domingo, 6 de diciembre de 2009

Estados alterados


Estados alterados

Tenía ya varios meses sin saber de ella. Como todos los ahogados en el dolor de la pérdida de un amor, me aferraba a los recuerdos y repasaba en mi mente una y otra vez, con lujo de detalle, la cadena de eventos que llevaron la relación a una ruptura. Abandonado por voluntad propia a la depresión, me castigaba culpándome por todo lo que nos llevó a terminar aquella hermosa y tortuosa unión.

La mañana del lunes me encontré con Alex en la sala de instructores, donde nos preparábamos para el inicio de cursos. Él intentó evadirme, sabiendo que lo abordaría para saber sobre la bruja, así es como llamaban los cuates a mi ex. Hacía ya medio año que Alex y la bruja compartían departamento. En su momento llegué a pensar que aquella casualidad me permitiría verla al inventarme pretextos que me llevaran a visitar a Alex en su departamento, cosa que nunca sucedió ya que él cuidaba mucho que no se diera un encuentro como ese. “¿Qué ondas Alex, cómo está la bruja?”, pregunté casi avergonzado. Sin contestar me abrazo sobre los hombros y me encaminó hacia afuera de la sala. Con su mano derecha tapándose la boca, como para evitar decir algo inadecuado, caminamos por el largo pasillo, descendimos las escaleras y salimos a la calle con dirección sur. El tráfico sobre Constituyentes era insoportable. “¿Wey, no me chingues, ¿Cómo está?” insistí, pero no obtuve respuesta. Doblamos la esquina por aquella pequeña calle donde mis amigos y compañeros de trabajo disfrutaban varias veces de su enviciante droga.

Tras un par de fumadas, cobró valor y comenzó a hablar. De forma armónica y melodiosa dijo: “Las penas y las vaquitas se van por la misma senda, las penas son de nosotros y las vaquitas son ajenas”. Volvió a aspirar con fuerza y sonrió. Desesperado, me libre de su abrazo y me coloqué delante de él. “Cabrón, ¿me vas a decir que pedo con la bruja o no?”. Liberando un humo espeso y hediondo, volvió a abrazarme y hablando hacia adentro, como en reversa, me confesó que habría una reunión de dominó en su depa ese viernes y que yo era bienvenido. Era la primera vez que me permitían asistir. “No se si vaya a estar, viaja mucho, duerme seguido con el pinche inglesito, pero es lo más que puedo hacer por ti” me dijo con resignación. Lo abracé fuertemente y regresé casi corriendo a la oficina. Alex se quedó ahí, clavado en el piso por el peso de su decisión y el relajamiento de la mota. Sabía que un encuentro sería devastador para mi pero acabó entendiendo que era mejor dejar que sucediera y enfrentar las consecuencias.

Pasé los siguientes dos días como un sonámbulo. Pensando en ella todo el tiempo. Perdía el hilo constantemente al estar dando el curso, por lo que fui regañado por Héctor por pura disciplina ya que sabía bien lo que pasaba por mi cabeza. Él también iba a las jugadas de dominó. Repasé un millón de veces lo que le diría: las disculpas, las promesas, los argumentos. Tenía que hacerle entender que yo era más importante que aquel inglés jijo de la chingada que al menos, le doblaba la edad. En el fondo sabía que no había esperanza. Habíamos terminado hacía más de un año y medio y en muy mal plan. Pero a los veintitantos años la razón me era de poca utilidad.

Llegue al departamento en la colonia Escandón a eso de las 8 de la noche. “¡¡Maese!!”. Alex me recibió con un fuerte abrazo, un churro en los labios y una chela en la mano. Yo, no podía ni hablar. Estaba petrificado. La anticipación me enmudecía. Negué el churro, negué la chela. Me fui a la concina a servirme un matarratas con coca. Un par de tragos sirvieron para calmar un poco mi aceleré. Nos sentamos en la sala y comenzamos a hablar de todo y de nada. La temporada del futbol americano terminaba por lo que dedicamos nuestra atención a los detalles de los juegos cercanos. El resto de la banda fue llegando, la reunión se fue animando. La camaradería entre este grupo de físicos-socialistas-junkies era contagiosa. La mezcla del olor de la mota con la del tabaco era embriagante. Poca falta hacía fumar de uno o del otro para subir por la escalera al cielo.

Desde el fondo del departamento alcancé a ver como se abría la puerta de la habitación de la bruja quien había estado presente todo el tiempo. Mi corazón se aceleró a mil por hora. Mi cara estallo en rojo carmesí, mis piernas temblaron y me levanté de golpe casi tirando la mesa de centro. La bruja, al verme se encaminó rápidamente hacia la puerta para salir del depa. Estaba hermosa, radiante, sensual. Con su cabello rojo, vestida toda de negro, entallada, resaltando su generoso busto al que yo rendía prácticamente tributo. “¡Isela”” llamé en voz alta. Se hizo un silencio sepulcral. Ella volteó hacia mi con la mano ya en la manija de puerta. Levantó su brazo con gesto con el que me indicaba que me detuviera y con su voz ronca, fuerte me dijo: “¡Bicho, por favor, no hay nada de que hablar!”. Perdí la movilidad, ardiendo por fuera y por dentro, sin poder decir una sola palabra. Volteó por última vez, le clavó la mirada a Alex, con asombro y dolor. Ya con los ojos enrojecidos y húmedos, disparó con aquel tono despectivo tan cruel que dominaba a la perfección, “¡Cabrones!”. Terminó de abrir la puerta y se fue, desapareció, siendo aquella la última vez que volviera a verla en mi vida.

Hecho un idiota y sin saber que hacer, me derrumbé en uno de los sillones de la sala. Estaba mareado, con ganas de vomitar. Mi respiración era irregular y me dolía el estómago. Los sonidos del lugar eran confusos, mezclados. Mi vista estaba nublada y clavada en el piso. Entre Javier y Héctor lograron sacarme de aquel trance. A fuerza de cariño y experiencia en crisis emocionales obtuvieron recuperar mi cordura, distrayéndome de la escena recién terminada. Aquel momento debió parecerles una emergencia mayor ya que por primera vez, me ofrecieron fumar algo de marihuana, “Para olvidar” dijeron. Entramos en la habitación de Alex donde un ritual sorprendente se desarrollaba. La novia de Javier trabajaba pacientemente con una pequeña máquina, colocando pequeños recuadros de papel de arroz sobre una superficie plana. Sobre el papel, esparcía una buena dosis de marihuana. Para finalizar, giraba una pequeña palanca, como si fuera un reloj de cuerda, con la que aquella bella máquina enrollaba churros perfectos. Tenía ya varios churros listos al lado de la máquina. Eran realmente hermosos, enormes a mi parecer. Los churros guardaban una mezcla de artesanía e industria lo que les daba un toque artístico.

Todos parados en el centro de aquel cuarto sin cama, Alex dormía en el suelo, hicimos un círculo. La novia de Javier sostenía la dosis de churros mientras que un desconocido, para mi, luchaba contra otro peculiar aparato. Al mirarlo detenidamente me di cuenta que era un instrumento para afinar guitarras. Una colección de seis tubos de metal, alineados por la parte superior, siendo cada uno de ellos más corto que el anterior. En el interior de cada tubo había un silbato que al ser soplado emitía uno de los tonos de cada cuerda de la guitarra clásica. MI-SI-SOL-RE-LA-MI. El desconocido luchaba con el afinador y un desarmador. Cuando al fin logró su cometido, uno de los silbatos salió de su tuvo. El tubo de SOL estaba vacío. Héctor tomo un churro y se lo entregó al músico de la banda. Alex encendió el churro con un encendedor que parecía soplete y una vez encendido lo insertó en la parte posterior del tubo vacío de SOL. Todo listo. Llevo el instrumento a sus labios y comenzó a tocar una melodía que me pareció ser Eleanor Rigby de los Beatles. Yo aún no acertaba a comprender que sucedía hasta que llegó el turno de tocar un SOL y cuál fue mi sorpresa que en lugar de soplar, inhaló. ¡¡¡¡Ahhhhhh!!!!! Aquel simple afinador se había convertido en un instrumento musical que permitía fumar con cada SOL. Las risas estallaron. Alex no perdía el ritmo ni la melodía y su cara se fue poniendo de todos los colores del cielo de la ciudad de México, o sea mil tonos de gris. Cuando parecía que se iba a desmayar, soltó el afinador y lo pasó a su vecino de la izquierda. Aplausos y carcajadas. Abrazos y bailes. El ritual era definitivamente encantador. Claro, mientras que no fuera mi turno. La bruja se encontraba ya a mil kilómetros de distancia. Mi mente luchaba por recordar alguna melodía que pudiera tocar con el afinador, el cual que carecía de DO y de FA. ¡Noche de paz! Tal vez funcionaría. Llegó mi turno. El churro estaba muy disminuido y había sido ya reemplazado en un par de ocasiones. Me sorprendió lo calientes que estaban los tubos y casi lo tiro al suelo. Llevé el instrumento del demonio a mis labios y entoné con aplomó Noche de Paz. Al primer SOL inhalé suavemente, tuve que detenerme. Tosí estruendosamente unos momentos mientras todos reían de mi novatez. Recuperé el aliento y comencé de nuevo con mi melodía. En los siguientes dos SOL inhalé con fuerza, largamente. Para ese momento había olvidado lo que tocaba, por lo que comencé a improvisar. Debo haber fumado unas 4 ó 5 veces más cuando sin poder más, retiré de mi boca el afinador. El mundo, había cambiado de forma.

A partir de ese momento el tiempo perdió sentido. La gravedad disminuyó. Los dolores del alma desaparecieron. Todo era confuso pero hermoso. Muy intenso. Cuando cobré algo de conciencia estaba sentado de nuevo en la sala rodeado de invitados enfrascados en una discusión sobre una anotación de los Acereros. Sonreí. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Seguía en la sala pero ahora estaba en otro sillón. “¿En que momento me cambié?” pensé. Ahora la conversación giraba alrededor de la trova cubana. “Ah chinga, ¿quién cambió el tema?” me pregunté. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Para mi sorpresa estaba sentado en la mesa del dominó. Tenía 6 fichas. Los otros 3 jugadores discutían acaloradamente, parecía ser sobre mi. Sentí como comenzaba a elevarme, una sensación maravillosa, como si flotara. Desde el fondo de una botella escuché la voz de Alex quien prácticamente me estaba cargando para retirarme de la mesa de juego. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. Sentía frío en la espalda e incomodidad en el trasero. Estaba sentado en el piso, recargado contra la pared, sobre el suelo pelón. Intenté sonreír, no recuerdo si lo logré. Sonidos, colores, sensaciones… Conciencia. La cocina estaba llena. Todos charlaban alegremente. Sorprendido, me di cuenta que las personas me eran conocidas, la conversación comprensible y los sonidos menos intensos. Héctor a mi lado derecho me miraba con una gran sonrisa. “¿Ya te sientes mejor maese?”, preguntó casi con claridad. Asentí suavemente y para mi fortuna continué entre los vivos.

