultad por el miedo, el esfuerzo y el placer, sin poder quitar una enorme sonrisa idiota de mi cara, me detuve y miré hacia el camino detrás, buscando a mi perseguidor. Casi al instante, escuché un grito, fuerte, seco, corto. No sonó muy bien. Solté la bici y regresé trotando por el camino empedrado. Al final de uno de los escalones más altos estaba mi tocayo tirado en el piso, boca abajo, con la bici encima, moviéndose levemente, quejándose suavemente, con la quijada apretada y bufando por la nariz. Le quité la bici de encima y le ayudé a incorporarse. Tenía el rostro rojo, desfigurado por el dolor y bañado en sudor. Sostenía su brazo izquierdo con el derecho, como arrullando a un bebé dormido. Mire con atención tratando de comprender que le había pasado. El antebrazo del tocayo se había desplazado hacia afuera del codo unos 5 centímetros sobresaliendo y formando una “T” con la parte superior del brazo. No parecía haber fractura ni había huesos expuestos, pero el dislocamiento era evidente, alarmante ante mis ojos. Sentado sobre una roca, el tocayo se mecía hacía adelante y hacia atrás, con los ojos cerrados se quejaba en silencio, pujaba, resoplaba, hasta que vio el estado de su brazo. Aquella imagen lo sacó del trance en que estaba sumido, rompió su concentración y destrozó el silencio con fuertes gritos entre los cuales maldijo con toda la vasta gama de leperadas que nutren nuestra lengua castellana. Maldijo a la montaña, a la bici, a las piedras y a muchas otras cosas que no venían al caso. Y además maldijo a su mala suerte ya que este era el tercer año consecutivo en que sufría un accidente durante los Vallartazos. El hablar y gritar le ayudó a descargar un poco el dolor.
El resto del grupo nos alcanzó en ese momento. Hicimos caminar al tocayo vereda arriba hasta un lugar donde pudiera sentarse más cómodamente. Las lágrimas corrían pos sus mejillas, lentas, confundiéndose con el sudor. Buscamos entre nuestras pocas pertenencias algo que darle para el dolor y lo único que encontramos fue un par de aspirinas. Para algo tendrían que servir. Entre los presentes nadie tenía idea clara de que hacer. Se nos ocurrió intentar regresar el antebrazo a su lugar pero reconociendo nuestra ignorancia en primeros auxilios, decidimos no intentar nada tan arriesgado. En un destello de creatividad se me ocurrió utilizar una cámara de bici para hacer un cabestrillo para el adolorido brazo. Después de unos minutos, logramos nuestro objetivo y el tocayo descansaba ahora su brazo sobre la cámara, lo cual le dio algo de alivio. ¿Y ahora? Era necesario llevar al tocayo a un hospital. Con un poco de suerte encontraríamos una clínica abierta en Mascota. El problema estaba en llevarlo hasta allá. El resto del grupo corrió en bici de regreso por donde habíamos venido para tratar de encontrar a algún lugareño con una camioneta que nos pudiera llevar de regreso a Mascota. Yo me quedé con el tocayo sufriendo con él su dolor y nuestra impotencia ante las circunstancias. Unos 20 minutos después, llegaron dos de los ciclistas que habían salido a buscar ayuda. Un campesino aceptó ayudarnos. Era necesario andar camino arriba otros 500 metros hasta donde podría llegar la camioneta que nos llevaría a la salvación. Con muchos trabajos y dolores llegamos hasta la casa donde debíamos esperar a nuestro chofer. Otra media hora transcurrió sin que supiéramos nada de la camioneta. Mientras tanto, una mujer entrada en años, la madre de nuestro desconocido chofer, nos hacía compañía y nos platicaba historias de accidentes de su pasado que sólo servían para atemorizar al pobre tocayo que había ya perdido mucho color en la cara. Bebimos agua y esperamos. Al fin, casi una hora después, llegó nuestro transporte. Era una camioneta Ford 75 de 3 toneladas. El estado de la camioneta era deplorable y su tamaño no parecía adecuado a las veredas por la que tendríamos que transitar. Después de discutir algunos minutos decidimos que yo iría con el tocayo de regreso a Mascota y el resto del grupo continuaría el camino hacia San Sebastián, pedaleando. Subimos nuestras bicis a la parte trasera del pequeño camión y nos aposentamos a un lado de Salvador.
Comenzamos el camino de regreso, lentamente. Las zanjas y canales que cruzaban el camino, creados por las fuertes lluvias del temporal, no eran obstáculo para el enorme vehículo. El problema para el tocayo, eran las tremendas zarandeadas que nos propinaba el camión al pasar sobre las trampas de la terracería. El ascenso se hizo interminable, casi dos horas y media pasaron para que lográramos llegar al pueblo de Mascota. Durante casi todo el trayecto viajamos en silencio, cada quien luchando con sus demonios. El tocayo sacando fuerza no se donde pues con tan solo un par de aspirinas tuvo que soportar los dolores de su situación. Yo por mi parte pensaba como íbamos a salir de aquel atolladero con los míseros 100 pesos que alguien del grupo encontró en su backpack. El plan, de nuevo planes que nunca se cumplen, era que cuando el resto del grupo llegara a San Sebastián, se reuniría con las camionetas y enviaría una avanzada a apoyarnos a Mascota.
