martes, 17 de agosto de 2010

Metro


Perdido en mis pensamientos, en absoluta soledad, rodeado de una multitud de desconocidos. El aire frío y viciado, golpeándome en la cara. ¿Donde está la música? ¿Donde está la belleza? Todo es gris, cubierto de sonidos opacos, intensos, indiscernibles. El metro me mantiene despierto a fuerza de violentos jalones y empujones. Si tan solo tuviera algo para leer que me ayudara a pasar por este trecho de insensibilidad. Muchos dormidos, otros tantos leyendo. Miradas perdidas, carentes de expresión. Pareciera que sus almas se quedaron en los torniquetes de acceso. Son apenas las 12 del día de un martes y ya todos se ven abatidos, derrotados. La gente se agita al acercarse el tren a la estación. Las puertas se abren y comienza el intercambio de zombies, entran, salen. Todos se atropellan entre si, sin intensión, sin preocupación. Se cierran las puertas y todo regresa a su ritmo adormecido. A toda velocidad veo pasar el otro tren, en sentido opuesto, generando corrientes de aire y sonidos sordos, secos. Ni siquiera los niños esbozan una sonrisa. Juegan abstraídos, aburridos, ignorados por sus desalmados padres.

9 estaciones más para llegar a mi destino. 20 minutos más de animación suspendida. De pronto, todo se transforma. No comprendo. Mi cerebro mutilado en sus funciones confunde la realidad con un sueño difuso. En un instante, el tiempo cobra sentido. Ahí están, son dos, están vivos, irradian energía en ese mar de opacidad. En un bestial despliegue de humanidad, contienen a duras penas la emoción que parece a punto de hacerlos estallar. Él, de pie, de espaldas a la puerta del vagón. Ella, de pie, fundida en él. Se abren las puertas y una marejada humana bloque mi visibilidad.

Entro en pánico. Temo haberlos perdido, para siempre. Se acelera mi ritmo cardíaco, se desacompasa mi respiración. Me muevo de derecha a izquierda, frenéticamente, buscándolos desesperadamente. La gente se acomoda. Ahí están. ¡¡¡Pufffff!!!, suspiro. Él, de pie, de espaldas a la puerta del vagón. Ella, de pie, fundida en él. Sus ojos buscan, perforan, se deleitan con la presencia mutua. Sus manos van y vienen. Acarician una mejilla, sostienen ansiosamente la cintura opuesta, entrecruzan sus dedos sudados, ansiosos, crispados de tanto sentir. Sus rostros se unen, una y otra vez, con movimientos agiles, cortos. Algunas veces acariciándose lentamente, otras besándose intensamente. Ahora, con los ojos cerrados, se entregan al placer, truncado, limitado por el escenario, infundiéndole mayor intensidad. El movimiento del metro intenta separarlos sin éxito. Se mueven al unísono, estrechando sus jóvenes cuerpos con todo lo que le es posible. Sonriendo ligeramente, un poco sonrojado, me dejo llevar por esos instantes de placer ajeno.

Sin aviso, perdido en mis ensoñaciones, ajeno al mundo real, veo como se alejan lentamente, tomados de la mano, con sus cuerpos apretados, pegados, sin dejar de mirarse, de sonreírse, de desearse. Las puertas se cierran, el sueño termina, el vacio regresa.