Pasaron varias horas, los invitados fueron disminuyendo pero a mi, no me dejaban ir. Yo insistía e insistía por diversión y porque en realidad creía estar ya bajo control. Sin saber cuanto tiempo había pasado desde la sesión músico-motal, obtuve la venia para retirarme a mi casa. Caminé escaleras abajo con mucha calma. Las sensaciones seguían siendo muy intensas, tal vez al igual que antes pero ahora podía comprenderlas, disfrutarlas. El barandal era suave, delicado y con una superficie lisa. Los escalones simétricos, ordenados, predecibles, como salidos de un mundo congruente. Llegué a la planta baja, abrí el portón de metal y salí a la calle. Hacía mucho frió y el viento me golpeó de lleno en la cara. Sentí como si algo dentro de mi mente volviera a perder sentido. Con muchos trabajos, logré encontrar mi Golfito rojo. Gracias a los instintos del cuerpo, mi mano encontró las llaves en la bolsa delantera de los jeans, abrió la puerta y pude esconderme de la helada noche. “Gracias mano”.

La distribución interna del carro parecía haber cambiado pero de alguna forma los elementos eran los mismos. Con calma fui eslabonando movimientos. Encontré en la cajuelita mi Walkman. Le metí el casete de “The Wall”, me coloqué los audífonos y lo encendí. “So ya, thought ya, might like to go to the show”, cantó Waters a todo volume en un tono que no recordaba. Comencé a avanzar por las calles poco transitadas de la Escandón sin saber, ni importarme, hacia donde iba. Lentamente recorrí una infinidad de calles sin encontrar algo que me indicara por donde ir. “¿A dónde iba?”. Decidí detenerme y pensar primero cual era mi destino. Claro, a mi casa en Satélite. Reinicié la marcha. Al llegar a un semáforo me concentré en idear una ruta para llegar a casa pero mi mente se fue por no se que caminos y me encontré pensando en el Valle de los Conejos. Los estridentes sonidos del claxon de un carro detrás de mi me indicaron que el semáforo estaba en verde y yo no avanzaba. Reinicié el recorrido. Las calles y avenidas seguían sin tener sentido alguno. Llegué a otro semáforo y volví a intentar ubicarme pero de nuevo mi mente perdió su ruta. Pude ver de cerca la cara del juez, sentenciando al pobre diablo que había engañado a su mujer y decepcionado a su madre en The Wall. Una vez más el claxon de los carros detrás de mi me regresaron a la realidad, eche andar.

El pánico comenzó a dominarme. No lograba dirigirme hacia casa y cada semáforo era una tortura durante la que mi mente recorría mis recuerdos a placer, dejando mi cuerpo abandonado. De pronto, una estructura conocida me hizo recobrar la esperanza. Foodruckers, el restaurante de hamburguesas sobre Insurgentes y Miguel Ángel estaba a mi izquierda. “¿Cómo demonios llegué hasta acá?”. En un despliegue de claridad elaboré un mapa mental donde entendí que si seguía por Insurgentes llegaría al Periférico y al doblar a la derecha este me llevaría hasta Satélite. “¡¡¡¡¡Yeeeeaaaaahhhh!!!!!” grité de emoción. Tenía una ruta más o menos clara por recorrer y si lograba llegar al periférico sin incidentes, el camino hasta casa carecería de semáforos. En lo que debe haber sido el carril de alta de Insurgentes, recuerdo haberme detenido por completo para darle la vuelta al casete, por lo que la música seguía siendo mi compañera de viaje. Unos minutos después me encontraba transitando por el periférico camino al norte. Estaba salvado.

Con las ventanas abiertas, canté a todo pulmón “To follow the worms, waiting…”. Estaba muy exaltado, feliz, lograría volver a casa y dormir a pierna suelta hasta que el cuerpo lo permitiera. Pero la noche aún no terminaba para mi. Cuando algunos de mis sentidos están ausentes, manejo sosteniendo el volante con ambas manos, una a cada lado y a altura paralela. Para descansar de aquella posición y poder tocar el tambor, coloqué la mano izquierda sobre el volante en su parte más alta y solté la mano derecha. Como salidos de la nada, entraron en mi campo de visión los nudillos de mi mano izquierda. “¡¡¡¡WWWOOOOOOOWWW!!!!” Ahí, como suspendidos en la nada. La silueta era sublime y la forma en que aparecieron fue apasionante. Con la boca abierta y llorando comencé a reír a carcajadas con aquel hermoso espectáculo que presentaban mis nudillos, moviéndose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Alguno de los desplazamientos laterales debe haberme lanzado con fuerza contra el costado del carro con el que chocó mi cabeza con lo que regresé a la realidad. No se por cuanto tiempo habré manejado en zigzag sobre el periférico para disfrutar del movimiento de mis nudillos. Seguí llorando, inconsolable, de terror. El toreo de cuatro caminos me anunció la cercanía del fin de mi travesía. Tomé la lateral y salí por Gustavo Baz, despacio, triste, en silencio, la música había terminado. Llegué a casa, me estacioné, subí a mi cuarto y me metí en la cama tan vestido como iba. Miedo, malestar y felicidad me embargaban. Como por hechicería, aquella catártica sesión sacó de mi corazón y mis pensamientos a la bruja, quien nunca más me atormentó en recuerdos y aquella noche me recuerda cada día que nunca más debía volver a tocar el afinador mariguano.

Foto: Adriana Reid

lunes, 23 de noviembre de 2009

4,500


Con poco menos de 12 horas de planeación, partimos la mañana del sábado camino a Zitacuaro, Michoacán, reservamos habitación de hotel cerca de donde recién aprendimos, llegan las mariposas monarcas a pasar el invierno en su viaje migratorio de cada año. Nuestros cálculos estimaron unas 4 horas de viaje pero en realidad nos tomó casi 6 el llegar hasta nuestro destino ya que tomamos carreteras pequeñas desde Morelia donde pasamos por incontables poblados y transitamos por hermosos parajes Michoacanos.

El hotel en Zitacuaro fue muy peculiar, sobre todo por el servicio. Las instalaciones no eran malas, se encontraba en buen estado, limpio, con buen mantenimiento, pero la atención de los encargados era muy deficiente, según nosotros no por falta de capacidad sino de conocimiento en el negocio. Después del largo trayecto no esperado, descansamos unos minutos en la habitación que por cierto no tenía agua corriente. Cuando pasamos la queja a la recepción nos indicaron de forma enigmática, “en un momento se las mandamos”. Preferimos no darle mucha importancia y decidimos aprovechar la tarde. Desde el camino habíamos decidido dejar el recorrido de visita a las Monarcas para el día siguiente. En la recepción, pedimos informes sobre otras atracciones locales. Nos informaron que en la cercanía había una excavación de un centro ceremonial Otomí y unas grutas, ambas cerraban sus puertas a los turistas a las 5 de la tarde. Casi corriendo salimos en búsqueda de las grutas y dejamos nuestra hambre olvidada para más tarde.

Deshicimos parte del camino andado en búsqueda de la desviación hacia las grutas de Tziranda. Nos detuvimos a pedir detalles sobre la ruta a seguir y la señorita fotógrafa aprovechó para comprar una enorme hogaza de pan recién horneado quien nos salvó de la anemia y el mal humor. Después de unos 10 minutos de descenso por un camino de terracería llegamos hasta las instalaciones turísticas de las grutas. Enclavada en una cañada se encontraba la ladera de una montaña de piedra porosa y un generoso río que fluía con fuerza. Pagamos y nos proporcionaron nuestro equipo de expedicionarios: casco (sólo para los adultos) y unas pequeñas linternas que parecían más de juguete que de Indiana Jones. Nuestro guía, quien fue llamado a regresar por nosotros porque había partido con un grupo de visitantes unos minutos antes, llegó por nosotros y nos dijo algo que creímos sería la bienvenida. El alegre y joven lugareño con un fuerte problema en el habla demostró con su gran sonrisa y buen humor ser un excelente anfitrión para el recorrido por las entrañas de la montaña.

Caminamos unos 100 metros hasta llegar a una pequeña puerta de madera empotrada en la pared de la montaña donde esperaba el resto del grupo. Sin más ni más, el guía nos indicó que lo siguiéramos y algunas cosas más que no alcanzamos a comprender. Casi de rodillas entramos por la pequeña hendidura. Nuestra cabeza, protegida con cascos de plástico, fue chocando con el techo mientras nuestros pies y ojos se adecuaban al terreno, viendo con tristeza como las linternas perdían rápidamente su intensidad. A tan sólo unos 20 pasos dentro de la gruta la obscuridad era absoluta. El guía se detuvo y nos explicó como recargar las linternas. “Ahhhhhhhh!!!”, exclamamos todos asombrados y alegres al saber que no perderíamos la luz. Como obedientes niños exploradores, dimos vueltas al mecanismo que milagrosamente recargaba las baterías de las linternas y seguimos adelante. Sin aviso alguno, al dar la vuelta en un recoveco de la gruta, salimos a un espacio abierto por donde caía la luz del sol en todo su esplendor. Nos detuvimos y comenzó el tradicional recorrido visual de imágenes imaginarias siempre encontradas en las paredes de las grutas. Dinosaurios, bebes, tortugas, murciélagos (estos si estaban vivos). El guía nos explicó que el recorrido se había modificado debido a la visita de temporal de abejas africanas y nos ofreció irlas a buscar si teníamos ganas de peligro. Siguieron las explicaciones y continuamos el recorrido, dejando atrás a la señorita fotógrafa quien estaba embebida detrás de su cámara, intentando robarle el alma a aquel hueco de nuestra madre tierra.

Me fui rezagando a propósito tratando de esperar a la fotógrafa pero la distancia se iba incrementando entre ambos extremos del grupo. Grite a todo pulmón pero todos los sonidos fueron absorbidos por las rocas casi antes de salir de mi boca. Sin muchas alternativas, decidí seguir adelante con el grupo y regresar, de ser necesario, al llegar a la salida. A medio camino alcancé a escuchar algo similar a un grito. Tome el camino de regreso tan rápido como me fue posible hasta que me encontré con la señorita fotógrafa descendiendo por entre las rocas en condiciones algo desesperadas, víctima de su recorrido alternativo. Cuando se dio cuenta que había pasado un tiempo considerable de nuestra partida trató de alcanzarnos pero tomó una bajada diferente y fue a parar frente a varias docenas de abejas africanas, quienes por alguna razón extraña decidieron no atacar, dándole tiempo de escapar ya de forma intempestiva. Alcanzamos al grupo con calma, mientras, ella fue recuperando la calma y salimos de la gruta casi como si nada hubiera sucedido. Pero la pequeña aventura no pasó del todo desapercibida ya que varios de nuestros compañeros de exploración comentaron que había sido hábil mi intento de perder a la esposa dentro de una gruta en aquel apartado lugar.

Devolvimos el equipo y nos instalamos a las orillas del rio a contemplar su simple belleza. Corría con cierta fuerza, haciendo pequeñas cascadas con las rocas que le daban forma a su descenso. Su agua era cristalina, fría, limpia. Sin podernos contener caminamos sobre las piedras luchando por no ceder ante la tentación de aventarnos de cabeza dentro de su hechizante naturaleza. Sorprendidos por la virginidad de aquel río, regresamos resignados al carro y tomamos el camino de regreso a Zitacuaro donde esperábamos poder saciar nuestra hambre ignorada ya por muchas horas.