Salvador se dirigió directamente a la clínica del seguro social, cosa que nos dio mucho gusto. El tocayo sería atendido y con un poco de suerte el tema económico no sería problema. Al bajar de la camioneta frente a la clínica de salud, caminamos casi contentos hacia su interior. La clínica era pequeña, limpia y ordenada. Había tan solo un par de personas esperando y al ver la condición del tocayo, lo llevaron inmediatamente a la sala de emergencias. Mientras esperábamos el desenlace, comenté con Salvador sobre nuestra condición económica. Mi esperanza, vana por cierto, era que se apiadara de nosotros y nos dejara ir libres de cargos, con aquel buen corazón que distingue a la gente sencilla del campo. Ese día, me topé con alguien un poco más ambicioso y probablemente con algo de razón. Salvador me explicó que esperaba le pagáramos la gasolina del camionetón y algo más por las molestias y el tiempo invertido. Los 100 pesos no eran suficientes para satisfacer sus exigencias así es que ofrecí lo único de valor que teníamos a la mano, nuestras bicis. Muy a regañadientes, aceptó nuestras bicis como garantía. Escribió en un trozo de papel amarillento la dirección de su casa en Mascota y me indicó que guardaría nuestras bicis hasta que regresáramos a pagarle 800 pesos por el servicio, ni un peso menos. El tocayo salió de la sala de emergencias con cara de asustado y el brazo vendado. No se que me sorprendió más, si su cara desencajada o el tamaño del brazo. Sin temor a equivocarme, su brazo tenía el ancho su pierna, la hinchazón era sorprendente. Con calma nos sentamos y me explicó lo sucedido en la sala de emergencias. Lo primero que hicieron fue darle un calmante y un desinflamatorio. Ya que no contaban con rayos X en la clínica, el análisis se había limitado a una inspección visual y manual. No parecía haber huesos rotos. Se nos indicó que debíamos ir a la farmacia del pueblo, donde el farmacéutico tenía equipo profesional para que le sacaran una radiografía, evaluar el daño y proceder a operar. “¿Qué?” Ambos pensamos lo mismo, ni de locos permitiríamos que lo operaran en aquel rincón del universo, apartado de los mínimos recursos. Salvador, ya con su “pagaré ciclista” en mano, se ofreció a llevarnos al centro de Mascota, donde se encontraba la tecnológica farmacia y de ahí nos abandonaría a nuestra suerte.
Llegamos al centro del pueblo a eso de las 6 de la tarde. Nuestro último alimento había sido el desayuno en Tala, a las ocho y media de la mañana y nuestro último trago de agua, hacía tres horas y media. Bajamos del camión y vi con tristeza como se alejaba con nuestras bicis dentro de la caja de redilas. Al tocayo poco le importó, es más, le dio gusto al ver irse aquella bici endemoniada. Decidimos entrar primero a una tiendita y comprar un refresco y algo de comer. Ya con algo en la panza, caminamos a la farmacia que estaba a dos locales de distancia. Fuimos atendidos de inmediato. El farmacéutico, muy amistoso, sacó la radiografía mientras le platicábamos nuestras andanzas y nuestra precaria situación económica. Amablemente, nos ofreció darnos el servicio y crédito a pagar en cuanto pudiéramos. El fin, algo de caridad. La radiografía mostraba los huesos fuera de lugar pero intactos, no había fracturas. Lo peor había pasado. El dolor había disminuido gracias a las medicinas que le dieron al tocayo en el Seguro Social y sabiendo que no había fractura, el brazo podía esperar a ser tratado en Guadalajara.
