Desperté cerca de las 7:30 de la mañana, procurando comenzar nuestro tercer día de recorrido temprano. Mike no estaba, seguramente habría salido en búsqueda de alguna iglesia cercana para asistir a misa. Al salir de bañarme Mike ya estaba de regreso y me relató como había llegado bien temprano a misa de 7, tan temprano que llegó a las 6. Debido al cansancio de la noche anterior, olvidó ajustar su reloj al cambio de horario, llegando así una hora antes de lo debido. Intercambiamos algunos chascarrillos y dejamos que continuara el día. Desayunamos, empacamos, montamos a nuestra perene acompañante en el techo del Jetta y partimos ahora con dirección oeste con destino a la ciudad de San Diego. El viernes sería el día más tranquilo del viaje ya que manejaríamos solamente unas 5 horas hasta San Diego donde llegaríamos a visitar al Dr. Fernández, estando totalmente preparados y decididos a aceptar su incomparable hospitalidad.
El paisaje natural se parecía mucho al del día anterior pero la cultura americana afloraba por todas partes. Amplias autopistas, rectas, trazadas milimétricamente y mantenidas con un celo militar. No dejó de llamarme la atención la gran cantidad de banderas montadas sobre todo tipo de edificios del camino. Gasolineras, granjas, fábricas, casas. El sentido patriótico de los norteamericanos es expresado a los cuatro vientos con grandes banderas llenas de estrellas. Muchas cosas llamaron nuestra atención, desde la homogeneidad de la velocidad de los viajeros, los innumerables letreros con nombres de poblaciones seguramente imposibles de pronunciar por nuestros vecinos güeros, hasta una peculiar variedad de Combis aún en circulación en el país con mayor índice que carros nuevos en el mundo. ¿Qué hacían allá todas esas Combis? Una, cargaba un atado de leña en el techo y una calcomanía del “Greatfull Dead”. A juzgar por el tipo de la música que interpretó aquella banda en los 70s, dudo mucho que los dueños originales de la camioneta fueran paisanos viviendo de aquel lado del charco. “Aztec road” decía un letrero. “Dateland” otro de más allá. Mi imaginación comenzó a divagar sobre la naturaleza de aquel pueblo dedicado a las citas.
Un par de horas más tarde, circulamos en medio de grandes dunas de arena. A ambos lados de la autopista, ondeaban montículos de considerable altura, moldeados como olas por el viento. Arena muy clara, blanca, salpicada de hierbas y matas que me hicieron recordar las playas de Tampico de mi niñez. Dentro de aquel mar de montañas sinuosas de silicón, cruzaba un canal abierto, con agua cristalina, tan azul que parecía obtener su tonalidad de algún químico colorante. Seguimos avanzando por aquel extraño escenario cuando a lo lejos, sobre algunas de las dunas más altas encontramos varias cuatrimotos brincando y rebotando sobre la suave arena. No hay paraje ni superficie, por extraño que sea, que el ser humano no utilice para su diversión.
Por si no hubiera sido suficiente el espectáculo de kilómetros y kilómetros de dunas interminables, nos acercamos a la zona conocida como La Rumorosa. La magnificencia de aquel desolado paisaje es tan enigmática y simple como la arena que acabábamos de ver. Las montañas se encuentran totalmente recubiertas de pedruscos, piedras y pequeñas rocas. Los que dicen saber de ello, explican que los extremosos cambios de temperatura de la región han hecho que por miles de años las piedras en las montañas se rompan, se resquebrajen poco a poco, cada vez en pedazos más pequeños, dando a aquellos cerros esa misteriosa apariencia de arenero formado por algún niño colosal. Asombrados y embebidos en la contemplación de los paisajes, olvidamos algunos detalles más mundanos, como la gasolina en nuestro tanque. La subida por las colinas rocosas a toda velocidad disminuía considerablemente la reserva del carro pero como no había nada que hacer, ya que en aquel tramo no hay civilización alguna, evité recordarle al Mike nuestra situación. No fue sino hasta llegar a la parte más alta de La Rumorosa y comenzar el descenso que llamé la atención de Miguel sobre nuestra crisis energética. De nuevo, por segunda vez en la vida, pude observar como el temerario guía de bicicleta de montaña, quien es capaz de atravesar los bosques desde Mascota hasta Puerto Vallarta con nutridos grupos de ciclistas amateurs, perdía las esperanzas de llegar vivos a alguna población. En el día, la temperatura puede rayar cerca de los 50 grados centígrados y dicen que en las noches puede bajar hasta menos 25. Yo riendo, Mike sufriendo y el Jetta planeando, llegamos a una estación de gasolina sin mayores contratiempos.