Con tristeza, recorrimos de arriba abajo la avenida principal de Zitacuaro sin encontrar un lugar apetecible para comer o donde posar nuestros ojos de turista. El pueblo estaba lleno de puestos y tiendas comerciales sin encanto, sin tradición, sin historia y sin atractivo alguno. Como nos fue acertadamente descrito más tarde por la encargada del hotel, aquella pequeña población era solamente un pueblo lleno de tienditas. Encontramos una pizzería muy digna y con buen sazón donde descansamos y recuperamos fuerzas. Regresamos al hotel algo temprano, decididos a tomar un baño y dormir bien para levantarnos temprano al día siguiente y poder emprender nuestro recorrido a conocer a las Monarcas. No nos sorprendió descubrir que el agua había llegado pero fría. Se habría extraviado en su camino perdiendo el calor que debía ser transmitido a nuestros cuerpos cuando fue enviada aquella mañana a nuestra habitación. Llamamos a recepción varias veces en el transcurso de casi 2 horas hasta que por fin llegó el agua caliente. Mientras, vimos la televisión, donde el servicio consistía de sólo 4 canales. 2 con futbol y otros dos del canal de las estrellas. Así, con resignación, cansancio y humildad descansamos aquel día sábado.

El domingo nos levantamos muy emocionados, preparamos todo, cargamos la camioneta y fuimos a desayunar al bufete del hotel. La incapacidad para manejar el lugar se hizo aún más evidente a la hora de atender a unas 60 personas al mismo tiempo. La exquisita sazón del desayuno nos ayudó a olvidar los percances del servicio. Al fin, partimos hacia el pueblo de Angangeo, donde debíamos acercarnos al refugio de las mariposas. A través de un camino de piedras y adoquines, subimos 15 kilómetros por la ladera de la montaña hasta llegar a un improvisado pero amplio estacionamiento donde comienza el ascenso al refugio.

Comenzamos nuestro recorrido acompañados por un par de niños pequeños quienes entonaba a su saber y entender una canción, con lo que esperaban ganarse unos pesos. Les dimos unas monedas y continuamos nuestro camino. Para llegar a la caseta turística de los ejidatarios locales quienes administran los refugios tuvimos que pasar por un largo pasillo de locales construidos de madera, formados uno tras otro a ambos lados. A aquella hora estaban casi todos cerrados pero lo cuantioso de los mismos daba una idea de la afluencia turística que debía invadir aquel paraje en temporada alta. Pagamos una módica cantidad por el acceso al refugio y nos fue asignado un guía, a quien en ese momento consideramos innecesario. Juan Manuel, nuestro guía, era agradable, educado, paciente y comprensivo. Esto último lo digo porque el largo camino de subida obligaba a efectuar múltiples paradas para recuperar el aliento. Pasamos el tiempo platicando sobre el bosque, las mariposas, su viaje y demás pormenores de aquel pequeño insecto.

El bosque estaba dominado por Oyameles, un bello pino con delgadas y alargados hojas, preferido por las Monarcas. La temporada estaba comenzando, hacía apenas 10 días que habían comenzado a llegar desde el sur de Canadá y el norte de los estados unidos. Tan sólo una tercera parte de su población total había llegado al refugio por lo que esperábamos ver pocas mariposas. Al ser apenas el inicio de la temporada habíamos pocos turistas. El estado de la montaña era impecable. Todo limpio, bien mantenido, muchos letreros acompañan la subida informando sobre los detalles de aquella minúscula y fortachona especie. Los guías hacían hincapié permanentemente en el cuidado con las mariposas, no sólo en cuidar no pisarlas o tocarlas sino también en el respeto por su santuario guardando tanto silencio como fuera posible. Poco a poco, según íbamos ascendiendo, la cantidad de mariposas crecía considerablemente. En varios tramos podían observarse cientos de ellas volando entre los árboles. Pequeñas, lejanas, volando alto.

Con las piernas medio agarrotadas y el aliento faltando en nuestro interior llegamos al punto donde se concentran la mayoría de las mariposas. El espectáculo fue sobrecogedor. El silencio se te mete en el cuerpo. Los ojos se abren al máximo, buscando captar la magnificencia del espectáculo en todo su esplendor. Miles y miles de mariposas pasaban volando a centímetros de nosotros, con ese vuelo frágil y errático que las impulsa de tal forma que parece casualidad que puedan controlar su dirección. En algún momento de silencio casi absoluto alcanzamos a distinguir aquel tenue sonido. Parecía ser el viento lo que en realidad era el aletear de las Monarcas. El callado susurro producido por miles de pequeñas alas nos hizo temblar y nos robó el control sobre nuestros lacrimales. Casi sollozando, con la boca abierta y una sonrisa tan grande como podía contener nuestro rostro, admiramos por largos minutos aquella oleada de mariposas pasar a nuestro lado en su búsqueda por un lugar de descanso. 4,500 kilómetros de distancia recorre aquel bello insecto, huyendo de su crudo invierno para llegar a las montañas Michoacanas, donde cada año se congregan por millones, se detienen por 4 ó 5 meses y en un loco esfuerzo reinician su viaje de regreso a sus tierras del norte. ¿Cuántos siglos habrán presenciado esta sutil migración? ¿Cuántas generaciones habremos tenido la dicha de admirar este gran viaje? La naturaleza nos dio ese fin de semana un regalo, de esos que difícilmente se olvida y por los que el resto de la vida vale la pena vivir.


martes, 10 de noviembre de 2009

Al estilo Borrayo


Cada paseo ciclista organizado por viajes Casillas tiene su propio encanto y obviamente, sus características anécdotas. Este viaje no fue la excepción. La planeación del “Chacalazo”, nombre oficial del último paseo de aquel año, inició si no mal recuerdo durante un Vallartazo, otro paseo ciclista, mientras disfrutábamos del día de descanso posterior a la pedaleada. En la playa, Mike nos enamoró con fotografías del destino y con anécdotas sobre las vistas de la ruta. A pesar del poco tiempo para organizarlo y la mudanza del corporativo de viajes Casillas de Guadalajara a Monterrey, este parecía un plan nutrido de asistentes. Pero cual fue la sorpresa que durante la mismísima semana del plan comenzaron a caer correos de cancelaciones. El pobre Mike veía no sólo como bajaban las potenciales ganancias, sino como además parecía que hasta pérdidas podía haber. Sin entrar en más detalles, sólo 4 ciclistas logramos llegar a Mazatán, población de donde inició el plan.

Con la fresca de la 1 de la tarde, comenzamos a pedalear Diego, Santiago, Mike y su servidor. El pronóstico era de unas 5 horas de pedaleo con no menos de 40 kilómetros de recorrido. Era un soleado sábado e iniciamos con el entusiasmo característico de cada paseo. A los 20 minutos de haber comenzado encontramos una subida digna de los chamorros de Juan Manuel, sobre la cual Mike flotó montaña arriba, como acertadamente indicó Diego, remolcado por un ángel en motocicleta. En la primer encrucijada tras sólo 5.6 kilómetros pedaleados nos desviamos a la derecha y fuimos guiados a través de un campo medio abandonado de plantíos de café. Entre las petrificadas zanjas en el lodo dejadas por el ganado que transita por ahí, y la cerrada maleza, bajamos por un camino que parecía llevar al centro de la tierra. El paraje era tan solitario, seco y la vegetación tan cerrada que comenzamos a dudar del ángel con moto que jalaba al Mike y deseamos su reemplazo por uno con alas y sistema de navegación GPS. Como es costumbre, sin hacer caso a los augurios, continuamos adelante.

La diosa fortuna tuvo a bien meter una enorme rama en los cambios de la bici de Santiago, dejándola prácticamente inservible, circunstancia que aprovechamos para reevaluar la ruta. Decidimos regresar a terrenos menos inaccesibles, tratar de reparar los cambios dañados y continuar en otra dirección. Con más suerte que pericia, regresamos la bici de Santiago a un punto pedaleable según los reparadores y comenzamos a subir esperando encontrar la ruta deseada. Media hora de ascenso y llegamos a un valle que nos dejó desconcertados por su hermosura y amplitud. Era oficial, estábamos perdidos. Nuestra única opción era regresar al primer crucero e intentar encontrar otra ruta. Una hora y media y 5 kilómetros después, deambulando por el cafetal, regresamos al crucero inicial. Eran casi las cuatro de la tarde, no sabíamos por donde continuar y quedaban cuando mucho un par horas de luz. Con cara triste, aceptamos renunciar al resto del viaje hasta Chacala pero como premio de consolación acordamos pedalear un rato más sin rumbo fijo para hacer ejercicio. En cuanto retomamos la pedaleada me di cuenta de que mi llanta estaba ponchada. Gracias a la basta experiencia y habilidad de los ciclistas presentes, cambiamos mi llanta en un tiempo record de 30 minutos, lo cual sirvió para matar definitivamente el plan. La suerte, no iba con nosotros ese fin de semana. 3 alegres y polvorosas sonrisas emprendieron el camino de regreso a Mazatán. La cara de Mike mostraba otra expresión.

El reto ahora era encontrar como llegar a Chacala. Mientras desandábamos el camino hasta Mazatán, planteamos la opción de llamar a las esposas para que fueran por nosotros al pueblo, obligándolas así a dejar atrás el paraíso terrenal en el que estarían disfrutando en aquel momento de unas cervezas heladas y de la paz concedida a todo padre de familia cuando sus hijos están en la alberca. Después de sesuda meditación Santiago y su servidor encontramos que era preferible pedalear por la carretera hasta Chacala de ser necesario antes que vivir las consecuencias ante un acto tan atroz contra nuestras dulces señoras. Pasamos al plan B, contratar algún lugareño para subcontratar aventón hasta nuestro destino. La razón por la que viajes Casillas tiene entre sus planes la ruta de Mazatán – Chacala, es porque un conocido del IPADE es originario de Mazatán. Ya en el pueblo, nos dimos a la tarea de buscar a la familia Borrayo. Sin mucho batallar llegamos a la casa de un primo Borrayo, Eduardo. Pasamos una media hora charlando con este amigable lugareño sobre los pormenores del pueblo sin poder hablar del tema que nos interesaba. Al fin logramos tratar nuestro problema al cual surgió una oferta maravillosa: el mismo Eduardo ofreció llevarnos a Chacala sin costo, eso si, una vez alimentadas sus vacas. La oferta fue imposible de rehusar y aceptamos mirándonos los unos a los otros. No había sido tan difícil después de todo.

“Mientras, vayan a casa de mi apá, hay carne asada”, nos indicó Eduardo. Sin ganas de abusar, nos dirigimos a casa del padre de los Borrayo para saludarlo y para matar tiempo, pero dispuestos no a comer carne asada, lo cual hubiera sido demasiada gorra. Miguel entró en la casa del que seguramente sería el hombre importante del pueblo. Los demás ciclistas esperamos pacientemente afuera, cerca de un grupo de descansados Mazatecos que convivían alegremente al frescor de las cervezas. Una camioneta se estacionó frente a la casa Borrayo para dejar a varias personas con todo y una enorme hielera. En silencio, imaginamos lo que habría en aquella caja del tesoro. El que manejaba la camioneta se acercó a nosotros a vuelta de rueda, con rostro inquisitivo y maneras lentas, de esas que el tequila sabe crear en sus aficionados. De forma directa y sin preámbulos me indicó que bebiera de su vaso. “¿Qué?” Con cara de sorprendido le pregunte que era aquella bebida, a lo cual sólo contestó que me iba a gustar. Bebí del vaso de un desconocido, a media calle, vestido con mallas negras y lodo por todas partes. Mi cara debe haber reflejado el placentero y fuerte sabor del tequila ya que a mi nuevo amigo inmediatamente le cambió el rostro, sonrió y nos ofreció más tequila a todos. Mike salió de la casa de papá Borrayo riendo resignadamente. “Éntrenle, amos a comer”, dijo con tono medio resignado. Efectivamente, la hospitalidad de la gente del pueblo parecía no tener fin. Esta vez apenados en serio, entramos a la casa de nuestros anfitriones hasta el patio posterior donde se encontraba toda la familia disfrutando de la agradable tarde del sábado. Fuimos invitados a sentarnos, comer y beber al gusto. Ni nos sentamos ni bebimos, pero eso sí, le entramos con todo a los tacos de asada con tortillas recién hechas, arrocito con verduras, chorizo y hasta rebanadas de papaya.