Regresamos a la tiendita donde habíamos visto en la anterior visita que contaban con servicio de teléfono de larga distancia. Comenzó aquel circo, sacado de una película de Pedro Infante, donde anotas el número al que quieres llamar, la encargada se retira a un cuarto trasero para marcar y en caso de hacer la conexión, regresa con el teléfono, de disco, para hacerte tomar la llamada. Comenzamos por los celulares de los ciclistas que para aquel entonces ya deberían estar en San Sebastián o con suerte, ya vendrían en camino de regreso a Mascota a rescatarnos. Uno tras otro agotamos los pocos números que sabíamos de memoria. Nadie contestaba. Decidí llamar Franciscote, el gerente de seguridad de la empresa donde trabajábamos el Gabo y yo en aquel entonces. Antes de partir de Guadalajara, días antes del Vallartazo, Francisco se ofreció a ayudarnos con cualquier eventualidad. Llame a la oficina donde el guardia en turno nos enlazó con Francisco quien se comprometió a buscar al resto del grupo y coordinar la ayuda. Colgamos confiados, dejando en sus manos la solución a nuestros problemas. Pagamos unos 25 pesos de las llamadas. Nuestro presupuesto estaba ya por debajo de los 50 pesos. El clima había cambiado, las nubes bajas hicieron que el día comenzara a oscurecer temprano. Cansados, sedientos, hambrientos y con frío, nos sentamos a esperar en las bancas de la plaza principal. Bonito espectáculo dimos, vestidos de licras negras y camisas de ciclistas, ya saben, de esas coloridas y alegres. La noche en el pueblo comenzaba a alegrarse siendo viernes, todos listos para disfrutar del fin de semana. A eso de las ocho, regresamos a la tiendita, pedimos una llamada y nos enteramos con tristeza que Francisco no había podido localizar a nadie del grupo. Hasta esa hora, ningún elemento del grupo había llegado siquiera al hostal. Colgamos, pagamos otros 15 pesos. Le compré otra botella de agua al tocayo. Viendo que el rescate no llegaría pronto decidí buscar un taxi y pedirle que llevara al tocayo a Guadalajara, donde alguien debería pagar por el viaje. A las ocho y media me despedí de mi accidentado amigo, quien partía con una mezcla de alegría y preocupación. Lo obligué a irse asegurándole que pronto llegarían los demás por mí y todo acabaría bien.
Regresé a sentarme a la banca del pueblo. Planes, que más da si no se cumplen, lo importante es hacerlos. Pensé en utilizar mis encantos masculinos, mis habilidades de gigoló y mi elegante atuendo para conquistar a alguna lugareña y ser invitado a pasar la noche en alguna casa del pueblo. Bueno, era solo una idea, mala pero una idea al final. Siguiente plan, dormir en la banca del pueblo y dejar al día nuevo decidiera por mí los siguientes pasos. Estaba revisando el tamaño y comodidad de mi banca de plaza de pueblo cuando comenzó a llover. “Mmmmm, ahí va otro plan al caño”, pensé. Con resignación, caminé hasta el lugar donde conseguimos el taxi que se llevó al tocayo a la perla tapatía. Pedí un taxi para San Sebastián. Los taxistas me vieron con cara de loco pero uno de ellos, a regañadientes, accedió a llevarme. La noche estaba muy cerrada, llovía, hacía frio y la neblina cubría el pueblo completamente. Partimos cerca de las diez de la noche. En cuanto comenzamos nuestro camino, el taxista me informó que haríamos un par de paradas antes de dirigirnos a San Sebastián. Fuimos a su casa, jugó un poco con sus niños, jugueteó cariñosamente con su esposa, pescó algo de cenar y regresó. La segunda parada fue en casa de su primo, quien accedió a acompañarlo para no regresar solo en la madrugada desde San Sebastián. Llegó corriendo uno de sus hijos quien también, quería hacer el recorrido. Partimos montaña arriba por la carretera recién construida, misma que había sufrido múltiples deslaves causado un sin número de accidentes. Como en película de Hitchcock, el taxista y su primo, quien entre otras cosas habían trabajado en la obra de construcción de la carretera, pasaron el tiempo del viaje platicando y recordando todos los accidentes sucedidos. A unos 60 kilómetros de velocidad y con visibilidad casi nula subimos intrépidamente hasta llegar al paraíso, San Sebastián del Oeste. Al entrar al hostal me encontré con una acalorada discusión entre todos los miembros del grupo. Las cosas se relajaron un poco cuando me vieron entrar. Abrazos, mentadas de madre, risas, caras fatigadas, estrés liberado. Pedí prestados 650 pesos para pagar mi viajecito de subida, pagué al taxista y emprendimos casi a gatas el camino a la fonda de doña Lupita, donde esperábamos poder olvidar algunas de las penurias del día con las delicias culinarias locales.
Sobre la mesa, rodeados de quesadillas, chilaquiles, huevos revueltos y chochomiles, contamos nuestras historias. La del tocayo y su servidor, la de los perdidos por 10 horas en la barranca a la que nos fuimos a meter por no esperar al líder y la del líder y sus acompañantes. Con la tercer cuba, bien cargada de ron y CocaCola, comencé a reír sin poder parar. Todos estábamos bien, lo habíamos logrado, aún el tocayo logró salir bien parado de su aventura. Nos levantamos y caminamos de regreso al hostal donde pasaríamos unas horas de descanso antes de partir al día siguiente ahora con destino a Puerto Vallarta. Dejo para otra ocasión las andanzas pasadas para recuperar las bicis ya que la historia va más allá de mi fortaleza. Otro día lleno de aventuras y planes, mismos que nunca podrán ser ni previstos ni planeados como bien lo dice el slogan de viajes Casillas, la improvisación, nuestra especialización.