Hicimos una escala técnica, cargamos gasolina y reímos ante el recubrimiento de mosquitos muertos que bloqueaba casi completamente el color de la parte delantera de la bici. Continuamos nuestro camino hacia San Diego. Entramos a aquella impresionante ciudad cerca de las 3 de la tarde. Nos dirigimos directamente a casa del Dr. Llegamos al edificio de departamentos. El Dr. estaba fuera, en el velero. Hablamos con su esposa Kim, quien nos invitó a pasar. Yo manejando el Jetta y Mike pedaleando, buscamos un lugar donde estacionarnos dentro de los múltiples pisos del lujoso edificio. Tras una breve recepción, Kim nos informó que el Dr. nos esperaba para salir a velear. Nos pareció educado aceptar la invitación así es que botamos nuestras pertenencias y tomamos una pequeña hielera con fruta y galletas. Yo acepté gustoso una pastilla contra el mareo. Kim nos indicó que debíamos encontrarnos con el Dr. en el embarcadero de un restaurante cercano. El edifico donde viven nuestros anfitriones, se encuentra a 2 calles del mar, frente a la zona donde se estacionan los portaviones. Salimos al balcón. La una vista nos dejó boquiabiertos. Frente a nosotros, a no más de 500 metros, estaba uno de los portaviones anclado en la había. A un lado, los bellos edificios cercanos a la bahía. Seguimos las indicaciones de Kim sobre el restaurante donde seríamos recogidos por el velero ya listo para el paseo. Salimos caminando hacia nuestro destino con el permanente viento que sopla en aquella parte de la ciudad. El clima era agradable, comenzaba a refrescar.
Apenas comenzábamos a descender por el embarcadero de madera a un lado del restaurante cuando escuchamos al Dr. gritarnos desde el velero, un hermoso bote de unos 15 metros de largo, con una vela de unos 20 de alto, a unos 100 metros de distancia. Mientras el velero se acercaba lateralmente al embarcadero, se nos indicó que no podía detenerse ya que debía pagar por ello, así es que debíamos brincar en cuanto se acercara lo suficiente. Sin tiempo para pensar ni medir ni arrepentirse, brincamos no más de un metro sobre el mar y nos encontramos inmediatamente navegando camino hacia afuera de la bahía de San Diego. El velero era realmente hermoso. Tan grande como para hospedar unos 6 pasajeros y viajar por mar abierto pero siendo suficientemente pequeño para ser manejado por una sola persona. Con los corazones exaltados por la experiencia, charlamos un buen rato mientras nos dirigíamos a la salida de la bahía. El plan era salir un poco a mar abierto y regresar antes de anochecer a cenar. Mike se encargó de repartir fruta y galletotas con chispas de chocolates y yo tuve la pesada responsabilidad de servirle vino a los 4 tripulantes. Así, bebiendo vino tinto, comiendo manzanas y con la fresca brisa del mar, sufrimos del placer de velear.