Mike era ya parte de la familia, conocía a la mitad de los presentes y de los ausentes (o así parecía) y las anécdotas del pueblo y sus alrededores fluían por montones. En esa tarde en que la hospitalidad de la familia Borrayo seguía sorprendiéndonos, logramos despedirnos ya sin muchas ganas y nos dirigimos a casa de Eduardo, quien recordaremos, nos daría aventón a Chacala. Al encontrarnos con Eduardo en su casa ya había cambiado de parecer, cansado después de atender a sus vacas y al juego de basquetbol sabatino. Su nueva propuesta era que nosotros nos lleváramos su camioneta y se la regresáramos al día siguiente. Realmente estábamos conmovidos por las maneras de esta increíble gente. Vaciamos la caja de la pickup que tomaríamos en préstamo, subimos las bicis, pusimos al volante a Diego con Santiago y su servidor de copilotos y a Mike en la caja, cada uno con una bolsa de cacahuates que nos fue obsequiada en el último momento de la partida.

Al repasar todo lo sucedido en ese pequeño, limpio y hermoso pueblo, nos dimos cuenta que habíamos sido testigos de la hospitalidad más plena de nuestras vidas. Sin ganas de ofender, pero llevando la imaginación al tope, pensamos que solo les había faltado presentarnos unas chamaconas.

En la bajada de la sierra, camino a Chacala, tuvimos el placer de ser ese cabrón que va lento en las curvas y crea una interminable fila de autos detrás. Nuestro vehículo no era exactamente último modelo. Los frenos trabajaban disparejos, ladeando la camioneta a cada frenada, el parabrisas estaba completamente opaco y sólo le funcionada un faro. Santiago manejó toda la bajada con la cabeza por fuera de la ventana ya que el reflejo del tráfico a contraflujo hacía nula la visibilidad por el estado de nuestro parabrisas.

Al acercarnos a la entrada del elegante fraccionamiento donde habríamos de pasar el resto del fin de semana, nos preguntamos si seríamos admitidos tal como íbamos. Nuestros temores no eran infundados. Los guardias preguntaban y preguntaban y nada, no parecía que fuéramos a lograr entrar cuando, como salido de ultratumba, Miguel se incorporó de la caja de la pickup, donde venía dormido plácidamente junto a las bicis, mencionando el nombre del dueño del lugar, lo cual mágicamente nos abrió al fin las puertas a ese paraíso conocido como Chacalilla.

Fotografía: Adriana Reid

miércoles, 28 de octubre de 2009

Refugio


Era casi imposible relacionar el mundo moderno del que proveníamos a partir de aquel paradisíaco lugar. Para llegar al refugio era necesario dejar todo detrás. Al decir todo me refiero a todo. En una población cercana a Mazatlán iniciaba la transmutación. El carro, las llaves, la cartera, la ropa misma que vestíamos a nuestra llegada fue requisada y resguardada cuidadosamente, al tiempo que nos entregaban nuestro nuevo atuendo. Yo con un pantalón y camisa de manta blanca y unas cómodas chanclas de piel. Ella con un vestido largo también de manta blanca y unas bellas y ligeras sandalias. Así, como despojados de nuestro pasado, de nuestra identidad, fuimos transportados a nuestro destino a bordo de camionetas descapotadas.

Al poco tiempo de recorrer una estrecha carretera, nos internamos por una vereda casi oculta por la vegetación. Seguimos aquel camino por una media hora hasta que como una alucinación, la vegetación abrió dando lugar a una apacible bahía cerca de la cual se encontraban diseminadas las cabañas para los huéspedes. Ya que no llevábamos equipaje no necesitamos de ayuda. La sensación de haber dejado atrás todo era muy incómoda para mí en aquel momento. Ni laptop ni libros ni iPod. ¿Cómo sobreviviría una semana de aquella forma? Apreté su mano que sudaba, unida a la mía y al mirarla me di cuenta que leía mis pensamientos. “No nos hace falta nada, ya verás”, me dijo dulcemente sin dejar que su rostro perdiera la alegría y la belleza que hizo que me enamorara de ella. Fuimos recibidos en una amplia palapa, decorada con altos jarrones llenos de flores y plantas tropicales, sillas y mesas bajas de bejuco, cubiertas por telas de colores claros y alegres. Nos dieron la bienvenida y algunas indicaciones sobre el refugio. Se nos indicó la dirección donde encontraríamos nuestra habitación y fuimos liberados del único formalismo al cual seríamos sometidos durante toda nuestra estancia.

Caminamos hacia la habitación sin lograr llegar a ella en mucho tiempo. El sitio era maravilloso, mimetizado con la naturaleza. No había letreros, ni caminos, aún así, la disposición de las instalaciones fluía de manera instintiva. Pasamos por uno de los muchos oasis de alimentos y bebidas. Ella tomó una cerveza bien fría y yo una copa de vino tinto. La cerveza provenía de un gran barril de madera encajado en una enorme cama de hielo y el vino tinto permanecía dentro de generosos porrones de cristal tapados con corchos naturales. En la playa, la arena era algo oscura pero delgada y suave. El agua del mar era templada y la marea estaba muy tranquila. Seguimos caminado por la bahía por un tiempo hasta que llegamos a la desembocadura de un rio. Seguimos la corriente rio arriba hasta que encontramos una fosa cubierta de gigantescas palmeras. Casi sin pensarlo, como llevados de la mano, nos despojamos de nuestra ropa y nos metimos al foso. El agua corría con fuerza y estaba casi fría, por lo que la piel y los músculos respondieron con precaución. Tras un par de minutos nuestros cuerpos se habían habituado a aquel ambiente, estábamos sentados en el fondo da la fosa sobre piedras redondas con tan solo la cabeza fuera del agua. Con la mirada perdida en la vegetación circundante, hablamos poco. Recorrimos con las manos nuestros cuerpos hipersensibles, sin prisa, sin objetivos.

Con la noche recién caída sobre el refugio, entramos en nuestra habitación, aquella pequeña pieza tan rústica que podría perteneces a cualquier época. Era más bien una cabaña construida de madera, limpia, sencilla pero confortable, con un gran ventanal mirando al mar. Los pocos muebles que la adornaban estaban construidos con troncos de madera casi sin tratar. Una cama tan grande como los amores que cobijaba, un par de mesas bajas servían de pedestal para los jarrones florales y un pequeño closet sin puertas, donde había una muda de ropa igual a la que llevábamos puesta y algo de ropa de baño para el mar. Sin teléfono ni televisión, ni luz ni lujos. Por puerta, una cortina de esbeltos juncos huecos unidos por hilos transparentes, colgando del amplio techo. A un lado de la entrada, una simple lámpara de gas que más que iluminar la habitación, arrojaba sombras suaves y sensuales. El cuarto de baño era tal vez el que daba la mayor sorpresa a los huéspedes. Un lavabo de piedra sobre el cual fluía agua fresca saliendo de un hueco en la pared extendiéndose un par de palmos mediante un medio tuvo de madera. Y la regadera consistía en un espacio circular, rodeado en tres cuartas partes por muros de junco, carente de puerta. Al igual que en el lavabo, de un hoyo en la pared salía el agua fresca y generosa mediante una palanca de piedra que al hundirse en su nicho, permitía el flujo natural para la lavarse las penas humanas. Al carecer de puertas y ventanas, la cama estaba protegida por un velo de lino, tejido finamente, tan blanco y transparente como la piel de una medusa, debajo del cual habíamos de reposar y disfrutar durante aquella temporada.

Con cuerpo y alma rejuvenecidos, recorrimos la distancia entre el comedor y la playa a paso lento. Encontramos una palapa aislada y nos instalamos en ella. El tiempo se detuvo, sucumbimos al hechizo de la naturaleza. Bajo la bondadosa sombra de aquel techo natural dejamos a nuestros sentidos ser llevados por aquel bufete de emociones. Con los ojos cerrados comenzamos el viaje. El viento soplaba refrescando nuestros cuerpos sudorosos por el intenso calor. El arrullo del sonido de las olas se sumaba al murmullo de las burbujas de agua al ser absorbidas por la arena. Una suave brisa creada por el romper de las olas contra las rocas cercanas nos bañaba con su delicado y sutil olor a sal. En contrapunto, el canto de las gaviotas rompía el rítmico vibrar del mar. Sentí deslizarse por mis manos pequeñas gotas de agua que corrían hacia abajo por el cuerpo de la angosta y larga copa de la que bebía un afrutado y dulce vino blanco. Sin abrir los ojos, deje mi mano recorrer el asoleadero hasta encontrar una pequeña mesa donde teníamos una vasija de cristal llena de freses. Tome una y me la llevé a la boca, comiéndola de un solo golpe y empujándola adentro con un trago de vino. Entreabrí los ojos y la mire. Estaba, al igual que yo, extasiada por el concierto de placeres. El sol rozaba su cadera como deseando tocarla, escurriéndose por un hueco abierto en la palapa. Celoso, tome su mano que reposaba sobre su estómago como reclamándola para mí. Sonrió y abrió los ojos. Me observo detenidamente. Me incorporé para estar más cerca y la besé, lentamente, sin prisa, sintiendo toda mi piel erizarse y estremecerse. Su larga cabellera revoloteaba sobre nuestros rostros unidos, indiferentes a sus caricias. Y así, con el tiempo suspendido, decidimos permanecer ahí por el resto de los tiempos.

sábado, 3 de octubre de 2009

Atrapado


Iniciaba el mes de Abril y el calor ya apretaba. Transcurría mi segunda semana de trabajo en la ciudad de Austin, Texas. En un radical cambio de giro laboral tuve que realizar aquel viaje para aprender “desde abajo” cierta tecnología, para después poder dirigir un departamento relacionado a ella. Un poco a regañadientes al principio por lo largo del viaje me hospedé en un hotel para huéspedes de estancia prolongada dentro de una pequeña suite que se convirtió en mi casa durante la época en que USA comenzó la guerra en Irak.

Dentro de las oficinas de HP en el centro de Austin, pasaba mis días aprendiendo sobre administración impresoras de alto desempeño. En un bello edificio cubierto de cristal, de unos 20 pisos de altura, HP mantenía un increíble laboratorio con docenas de impresoras de todos tamaños y marcas para efectuar pruebas de compatibilidad con un sistema de administración centralizado. El 9° piso hospedaba el laboratorio y el 11°, las oficinas administrativas. Todos los días hacía el recorrido entre una y otra área, subiendo y bajando en elevador, mismo que parecía tomar una eternidad en el proceso.

Una tarde, estando en la oficina en el 11° piso, decidí bajar al laboratorio por la escalera para no esperar el elevador, tenía prisa, acababa de recibir un dato importante sobre un problema con una impresora japonesa y no quería retrasar las pruebas ni un minuto. Eran cerca de las 4 de la tarde y la temperatura en la calle estaba cercana a los 38° C. Abrí con decisión la puerta de las escaleras. Dentro del cubo, di varios pasos hacia la escalera descendente y vi con el rabillo del ojo un letrero pequeño, rojo, con símbolos de emergencia. En mi cabeza se disparó una alerta y pude sentir la adrenalina correr por mi cuerpo. Con agilidad felina, di vuelta sobre los talones, incliné mi cuerpo hacia adelante, doble las rodillas y me lancé con todas mis fuerzas con el brazo derecho extendido sobre la puerta que se cerraba automáticamente, en cámara lenta. Demasiado tarde, estaba cerrada. Me quedé respirando agitadamente, sosteniendo la manija y apoyando mi frente con la puerta de metal. Esperé a que se normalizara mi ritmo cardíaco. Me alejé de la puerta, abrí los ojos, sin soltar la manija y leí con calma y desolación. Con ese inglés cortado, apretado y reducido que se utiliza en USA decía “Escalera de emergencia”, “La policía y los bomberos serán alertados si abre esta puerta”.

“¡Valiendo madres!”, grite para mis adentros. Hasta ese día había logrado, milagrosamente, no meterme en problemas durante esa larga estancia en USA, una semana completa sin hacer tonterías, pero eso se había terminado. Mi atolondrado yo viajero salió a flote y ahí me encontraba, metido dentro del cubo de las escaleras de un flamante edificio texano, atrapado tras un sistema de seguridad inviolable. Con mucho esfuerzo, comencé a pensar en alternativas. Se me ocurrió que debería haber una salida sin alarmas en la planta baja del edificio o al menos una puerta con ventanita a través de la cual alguien pudiera verme y abrirme desde dentro del edificio. Comencé a bajar por las escaleras. El calor era insoportable, debería rondar por los 42°. Abrazado por el calor generado por la vergüenza y la temperatura externa, fui bajando lentamente, sudando como perro camino al matadero. 11 pisos de oficinas más otros 4 de estacionamiento. Después de un tiempo que me pareció interminable, llegué a la planta baja.

Miré detenidamente por todos lados. La única diferencia entre la planta baja y el 11° piso era que aquí había más letreros sobre la condición de servicio de emergencia de la escalera. Reí nerviosamente. Sude. Sentí mi respiración acelerarse. Mi eterno temor a hacer el ridículo me embargaba. Respiré profundamente y volví a mirar por todas partes. Casi escondido debajo de un extinguidor había un pequeño letreo que decía. “Teléfono de emergencia. 15° piso”. Maldita sea, ya podían verlo puesto más abajo. Con un poco de esperanza, comencé el ascenso. ¿Había subido la temperatura? Para el 7° piso, mis piernas estaban agarrotadas y mis pies adoloridos ya que traía puestos unos zapatos negros muy cucos, recién comprados para el viaje a los United States. Entre el ejercicio matinal de bici fija en el hotel y la dureza de los zapatos nuevos, sentía que mis piernas dejarían de funcionar en cualquier momento. El calor era insoportable y me di cuenta que lo que más me afectaba era lo encerrado de aquel lugar. Sin ventilaciones ni circulación, el aire caliente y enviciado me estaba asfixiando. Descansé por unos minutos y retomé la subida.

Cojeando del pie derecho, con la pierna izquierda acalambrada, la camisa pegada al cuerpo empapada de sudor y el sabor a cigarro en mi boca, llegué al 15° piso. Ahí, a un lado de la puerta estaba una esplendorosa caja roja con un letrero muy alegre de “Teléfono de emergencia”. Una hora había transcurrido desde que me metí en aquel encierro infernal. Decidí esperar a recuperar el aliento antes de llamar por teléfono, para no espantar a quien atendiera, con mi voz ahogada. No había más que esperar. Descolgué el auricular y me lo llevé al oído. Primero de forma lejana y luego más claro y fuerte escuché la inconfundible melodía de una alarma de emergencia. “Demonios”, al final, este teléfono también disparaba una alarma. Maldije a todo pulmón. Pensé en correr escalera arriba y esconderme donde no me encontraran pero estaba tan cansado y tan acalorado que esperé a que me contestaran. Casi inmediatamente una voz de mujer contestó y pregunto tajantemente: “Are you ok, are you harmed? Con el rostro totalmente ruborizado, contesté que estaba bien, que solamente había quedado atrapado dentro del cubo de la escalera por accidente. La voz femenina enmudeció, se hizo un terrible silencio y tras un par de segundos, tronó una carcajada, sonora, abierta, sabrosa. “Carajo”, que obvio era que aquella mujer disfrutaba de mi voz angustiada y adivinaba mi incomodidad. Recuperando el control, me indicó que me quedara donde estaba y que en minuto iría a sacarme.

Sudando más que antes, más que con el ejercicio de la escalada, esperé pacientemente la llegada de la oficial. En un par de minutos se abrió la puerta y apareció ante mi una hermosa mujer negra, bajita, de cara redonda y con una sonrisa más grande que la macana que traía colgada en un costado del cinturón. Sin decir palabra alguna, no pudo más y volvió a soltar una carcajada. Finalmente, se hizo a un lado y me dejó entrar en el edificio. Debo haberme disculpado unas 300 mil veces. La policía insistió que no había problema, me recordó con una seriedad innecesaria que las escaleras solo son para emergencias, me deseo un buen día, dio media vuelta y se fue. Esperé a que desapareciera. Caminé hasta el baño donde trate de refrescarme y asearme un poco. El aire acondicionado me daba escalofríos pero era delicioso después del sauna dentro del cubo. “Bueno, no salió tan mal después de todo”, pensé. Salí del baño y me dirigí al elevador que ahora no me parecía tan lento. Bajé hasta el 9° piso, casi una hora y cuarto después de haber salido de la oficina del 11°. Me senté frente a una gran impresora japonesa y traté de hacer algo productivo. Una media hora después, trabajaba como si nada hubiera pasado. Era casi la hora de terminar el día cuando sonó la extensión del laboratorio. Era la oficial que me había rescatado quien con tono muy serio, casi marcial me dijo: “Necesitamos que baje a la oficina de seguridad a declarar antes de retirarse”. Me quedé congelado, no lo podía creer, conociendo a estos gringos era posible que me levantaran una multa o que me reportaran a las personas para las que trabajaba en HP. Escuché limpia risa, limpia, inocente a través del teléfono. Sonreí con resignación, si, la oficial estaba bromeando. Llamaba porque había dejado mi cartera en el baño del 15° piso. Al salir pasé por la oficina de seguridad, recogí mi cartera y recorrí el camino hasta el hotel en mi carro rentado poniendo la mayor atención posible para no cometer otra tontería aquel día en que fui atrapado por el cubo de la escalera de emergencia en el caluroso estado de Texas..

martes, 29 de septiembre de 2009

La improvisación, nuestra especialización


Uno de los invitados al Vallartazo de ese año tenía un especial interés en conocer el plan exacto del fin de semana, a detalle. El saber que íbamos a pedalear unas 12 horas por de las montañas cercanas a la costa Jalisciense durante dos días, para terminar en las playas de Puerto Vallarta, parecía no ser suficiente información ni motivación. En realidad estos planes de ciclismo de montaña son un ejercicio de improvisación, adaptación y supervivencia. Tratamos de planear, organizar y definir pero es imposible creer que todo va a salir tal como se desea.

¿El plan? Salir pedaleando de un crucero cercano al hotel Sierra Lago, enclavado en la sierra del oeste de Jalisco, al lado de un lago formado dentro de la boca de un volcán extinto conocido como Juanacatlán, a unos 20 minutos del mágico pueblo llamado Mascota. Miguel, nuestro guía tanto ciclista tanto espiritual, llevaría la delantera ya que la ruta era nueva para todos los asistentes de ese año. El primer día debíamos pedalear unas 6 horas prácticamente todo de subida para llegar al pueblo de San Sebastián del Oeste. En teoría, encontraríamos señales a lo largo del camino indicando la ruta hasta la cima y facilitando la llegada a San Sebastián, misma que había sido marcada por una expedición previa de cuatrimotos. Pasaríamos la noche en un rústico hostal para salir al día siguiente con destino a Puerto Vallarta, pedaleando otras 5 horas primordialmente de bajada. Para cerrar el plan, reposaríamos nuestros agotados cuerpos durante el resto del sábado y parte del domingo bajo una terapia de rehabilitación que comprendería mar, alberca, cubas y mársicos, todo esto en un agradable hotel de 5 estrellas, para así, con cuerpo y alma rejuvenecidos, regresar a la bella Guadalajara el domingo por la tarde. ¿Quién necesita saber algo más? Ese era al menos, el plan general.

Ese año el grupo fue más bien reducido, compuesto por unos 10 ciclistas y 4 choferes. Dentro del estacionamiento del Wallmart de plaza Galerías, cargamos las camionetas y nos asegurarnos de no dejar nada ni a nadie detrás. Salimos de Guadalajara a eso de las 7 de la mañana del viernes. Emprendimos el camino hacia Mascota llenos de sonrisas, bromas y mucha energía contenida. Se puede sentir en el aire la electricidad que generan los ciclistas debido a la anticipación del reto, la aventura, el paseo, las vistas, lo inesperado. Las camionetas iban cargadas hasta el tope. Bicicletas de todos los tipos y colores debido a los gustos y caprichos económicos. Unas nuevas, otras maltrechas, una que otra de fibra de carbono, forradas como finas joyas y otras de fibra de cancel, arrumbadas debajo de las maletas sin la menor preocupación. Además de las bicis, se adicionaba una fuerte cantidad de víveres y ayudas para la pedaleada: garrafones de agua, Gatorades suficientes como para intoxicar a un equipo de futbol americano completo, gels de energía, naranjas, plátanos y hasta suero oral para recuperar las sales perdidas. Siguiendo con el equipamiento, una colección de herramientas y refacciones personales por aquello de las emergencias: bombas portátiles, cámaras de repuesto, cadenas de repuesto, herramienta generales, parches, etc. Y para poner el toque final, algo parecido a un botiquín con vendas, aspirinas, relajantes musculares y otras drogas menores para aliviar las eventualidades del viaje.

Camino a Mascota, pasamos por la pequeña población de Tala donde nuestro guía decidió que era hora de tomar un desayuno energético, acorde a la friega que nos esperaba, por lo que nos detuvimos a comer unos sanísimos tacos de birria. En un libro que leí sobre ciclismo, escrito por Lance Armstrong, no se hacía referencia a este tipo de alimentación. Quizá es por eso tuvo que retirarse por unos años el titán de la Tour de France, por desnutrición. Con el estómago lleno de sabios y puros nutrientes mexicanos, retomamos el camino. Más risas, historias, chistes y porque no, cervezas para todos. Tampoco hay mención a los poderes hidratantes de este producto de la malta en el libro del maese Armstrong.