El Dr. dejó el timón a un amigo que lo acompañaba quien tenía cierta experiencia veleando pero denotaba cierto nerviosismo al verse como capitán del pequeño navío en aquella transitada bahía. “Allá adelante, hay dos bollas. Una roja y una verde. Dirígete al punto medio y saldremos de la bahía sin problemas”, indicó el Dr. con la confianza que lo caracteriza, despreciando la complicación del mundo real. Con rumbo fijo gracias al buen viento, recibimos nuestra lección básica de navegación con velas. La dirección del viento, el zigzag, el manejo de las cuerdas para ampliar o reducir las velas. Simplemente encantador. De pronto, a lo lejos, por entre las bollas, apareció un destructor de la armada norteamericana. Juzgando con dificultad la distancia sobre el mar, calculo a unos dos kilómetros, avanzaba a buena velocidad aquel enorme acorazado de guerra. “Vete acercando a la bolla de la izquierda. Si vamos a buena velocidad, podremos pasar entre el destructor y la bolla”, acotó el Dr. serenamente. Los nervios del capitán temporal comenzaban a crisparse. Mike y yo comenzamos a dudar del plan. La distancia se reducía y el tamaño del destructor crecía a cada instante. Desde el barco de guerra, se escuchó una increíblemente potente sirena, la cual sonó por un instante, advirtiéndonos sobre su acercamiento. Hasta aquel momento, el desplazamiento del barco era lateral y parecía que había alguna esperanza de pasar entre el y la bolla pero repentinamente viró directamente hacia nosotros, ya a una distancia no mayor de unos 800 metros. Su tamaño era descomunal y su velocidad parecía incrementarse cada segundo. El Dr. insistió que si podríamos pasar hasta que por segunda vez, el destructor hizo sonar ahora largamente su sirena, ya como una señal de advertencia. Como compañía a aquel atemorizante y ensordecedor recordatorio observamos con pavor como se desplazaban a toda velocidad dos lanchas de la marina con un par de metralletas montadas en su parte frontal directo hacia nosotros. El Dr. arrojó al petrificado capitán a un lado. Con gran destreza, comenzó a virar hacia el lado derecho al mismo tiempo que liberaba las velas y encendía el motor a diesel que nos permitiera separarnos de la ruta del barco de guerra lo antes posible. Al ver la guaria costera que nuestro velero se retiraba de la ruta del destructor, ambas lanchas disminuyeron la velocidad y regresaron por donde habían venido. Vimos pasar aquella enorme y agresiva embarcación a unos 500 metros de distancia con nuestros corazones exaltados. Una vez pasado el peligro, retomamos el camino por entre las dos bollas. El sabor del vino había mejorado considerablemente.
En absoluta paz, sin sobresaltos, seguimos recorriendo la bahía lentamente. El viento disminuyó e impidió nuestra salida por lo que hicimos un corto recorrido hasta pasar cerca de los astilleros donde la armada naval americana construye sus submarinos y regresamos al embarcadero para dar por terminado aquel intenso paseo por el mar. El Dr. estacionó el velero y regresamos al apartamento. Nuestra anfitriona nos tenía preparada una deliciosa cena que disfrutamos en el balcón con aquella vista que no había sino mejorado con la caída de la noche. Mantuvimos bajo control la brisa fresca llevada por un fuerte viento con unas buenas botellas de vino tinto. Cerca de las 10 de la noche, recibimos el último regalo de aquella bella ciudad costera. Como en todo el mundo, el gobierno de estados unidos, había prohibido hacía años el uso de fuegos pirotécnicos en eventos públicos, tanto privados como gubernamentales. La marina, gozando de una libertad sin igual, demuestra su autonomía sobre los mandatos del país celebrando cada semana en aquella ciudad conocida en todo el mundo por su poderío noval, una batalla simulada entre los dos portaaviones estacionados con fuegos pirotécnicos. Desde el piso 25 y a tan corta distancia de los portaviones, el espectáculo era simplemente inigualable. Por casi media hora fuimos espectadores de aquel despliegue de creatividad y poder de la armada.
Agotados, saturados, totalmente satisfechos, nos retiramos a dormir, dejando como plan para la mañana del día siguiente una salida a correr por los alrededores de los embarcaderos de San Diego, antes de continuar nuestro recorrido hacia el norte del país.