A eso de las 12 del día llegamos al pueblo de Mascota. Paramos a comprar hielos y uno que otro antojito e inmediatamente continuamos nuestro camino montaña arriba hacia nuestro punto de partida. Finalmente, a la 1 de la tarde llegamos al lugar seleccionado por el guía. La sangre se me hizo más ligera, una sensación parecida al vértigo me invadió, haciéndome sentir el estómago vacío. Había llegado la hora de comenzar. Iniciamos el largo y hipnotizante proceso de preparación para el arranque. Bajamos las bicis de las camionetas, revisamos la presión de las llantas, ajustamos frenos, llenamos camel bags, ánforas. Los choferes ayudaron a repartir los gatorades, gels y algunos radios de onda corta entre la tropa. Con las manos un poco temblorosas, me puse los guantes, los audífonos, el iPod, el casco y los zapatos con grapas. El resto del grupo se mantenía ocupado en las mismas actividades. El nerviosísimo comenzó a hacer presa de todos nosotros por lo que inició la presión comunal para partir de inmediato. Tomamos algunas fotos, coordinamos detalles de último minuto y se giraron instrucciones en caso de que alguien se perdiera. Hoy recuerdo con tristeza la poca atención que puse a esa parte del día.

La ruta iniciaba con una gran bajada por un camino ancho de terracería. Nada mejor para templar los nervios y soltar el estrés. Ya con la adrenalina al tope, una parte del grupo decidimos no esperar al guía, quien seguía dando instrucciones, poniendo orden y coordinando las camionetas de apoyo. Bajo una gritería, nos lanzamos al camino. Descendimos la primer pendiente a toda velocidad, el aire fresco golpeaba nuestros rostros alegres y llenos de energía. No recuerdo exactamente pero éramos 6 ó 7 los desordenados que dejamos a la montaña llevarnos por donde quisiera. A mediados de septiembre el bosque es hermoso, frondoso, exuberante y el día brillaba con claridad sin amenaza de lluvia. A no más de 2 kilómetros de haber comenzado la bajada, encontramos una “Y” en el camino. Iba yo al frente del contingente y no tuve idea de para donde ir. Tuve la suficiente prudencia (no se donde salió) para detenerme y esperar a tomar una decisión grupal. Había tablitas clavadas a un árbol con forma de algo parecido a flechas pero para darle sabor al asunto, en lugar de “decir” la ruta, la indicaba con colores. Azul, arriba a la izquierda, café, abajo a la derecha. “¿Qué dijo Miguel que cual era cual?” La ruta azul subía con una inclinación descorazonante. La ruta café bajaba y se veía increíble, así es que decidimos no pensar ni esperar al líder y seguimos por el camino de la izquierda. Esa, fue nuestra perdición.

Seguimos bajando por varios kilómetros, tan rápido como nos llevaba la montaña, saltando, derrapando, disfrutando de la emoción que brindan las empinadas laderas. Llegamos al final del descenso donde encontramos un pequeño arrollo con una gran playa de arena a ambos lados. No más letreros ni más camino a la vista. Dudamos de nuestra ruta. Miguel nos indicó, esa parte si la recuerdo, que debíamos subir hacia el cerro de la Bufa así es que preguntamos a un lugareño que encontramos descansando en santa paz afuera de una casa ahí refundida en la mitad de la nada. Con esa sencillez que distingue a la gente del campo, nos indicó confiadamente que siguiéramos por la vereda de por allá, subiéramos por el cerrito de acá y que tomáramos el camino de subida, ese bonito, que lleva a la Bufa. Sonriendo de nuevo, seguimos adelante. Efectivamente encontramos otro camino de tierra, más angosto, pero claro, bien marcado, por el que fuimos pasando por caseríos esporádicos. La vegetación se iba cerrando, los caseríos iban disminuyendo y el camino desaparecía por momentos. Mi tocayo y yo, siendo los menos sensatos, llevábamos algo de distancia al resto del grupo, sorteando yerbas y arena suelta, con el júbilo de lo desconocido, pedaleábamos tanto como nos permitía la vereda. Había mucha humedad, al parecer andábamos por lo que fue el cauce de un riachuelo y estaba lleno de piedras mojadas. Me detuve casi chocando con el tocayo que había frenado de repente frente a mí. Delante de nosotros había un camino empedrado, formado con rocas colocadas descuidadamente que incluía escalones formados con el mismo material. Con una sonrisa de complicidad, subimos a las bicis y acometimos contra la bajada. Yo tomé la delantera empujando de forma un poco gandalla a mi tocayo. Después de un par de grupos de escalones de piedra, la cosa se fue poniendo peor, más espacio entre las piedras y más altos los escalones, más resbalosas las rocas. Baje poco a poco, con un pie en un pedal y el otro apoyándome contra las piedras. Ni siquiera iba ya sentado en el asiento de la bici. Terminé de cruzar este tramo, agotado, arañado por las ramas pero ileso, llegando a otra pequeña playa de arena cruzada por el mismo río que serpentea la zona una y otra vez. Respirando con dificultad por el miedo, el esfuerzo y el placer, sin poder quitar una enorme sonrisa idiota de mi cara, me detuve y miré hacia el camino detrás, buscando a mi perseguidor. Casi al instante, escuché un grito, fuerte, seco, corto. No sonó muy bien. Solté la bici y regresé trotando por el camino empedrado. Al final de uno de los escalones más altos estaba mi tocayo tirado en el piso, boca abajo, con la bici encima, moviéndose levemente, quejándose suavemente, con la quijada apretada y bufando por la nariz. Le quité la bici de encima y le ayudé a incorporarse. Tenía el rostro rojo, desfigurado por el dolor y bañado en sudor. Sostenía su brazo izquierdo con el derecho, como arrullando a un bebé dormido. Mire con atención tratando de comprender que le había pasado. El antebrazo del tocayo se había desplazado hacia afuera del codo unos 5 centímetros sobresaliendo y formando una “T” con la parte superior del brazo. No parecía haber fractura ni había huesos expuestos, pero el dislocamiento era evidente, alarmante ante mis ojos. Sentado sobre una roca, el tocayo se mecía hacía adelante y hacia atrás, con los ojos cerrados se quejaba en silencio, pujaba, resoplaba, hasta que vio el estado de su brazo. Aquella imagen lo sacó del trance en que estaba sumido, rompió su concentración y destrozó el silencio con fuertes gritos entre los cuales maldijo con toda la vasta gama de leperadas que nutren nuestra lengua castellana. Maldijo a la montaña, a la bici, a las piedras y a muchas otras cosas que no venían al caso. Y además maldijo a su mala suerte ya que este era el tercer año consecutivo en que sufría un accidente durante los Vallartazos. El hablar y gritar le ayudó a descargar un poco el dolor.

El resto del grupo nos alcanzó en ese momento. Hicimos caminar al tocayo vereda arriba hasta un lugar donde pudiera sentarse más cómodamente. Las lágrimas corrían pos sus mejillas, lentas, confundiéndose con el sudor. Buscamos entre nuestras pocas pertenencias algo que darle para el dolor y lo único que encontramos fue un par de aspirinas. Para algo tendrían que servir. Entre los presentes nadie tenía idea clara de que hacer. Se nos ocurrió intentar regresar el antebrazo a su lugar pero reconociendo nuestra ignorancia en primeros auxilios, decidimos no intentar nada tan arriesgado. En un destello de creatividad se me ocurrió utilizar una cámara de bici para hacer un cabestrillo para el adolorido brazo. Después de unos minutos, logramos nuestro objetivo y el tocayo descansaba ahora su brazo sobre la cámara, lo cual le dio algo de alivio. ¿Y ahora? Era necesario llevar al tocayo a un hospital. Con un poco de suerte encontraríamos una clínica abierta en Mascota. El problema estaba en llevarlo hasta allá. El resto del grupo corrió en bici de regreso por donde habíamos venido para tratar de encontrar a algún lugareño con una camioneta que nos pudiera llevar de regreso a Mascota. Yo me quedé con el tocayo sufriendo con él su dolor y nuestra impotencia ante las circunstancias. Unos 20 minutos después, llegaron dos de los ciclistas que habían salido a buscar ayuda. Un campesino aceptó ayudarnos. Era necesario andar camino arriba otros 500 metros hasta donde podría llegar la camioneta que nos llevaría a la salvación. Con muchos trabajos y dolores llegamos hasta la casa donde debíamos esperar a nuestro chofer. Otra media hora transcurrió sin que supiéramos nada de la camioneta. Mientras tanto, una mujer entrada en años, la madre de nuestro desconocido chofer, nos hacía compañía y nos platicaba historias de accidentes de su pasado que sólo servían para atemorizar al pobre tocayo que había ya perdido mucho color en la cara. Bebimos agua y esperamos. Al fin, casi una hora después, llegó nuestro transporte. Era una camioneta Ford 75 de 3 toneladas. El estado de la camioneta era deplorable y su tamaño no parecía adecuado a las veredas por la que tendríamos que transitar. Después de discutir algunos minutos decidimos que yo iría con el tocayo de regreso a Mascota y el resto del grupo continuaría el camino hacia San Sebastián, pedaleando. Subimos nuestras bicis a la parte trasera del pequeño camión y nos aposentamos a un lado de Salvador.

Comenzamos el camino de regreso, lentamente. Las zanjas y canales que cruzaban el camino, creados por las fuertes lluvias del temporal, no eran obstáculo para el enorme vehículo. El problema para el tocayo, eran las tremendas zarandeadas que nos propinaba el camión al pasar sobre las trampas de la terracería. El ascenso se hizo interminable, casi dos horas y media pasaron para que lográramos llegar al pueblo de Mascota. Durante casi todo el trayecto viajamos en silencio, cada quien luchando con sus demonios. El tocayo sacando fuerza no se donde pues con tan solo un par de aspirinas tuvo que soportar los dolores de su situación. Yo por mi parte pensaba como íbamos a salir de aquel atolladero con los míseros 100 pesos que alguien del grupo encontró en su backpack. El plan, de nuevo planes que nunca se cumplen, era que cuando el resto del grupo llegara a San Sebastián, se reuniría con las camionetas y enviaría una avanzada a apoyarnos a Mascota.

Salvador se dirigió directamente a la clínica del seguro social, cosa que nos dio mucho gusto. El tocayo sería atendido y con un poco de suerte el tema económico no sería problema. Al bajar de la camioneta frente a la clínica de salud, caminamos casi contentos hacia su interior. La clínica era pequeña, limpia y ordenada. Había tan solo un par de personas esperando y al ver la condición del tocayo, lo llevaron inmediatamente a la sala de emergencias. Mientras esperábamos el desenlace, comenté con Salvador sobre nuestra condición económica. Mi esperanza, vana por cierto, era que se apiadara de nosotros y nos dejara ir libres de cargos, con aquel buen corazón que distingue a la gente sencilla del campo. Ese día, me topé con alguien un poco más ambicioso y probablemente con algo de razón. Salvador me explicó que esperaba le pagáramos la gasolina del camionetón y algo más por las molestias y el tiempo invertido. Los 100 pesos no eran suficientes para satisfacer sus exigencias así es que ofrecí lo único de valor que teníamos a la mano, nuestras bicis. Muy a regañadientes, aceptó nuestras bicis como garantía. Escribió en un trozo de papel amarillento la dirección de su casa en Mascota y me indicó que guardaría nuestras bicis hasta que regresáramos a pagarle 800 pesos por el servicio, ni un peso menos. El tocayo salió de la sala de emergencias con cara de asustado y el brazo vendado. No se que me sorprendió más, si su cara desencajada o el tamaño del brazo. Sin temor a equivocarme, su brazo tenía el ancho su pierna, la hinchazón era sorprendente. Con calma nos sentamos y me explicó lo sucedido en la sala de emergencias. Lo primero que hicieron fue darle un calmante y un desinflamatorio. Ya que no contaban con rayos X en la clínica, el análisis se había limitado a una inspección visual y manual. No parecía haber huesos rotos. Se nos indicó que debíamos ir a la farmacia del pueblo, donde el farmacéutico tenía equipo profesional para que le sacaran una radiografía, evaluar el daño y proceder a operar. “¿Qué?” Ambos pensamos lo mismo, ni de locos permitiríamos que lo operaran en aquel rincón del universo, apartado de los mínimos recursos. Salvador, ya con su “pagaré ciclista” en mano, se ofreció a llevarnos al centro de Mascota, donde se encontraba la tecnológica farmacia y de ahí nos abandonaría a nuestra suerte.

Llegamos al centro del pueblo a eso de las 6 de la tarde. Nuestro último alimento había sido el desayuno en Tala, a las ocho y media de la mañana y nuestro último trago de agua, hacía tres horas y media. Bajamos del camión y vi con tristeza como se alejaba con nuestras bicis dentro de la caja de redilas. Al tocayo poco le importó, es más, le dio gusto al ver irse aquella bici endemoniada. Decidimos entrar primero a una tiendita y comprar un refresco y algo de comer. Ya con algo en la panza, caminamos a la farmacia que estaba a dos locales de distancia. Fuimos atendidos de inmediato. El farmacéutico, muy amistoso, sacó la radiografía mientras le platicábamos nuestras andanzas y nuestra precaria situación económica. Amablemente, nos ofreció darnos el servicio y crédito a pagar en cuanto pudiéramos. El fin, algo de caridad. La radiografía mostraba los huesos fuera de lugar pero intactos, no había fracturas. Lo peor había pasado. El dolor había disminuido gracias a las medicinas que le dieron al tocayo en el Seguro Social y sabiendo que no había fractura, el brazo podía esperar a ser tratado en Guadalajara.

Regresamos a la tiendita donde habíamos visto en la anterior visita que contaban con servicio de teléfono de larga distancia. Comenzó aquel circo, sacado de una película de Pedro Infante, donde anotas el número al que quieres llamar, la encargada se retira a un cuarto trasero para marcar y en caso de hacer la conexión, regresa con el teléfono, de disco, para hacerte tomar la llamada. Comenzamos por los celulares de los ciclistas que para aquel entonces ya deberían estar en San Sebastián o con suerte, ya vendrían en camino de regreso a Mascota a rescatarnos. Uno tras otro agotamos los pocos números que sabíamos de memoria. Nadie contestaba. Decidí llamar Franciscote, el gerente de seguridad de la empresa donde trabajábamos el Gabo y yo en aquel entonces. Antes de partir de Guadalajara, días antes del Vallartazo, Francisco se ofreció a ayudarnos con cualquier eventualidad. Llame a la oficina donde el guardia en turno nos enlazó con Francisco quien se comprometió a buscar al resto del grupo y coordinar la ayuda. Colgamos confiados, dejando en sus manos la solución a nuestros problemas. Pagamos unos 25 pesos de las llamadas. Nuestro presupuesto estaba ya por debajo de los 50 pesos. El clima había cambiado, las nubes bajas hicieron que el día comenzara a oscurecer temprano. Cansados, sedientos, hambrientos y con frío, nos sentamos a esperar en las bancas de la plaza principal. Bonito espectáculo dimos, vestidos de licras negras y camisas de ciclistas, ya saben, de esas coloridas y alegres. La noche en el pueblo comenzaba a alegrarse siendo viernes, todos listos para disfrutar del fin de semana. A eso de las ocho, regresamos a la tiendita, pedimos una llamada y nos enteramos con tristeza que Francisco no había podido localizar a nadie del grupo. Hasta esa hora, ningún elemento del grupo había llegado siquiera al hostal. Colgamos, pagamos otros 15 pesos. Le compré otra botella de agua al tocayo. Viendo que el rescate no llegaría pronto decidí buscar un taxi y pedirle que llevara al tocayo a Guadalajara, donde alguien debería pagar por el viaje. A las ocho y media me despedí de mi accidentado amigo, quien partía con una mezcla de alegría y preocupación. Lo obligué a irse asegurándole que pronto llegarían los demás por mí y todo acabaría bien.

Regresé a sentarme a la banca del pueblo. Planes, que más da si no se cumplen, lo importante es hacerlos. Pensé en utilizar mis encantos masculinos, mis habilidades de gigoló y mi elegante atuendo para conquistar a alguna lugareña y ser invitado a pasar la noche en alguna casa del pueblo. Bueno, era solo una idea, mala pero una idea al final. Siguiente plan, dormir en la banca del pueblo y dejar al día nuevo decidiera por mí los siguientes pasos. Estaba revisando el tamaño y comodidad de mi banca de plaza de pueblo cuando comenzó a llover. “Mmmmm, ahí va otro plan al caño”, pensé. Con resignación, caminé hasta el lugar donde conseguimos el taxi que se llevó al tocayo a la perla tapatía. Pedí un taxi para San Sebastián. Los taxistas me vieron con cara de loco pero uno de ellos, a regañadientes, accedió a llevarme. La noche estaba muy cerrada, llovía, hacía frio y la neblina cubría el pueblo completamente. Partimos cerca de las diez de la noche. En cuanto comenzamos nuestro camino, el taxista me informó que haríamos un par de paradas antes de dirigirnos a San Sebastián. Fuimos a su casa, jugó un poco con sus niños, jugueteó cariñosamente con su esposa, pescó algo de cenar y regresó. La segunda parada fue en casa de su primo, quien accedió a acompañarlo para no regresar solo en la madrugada desde San Sebastián. Llegó corriendo uno de sus hijos quien también, quería hacer el recorrido. Partimos montaña arriba por la carretera recién construida, misma que había sufrido múltiples deslaves causado un sin número de accidentes. Como en película de Hitchcock, el taxista y su primo, quien entre otras cosas habían trabajado en la obra de construcción de la carretera, pasaron el tiempo del viaje platicando y recordando todos los accidentes sucedidos. A unos 60 kilómetros de velocidad y con visibilidad casi nula subimos intrépidamente hasta llegar al paraíso, San Sebastián del Oeste. Al entrar al hostal me encontré con una acalorada discusión entre todos los miembros del grupo. Las cosas se relajaron un poco cuando me vieron entrar. Abrazos, mentadas de madre, risas, caras fatigadas, estrés liberado. Pedí prestados 650 pesos para pagar mi viajecito de subida, pagué al taxista y emprendimos casi a gatas el camino a la fonda de doña Lupita, donde esperábamos poder olvidar algunas de las penurias del día con las delicias culinarias locales.

Sobre la mesa, rodeados de quesadillas, chilaquiles, huevos revueltos y chochomiles, contamos nuestras historias. La del tocayo y su servidor, la de los perdidos por 10 horas en la barranca a la que nos fuimos a meter por no esperar al líder y la del líder y sus acompañantes. Con la tercer cuba, bien cargada de ron y CocaCola, comencé a reír sin poder parar. Todos estábamos bien, lo habíamos logrado, aún el tocayo logró salir bien parado de su aventura. Nos levantamos y caminamos de regreso al hostal donde pasaríamos unas horas de descanso antes de partir al día siguiente ahora con destino a Puerto Vallarta. Dejo para otra ocasión las andanzas pasadas para recuperar las bicis ya que la historia va más allá de mi fortaleza. Otro día lleno de aventuras y planes, mismos que nunca podrán ser ni previstos ni planeados como bien lo dice el slogan de viajes Casillas, la improvisación, nuestra especialización.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Sentidos

Sin despertar del todo y sin abrir los ojos comencé a desperezarme. Una sensación placentera dibujó una sonrisa en mi rostro. Terminé de estirarme, con fuerza pero lentamente, para no despertarla. Con los ojos aún cerrados, imaginé la escena. Su pierna y su brazo sobre de mí, recostada, durmiendo plácidamente. Escuché su respiración, lenta, profunda. Mi brazo izquierdo reposaba sobre cadera, suave, curvilínea, cálida. Intenté absorber su calor con la palma de mi mano, sin moverme. La habitación estaba inundada de un silencio urbano, ruido blanco. La temperatura era agradable. La primavera había sido muy templada aquel año y el sol de la tarde irradiaba su calor a través de las cortinas gruesas y oscuras. Sentí sobre mi pecho su larga cabellera rubia, ahora desordenada, y sobre mi corazón, el calor de su respiración, exhalando suavemente aire tibio. Hice un esfuerzo por no abrir los ojos y seguí explorando los sentidos. Mi brazo derecho reposaba sobre mi estómago, donde nuestras manos permanecían unidas con los dedos entrelazados. Pude sentir el sudor justo donde se unían nuestros dedos. Mi mano estaba un poco entumida. ¿Cuánto tiempo tendríamos en esa posición? Mi pie derecho ardía un poco, supuse que algo de sol habría encontrado un resquicio entre la cortina y la pared y caía sobre nuestro lecho. Me sentía agotado y absolutamente relajado, satisfecho, pleno. Cambié la atención a mi boca. Una mezcla de tabaco y vino, dulce y amargo. Percibí que estaba un poco mareado. La combinación de los placeres siempre me ha provocado vértigo. Mis labios robaron mi atención, podía sentir sus labios, dulces y suaves, voraces, insaciables. El labio superior dolía un poco, víctima de algún mordisco recibido en el momento culminante. Algo oprimía mi costado izquierdo, suave y más caliente que el resto su cuerpo en contacto conmigo. Mi sonrisa cambió, explotó al saber que era su seno atrapado entre nosotros el que me transmitía aquella sensación. Mi boca se entreabrió y mis ojos se apretaron de inmediato. Mi respiración se aceleró un poco. Pasé ahora mi atención a la nariz. De nuevo el olor a tabaco. Debajo, un suave y sutil aroma a perfume. Aquel perfume del cual desconozco el nombre pero que me ha hecho girar la cabeza, buscándolo cuando camino por la calle y percibo su aroma. Continué buscando olores. De golpe, como si acabara de suceder, llegó hasta mí el olor agridulce del amor físico. Mi sonrisa desapareció instantáneamente y como por arte de magia, sentí el breve bello de su sexo sobre mi pierna. Mi respiración se aceleró sobremanera y mi yo masculino me obligó a abrir los ojos, no podía seguir describiendo en mi mente todo aquéllo sin agregarle color, sombra, brillo, profundidad. Nada de lo que ví era diferente a lo que había sentido, imaginado, recordado. Sin moverme, recorrí con mis ojos llorosos cada parte de su cuerpo. Aquel cuerpo que conocía de memoria con todos mis sentidos. Aquel cuerpo que albergaba tanta bondad, amor, pasión, imaginación y fortaleza. Esta habitación, en aquel espacio de tiempo, era testigo de un momento sublime, en el que dos amantes se encuentran en ese extraño instante en que todo es perfecto. Ya sin voluntad, mi mano comenzó a recorrer su cuerpo, buscando alguna sensación que pudiera no haber encontrado en el pasado, algún minúsculo recoveco no conocido, algún defecto en la piel que la hiciera aún más entrañable. Mi cuerpo se había transformado en el ojo del huracán, donde podía sentirse la tensión y la anticipación. Ella despertó, primero su cuerpo, luego su conciencia. Me dejo hacer, recorrer, disfrutar. Se estremecía levemente, reaccionaba ante mis avances participando pasivamente. Liberó su mano, se apoyó en mi pecho y levantó su rostro. Sus grandes ojos verdes se adivinaban bajo su cabello, así como una dulce sonrisa distorsionada por las sensaciones. Sin decir una sola palabra, continuó acercándose hasta besarme intensamente. Mis ojos volvieron a cerrarse y sentí mi piel enervarse, crisparse de placer. La primavera, la tarde, el ruido blanco, todo quedó en el olvido y nos perdimos en un profundo e interminable abrazo.

martes, 1 de septiembre de 2009

Lo he buscado


Lo perdí hace mucho tiempo y lo he buscado, escarbando y rasguñando donde sé que lo dejé, donde lo abandoné. A fuerza de no encontrar lo perdido donde hay oscuridad, opté por buscar donde hay luz, aún sabiendo que ahí no puede estar. Me embarga el dolor, la necesidad de recuperarlo, la ansiedad de saber que puede no aparecer ya jamás. La desesperación crece día a día y se vuelve insoportable. Mis ojos, mis manos, mis oídos, mi nariz, se alejan de las rutas habituales. Ahora vagan en la suciedad, en la fé, en el infierno, en las alturas, en la confusión. Cual cruel verdugo, la memoria juega conmigo. Durante sueños me regala un mendrugo de lo que fué. Despierto empapado en sudor, mis piernas entumidas de correr y luchar con Morfeo, tratando de ganarle la carrera, regresar a la realidad antes de que la fantasía se desvanezca. Carrera inútil. Mi quijada adolorida me recuerda lo difícil que es masticar y roer el vacío.

Es de día y mis amores, los puros, los esenciales, los indomables, alivian temporalmente mi insanidad, le dan sentido a la vida, le dan piso a mis alas. Todo fluye, el tiempo corre, parece que todo ha pasado. Pero ahí, sin esperarlo, un sonido, un olor, me regresa de golpe al abismo. Y todo vuelve a comenzar.

Sonidos profundos, repetitivos, hipnóticos acompañan mis horas de obsesión, una y otra vez se repiten los mismos pensamientos, rumiando por siempre la ausencia. Pero la obsesión trabaja en ambos sentidos. No me deja en paz, me alienta a seguir buscando, mirando ahí, en cada rincón, tanto conocido como aterradoramente nuevo. Meto la mano en rendijas oscuras con un placer morboso, deseando el dolor, sabiendo que sea lo que encuentre, me alimentará con su fuerza perturbadora.

Las notas suben y bajan, van y vienen, el humo del cigarro impregna mis dedos, entumidos de arañar mi cráneo que ha perdido su cabello pero no sus demonios. Violines seguidos de un gran piano. Notas que llenan el alma y que lastiman los poros de mi cuerpo que envejece cada minuto. Solo mi sonrisa se mantiene a salvo, protegida de locura y de tanta maravilla que me golpea en la cara.

Distraído, ensimismado, esculcando y revisando en los sitios vacíos, tantas veces escudriñados. De pronto, una hermosa sonrisa, el perfume vivo de un cuerpo lleno de deseos, de satisfacciones, de hermosas curvas que perturban el aire y las miradas que chocan con ellas. Mi cuerpo vibra. Me sorprendo cuando veo que es de gozo. Miles de acordes dan vueltas en mi cabeza, me embriagan. Todo pasa a segundo plano. El aire se hace denso, el tiempo se alenta, mi cuerpo viaja a velocidad infinita hacia atrás mientras que mis ojos devoran, absorben, saborean. Mis manos, enardecidas por tocar todo aquéllo que derrite el hielo glaciar duramente forjado por el anhelo, se alejan de mi y de su deseo. Mi yo corpóreo pierde forma, peso y sentido. Aquí está, frente a mi, lo he encontrado.

martes, 25 de agosto de 2009

Boca de Pascuales

El cielo estaba nublado pero el verano mantenía su cálida temperatura. Tomamos la carretera camino a Colima, con destino a la playa de boca de Pascuales a tan solo dos horas y media de camino de la ciudad de Guadalajara, donde comienzan las bellas playas de Colima. Boca de Pascuales es una peculiar playa pública donde por solo 100 pesitos se puede rentar una mesa, cuatro sillas y una enorme sombrilla de tela. Uno de las características de esta playa es el color de su arena, muy oscura, casi negra, debido a que proviene de roca volcánica erosionada por miles de años de incansable marea.

En menos que canta un gallo, mis pequeñas gimnastas recogieron un par de docenas de conchas de muy buen tamaño, esto habla del estado casi virginal de la playa. El mar abierto de la zona invita a surfers a disfrutar de sus grandes olas aunque este sábado en particular el mar perecía más calmado que de costumbre.

Pasamos el día bajo la gran sombrilla, protegiéndonos de la resolana que caía con todo su peso sobre nosotros, bajo el velo del cielo nublado. Aprovechando que el mar estaba medianamente tranquilo nos aventuramos a meternos a remojar y pasamos horas riendo y jugando y luchando contra las olas, cuidando de no ser arrastrados por la resaca y las corrientes hacia dentro del mar. Fuimos revolcados un montón de veces lo cual nos recordaba una y otra vez que ahí, quien manda, es el mar. Aún siento en la boca el fuerte sabor a sal del agua.

Como ya es costumbre, la señorita fotógrafa aprovecho la ocasión para robarle el alma a los paisajes locales y esos sutiles detalles que vemos plasmados por las noches en sus publicaciones en Facebook. En una caminata en la cual yo no participé por seguir luchando con Poseidón, la familia encontró una tortuga muerta en estado de descomposición. La muerte de la tortuga servía para dar inicio a la vida de un sinnúmero de animalitos y parásitos que la devoraban con calma.

En algún momento en que mi sobrino decidió descansar del mar, pero no así mis hijas, regresamos al agua sólo nosotros tres. Es difícil expresar el placer que me da estar en el mar con mis pequeñas. A fuerza de horas de vuelo y de su fortaleza física, son capaces de hacer malabares, nadar por debajo, dejarse arrastrar, nadar y hasta pasar por encima a las bravas olas, que para aquella hora de la tarde comenzaban ya a ser agresivas. Después de unos minutos dentro del mar me di cuenta que cada nueva ola me obligaba a mantener a flote a mis enanas levantándolas con los brazos extendidos conmigo debajo del agua, como buscando arrojarlas hacia el cielo. Empecé a sentir el cansancio en los brazos y el peso del agua tragada en mi estómago así es que decidí salir. Hasta ese momento me había mantenido mirando de frente al mar y de espaldas a la orilla para no quitarle la vista a las olas. Al girar me di cuenta que la corriente nos había arrastrado hacia adentro y hacia el norte, unos 20 metros lejos de donde se encontraban los demás.

Con toda calma le dije a mis enanas que necesitábamos comenzar a nadar hacia afuera porque ya estaba cansado. Hicimos el intento de salir pero la corriente y las olas eran demasiado fuertes para yo poder nadar y llevar conmigo a las nenas o para que ellas solas pudieran nadar sin hundirse bajo el peso de las olas. A lo lejos, alcancé a ver a la señorita fotógrafa con el agua hasta la cintura y con una imagen en el rostro muy parecida al terror. Debo imaginar que la misma imagen se dibujaba en mi cara. Buscando alternativas, me hundí alzando a las nenas con mis manos, esperando poder usar su peso para mantenerme en el fondo y poder así caminar contra la corriente. La idea no fue muy buena porque sólo logré cansarme más, tragar un montón de agua y transmitir un poco de mi terror a las pequeñas. Flotando los tres, sin saber que hacer, vi como la señorita fotógrafa nadaba con todas sus fuerzas hacia nosotros y con horror me di cuenta que ella también estaba luchando por alcanzarnos sin hundirse en el proceso. Volvimos a intentar nadar hacia afuera. No podía decir si en realidad avanzábamos o solo gastábamos la poca fuerza que nos quedaba. Cuando las lágrimas comenzaron a nublar mi vista vi a dos chavos que venían hacia nosotros, uno de ellos con tabla de surf y se acercaban velozmente. Mi corazón se disparó a mil por hora y nade solo con las piernas arrastrando conmigo a mis enanas, buscando acercarme lo más posible a nuestros rescatistas. Con una pierna ya acalambrada nos encontramos con los surfistas. Uno de ellos, que no tenía más de 12 años pero con la seguridad de saber lo que hacía, se acercó a mis nenas y las forzó a abrasarse de la tabla de surf. En mi cabeza todo daba vueltas a gran velocidad. Decidí confiar en la capacidad de los salvadores, no por convicción sino además porque no veía otra alternativa. Deje a mis pequeñas en sus manos. El mayor de los surfistas, de unos 16 años, me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que me dejara y fuera por la fotógrafa que luchaba por mantener el agua fuera de su cuerpo. Con gran alivio vi como todo el grupo comenzaba a avanzar hacia la orilla, las nenas con el niño surfista y la señorita fotógrafa de la mano del segundo ángel guardián.

Agotado mental y físicamente traté de nadar hacia afuera sin mucho éxito, me había rezagado. La fuerza de las olas y de la corriente me mantenía como una bolla, flotando casi en el mismo lugar. A lo lejos, alcancé a ver como Maribel lloraba, llena de pánico, ya cerca de la orilla. Gaby se mantenía entera, seria, protegida por la inocencia de su edad. Adriana fue revolcada un par de veces más pero progresaba hacia afuera con la ayuda del rescatista. Con la frustración que da el saberse a 20 metros de la orilla y no poder llegar a ella, tome mucho aire y me dediqué a nadar como si estuviera en una competencia, en línea recta hacia la orilla sin levantar la vista y sin buscar un destino. Después de un par de minutos, mareado, acalambrado y agotado, logré poner los pies en la arena y erguirme fuera del agua. Estábamos fuera.

Me quedé congelado viendo como las niñas, la señorita fotógrafa y el resto de los visitantes de Juárez se reunían en un abrazo comunal, buscando compartir y diluir el susto. Mi hermano me ayudó a incorporarme y a caminar hacia los demás. De pronto, sólo después de haber dado un par de pasos, me desmoroné hacia mis adentros. En un instante todo el peso de lo que pudo ser, de cómo pudo haber terminado mi vida, la de mis hijas y la de Adriana si no hubiera sido por esos dos chavos que se lanzaron a sacarnos en el momento justo, me aplastó.

El tiempo transcurrió y las pequeñas regresaron a nadar al mar un par de horas después del evento. Yo no logré recuperar el temple durante el resto del día. Mi corazón estaba anegado, oscurecido, adolorido. Antes de comenzar el regreso a la bella Guadalajara, caminé hasta el mar lentamente, dejé que me mojara los pies y con un sentimiento de pequeñez le di las gracias por habernos perdonado la vida. Caminando hacia la camioneta vi como mis héroes se alejaban, parecían tan solo dos muchachos que terminaban su día, como si cualquier otro. Les di las gracias desde lejos, levantando mi mano y regalándoles la última sonrisa que pude esbozar ese día.

Fotografía: Adriana Reid